Internacional
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20 de enero del 2003
Las guerras secretas de EE UU
La irresistible tentación terrorista
José Vidal-Beneyto
El País
La forma de violencia política, llamada terrorismo, acompaña sistemáticamente, en la segunda mitad del siglo XX, las luchas grupales y las guerras entre Estados, otorgándole una legitimidad de uso que ha sido ampliamente estudiada. Sólo entre 1970 y 1990 se publican más de 200 textos -de los que anoto sólo dos: Paul Wilkinson, Political Terrorism, Wisley 1977, y Claire Stirling, The Terror Network, Holt, Rinehart and Winston 1981-, y un excelente resumen por Irving Louis Horowitz, The Routinization of Terrorism and its Unanticipated Consequences, en Martha Crenshaw (ed.) Terrorism, Legitimacy and Power, Wesleyan Univ. Press 1983, en los que se analiza en profundidad ese tema.
Los Estados Unidos no podían escapar a ese destino común. Todo comienza en plena guerra mundial, cuando tanto Alemania, como la Unión Soviética y el Reino Unido recurren a los servicios de inteligencia como soporte de la acción bélica, agregando a la actividad informativa intervenciones militares de naturaleza clandestina e ilegal. EE UU no puede ni quiere quedarse atrás en esa carrera. Y así, la primera Agencia de Inteligencia creada por Roosevelt en 1941, el COI, se transforma en 1942 en el Office of Strategic Studies (OSS), que pronto bascula desde las operaciones de contraespionaje a las intervenciones de sabotaje, lucha de guerrillas y otras formas de guerra psicológica y subterránea (Harry Howe Ranson lo narra con detalle en Central Intelligence and National Security, Harvard Univ. Press, Cambridge 1958). El éxito del OSS en la lucha de guerrillas contra los japoneses, hizo que, en 1946, se crease el CIG (Central Intelligence Group) que pronto se rebautiza con el nombre de OSO (Office of Special Operation), subrayando de este modo su condición de centro de operaciones clandestinas en tiempos de paz. Su actividad se confirma con la guerra fría y el antagonismo mundo comunista versus países occidentales, que desencadena un permanente enfrentamiento entre ambos de carácter subterráneo. Todo ello coincide con la creación de la CIA, que sustituye al OSO, en el marco del National Security Act, con el propósito de servir de plataforma para el lanzamiento de acciones paramilitares secretas e ilegales.
La guerra de Corea en 1950 es la primera ocasión en la que se apela, de forma masiva, a la acción de las guerrillas y la que suscita la preparación de manuales de terreno para la ejecución de este tipo de prácticas bélicas. En 1952, el general Robert McClure promueve la creación del Centro de Fort Bragg, que pronto bascula desde la guerra psicológica al entrenamiento de las fuerzas especiales. Michael McClintock, en su libro Intruments of Statecraft, Pantheon Books 1992, analiza la evolución de las acciones antiterroristas norteamericanas desde 1950 a 1990 -primero en Corea, luego en Filipinas, Laos y Vietnam, después en Estados Unidos y en América Latina y finalmente en Europa- señalando cómo se pasa del contraterrorismo al terror en la política exterior de los Estados Unidos y basando su exploración en los sucesivos manuales de campo a los que acabo de referirme, que se inauguran con el esclarecedor folleto Organización y práctica de la guerra de guerrillas (Field-Manuals, 31-21 de 1951).
En la escalada terrorista, el plan Mangoose representa un punto culminante. Se trata del primer intento de acción criminal contra ciudadanos norteamericanos, en el interior de los Estados Unidos, urdido por su propio establishment, para atacar al régimen de Fidel Castro. El fracaso de la invasión de la bahía de Cochinos, concebida y ejecutada por la CIA, lleva al presidente Kennedy a retirarle la iniciativa y a confiarla a las Fuerzas Armadas. El general Edward Lansdale, asistente del secretario de Defensa y director de la Agencia Nacional de Seguridad, asume la responsabilidad de este plan, que supervisa el general Lyman Lemnitzer, jefe del Estado Mayor interarmas. James Banford en su estudio de la NSA -Body of Secrets, Doubleday 2001- describe los avatares del proyecto Northwoods, núcleo duro del plan Mangoose. Su propósito es convencer a la comunidad internacional del peligro que representa Fidel Castro, presentándolo como responsable de cruentos atentados contra los Estados Unidos, tales como atacar la base de Guantánamo y asesinar a su guarnición, hundir un barco norteamericano en aguas territoriales cubanas, derribar un avión estadounidense de línea con niños y adolescentes, hacer explotar el cohete que debía transportar a John Glenn al espacio, etcétera, ejecutados por unidades USA pero atribuidos a Cuba. Estos criminales proyectos, afortunadamente rechazados in fine por John Kennedy y por Robert McNamara, figuran en los papeles de este último, entonces secretario de Defensa, que el presidente Clinton desclasificó en su segundo mandato.
A los años sesenta pertenece también la Operación Phoenix, cuyo objetivo es liquidar la resistencia en Vietnam aterrorizando a la población civil. Los datos que facilita William Colby, a la sazón director de la CIA y conductor de esta operación, son escalofriantes: cerca de 30.000 asesinados y más de 35.000 prisioneros y torturados entre 1968 y 1972. Todo este conjunto de acciones terroristas, calificadas de antiinsurreccionales, son agrupadas por el Departamento de Estado bajo la común denominación de El ojo de Dios -una de las primeras apelaciones bíblicas- y operativamente se integran en el programa El ojo negro.
