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Internacional

5 de enero del 2003

EE.UU: mil lenguas y razas

Andrés Sorel

Caminar por la calle Broadway que atraviesa toda la isla de Manhattan siguiendo, dicen, un viejo sendero indio, es cruzar la historia de la ciudad, de sus distintos ocupantes, holandeses, ingleses, italianos, chinos, mexicanos, al fin huidos, parias, aventureros, buscavidas, hambrientos, desesperados, oportunistas, llegados desde todos los confines del mundo, y que conformaron la Nueva York actual. Los viejos edificios de piedra arenisca, el hierro colado que configuró múltiples fachadas, el art decó y el postmodernismo, el renacimiento francés y 1a urgencia por ubicar miles de edificios ya sin estilo para el uso de viviendas populares, sacrificados el arte y el confort, por feos e insalubres que resultaran mejor eran que la puta calle, que aquí los inviernos son crudos y la nieve acampa como auténtico sudario para los más débiles, pero el desarrollo, tras el sacrificio, impulsará pronto la combinación del arte, la fantasía, la magia arquitectónica en los rascacielos fulgurantes, y el bronce y el cristal pasmarán al mundo cor la ocupación del mínimo espacio para la realización de edificios sublimes, el fuego destruye los viejos hogares, pero los nuevos, a la medida de los millonarios, se alzan con todas las comodidades imaginadas junto a los prehistóricos restos de aquellos que conservan sus depósitos de agua ennegrecidos en azoteas por las que aún culebrea la sombra de Marlon Brando en la reliquia de un cine desaparecido.
Me detengo en el parque que se ubica entre la avenida 8 y la calle 7. Estamos en el Lowe East Side, tierra de negros, latinoamericanos, gentes que acuden en la secuela de la quimera del oro y encuentran la vieja explotación del hombre por el hombre. Para los sin techo, para quienes habitan en coches abandonados, en los pasillos del metro, en las aceras, ocupan edificios ruinosos. El baile y la droga, el sexo urgente y la comida arrancada a las basuras, el alcohol y las enfermedades que no terminan de matar del todo. Y no olvidemos que esta sociedad del bienestar y el lujo carece de la más mínima seguridad social para sus ciudadanos. Quien no pueda pagarse un hospital, que se muera. Ya tienen, eso sí, los hispanoparlantes, su televisión basura, su