América Latina, considerada por los Estados Unidos como su hinterland natural, es el teatro por excelencia de las intervenciones terroristas norteamericanas. Cuba en primer lugar, donde la CIA hunde el 4 de marzo de 1960 el cargo francés Le Coubre, matando a 101 personas, multiplicando desde entonces los atentados que según Hernando Calvo Ospina -Dissidents ou mercenaires?, EPO, Berchem 1998- superan los 180 y son responsables de la muerte de 478 cubanos, entre ellos Félix García Rodríguez, representante de Cuba en la ONU. Por lo demás, cuando en las décadas de los sesenta y setenta, se produce la movilización democrática y progresista del Cono Sur, EE UU reacciona favoreciendo los golpes de Estado y la instalación de regímenes militares. La doctrina de la seguridad militar, producida y difundida por las escuelas militares norteamericanas, es exportada a América Latina y en ella se forman, en esos años, más de 50.000 oficiales latinoamericanos, entre los que destacan los mandos de los funestos escuadrones de la muerte tan decisivos para el éxito de la Operación Cóndor, copilotada, según Christopher Hitchens, por Henry Kissinger. En la década de los ochenta, los sandinistas gobiernan en Nicaragua y las guerrillas guatemaltecas y salvadoreñas contestan la hegemonía de los Estados Unidos. Éstos reaccionan con una ayuda económica masiva a las dictaduras que les son adictas y con el apoyo a las fuerzas paramilitares que liquidan a 200.000 enemigos en Guatemala, 50.000 en Nicaragua, cerca de 80.000 en El Salvador. La Comisión creada en 1966 por la ONU publica un Informe -Guatemala: Memory of silence- en el que se declara al Estado Mayor del Ejército guatemalteco responsable del genocidio, al que dice han contribuido, de forma directa e indirecta, los servicios de información norteamericanos.
En la Italia de los años sesenta y setenta, parece que el PCI va a acabar entrando en el Gobierno. Para evitarlo, se lanza una intensa campaña de desestabilización recurriendo al terrorismo. Sólo en el año 1969, de acuerdo con los datos de Peter Franssen en su libro El 11 de septiembre, EPO, 2002, tienen lugar 149 atentados que no menguan en años sucesivos. Esta campaña terrorista se coordina desde la logia masónica P-2 de la que Licio Gelli es el maestro, pero que dirige tambien Randolph Stone, jefe de la CIA en Roma, que es quien la financia.
Ahora bien, esta persistencia en la utilización de las prácticas terroristas por parte de los Estados es inevitable, según Richard Falk -The Discipline of Terrorology, Polity Press, 1991- en los contextos caracterizados por la existencia de un enemigo cuyo propósito no es vencernos sino destruirnos; por la presión de una opinión pública, aterrorizada y perpleja, que reclama seguridad a cualquier precio, sin que quepa establecerla en el marco de la legalidad democrática.
Situación aprovechada por grupos en la sombra, compuestos por grandes empresas y personalidades económicas y sociales, articulados en torno al establishment militar, para aumentar su poder y beneficiar sus intereses.
Esta lectura contextual del fenómeno terrorista contradice, en buena medida, la interpretación de Noam Chomsky, quien en sus numerosas publicaciones sostiene que los Estados Unidos son, por así decir, intrínsecamente terroristas, desde sus mismos orígenes -exterminación de los indios- hasta el día de hoy. En cualquier caso, la institucionalización global del terrorismo estatal, la licencia gubernativa para matar sin juicio previo, ha supuesto la abolición de las fronteras entre guerra y terror político y la contaminación de la guerra convencional por los modos y los objetivos de las prácticas terroristas. Es verdad que en ciertos casos pasados -por ejemplo, los bombardeos masivos de ciudades alemanas en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial o el holocausto atómico de Hiroshima- las lindes entre guerra y terrorismo eran muy tenues y difusas, pero no se había alcanzado todavía la fusión total entre ambos que es lo característico de las guerras terroristas. Guerras sin objetivos concretos y de duración ilimitada.
Hoy la guerra, como postula Bush, tiene que ser absoluta y permanente. Inspirada en la doctrina del general Erich von Ludendorff y desarrollada después, con ocasión de las guerras de Indochina y Argelia por algunos militares franceses, se funda en la relación costos-resultados y en la consecuente legitimidad de recurrir a la tortura y al terror para conseguir, al menor precio, la victoria. La ausencia de reglas y de límites y el primado de la impunidad son su paradigma. No existen los rituales bélicos: ni declaraciones de guerra, ni armisticios para la paz. Las guerras están ahí, latentes e imprevisibles, activadas, sin razones claras, por una amenaza ilimitada y difusa que sólo el agresor puede apreciar con justeza en función de sus intereses. Es la guerra preventiva. En ella, el blanco no son los ejércitos regulares sino la población civil incapaz de defenderse, por eso el nuevo arquetipo bélico es la destrucción total del enemigo y cero muertos nuestros. Son las guerras de la última década en Oriente Próximo, en los Balcanes, en todas partes, las guerras USA. Por esa razón, cuando las agresiones del 11 de septiembre constituyen a Al Queda en el gran enemigo de los Estados Unidos y sustituyen en ese papel al comunismo que había perdido su potencia antagonista, Bush se sirve del terrorismo como del enemigo ideal para que su guerra le permita aniquilar a quienes se oponen a la expansión de las industrias norteamericanas de las armas y el petróleo. Lo que instala la perversa paradoja de la-guerra- terrorista-al-terrorismo con una abominable circularidad que garantiza su persistencia. Para salir de ella la presión de la opinión pública mundial debe encontrar una acogida favorable en la presidencia de los Estados Unidos. ¿Cabe? Creo que sí. Pues la primera comienza a existir y otro Jimmy Carter es siempre posible.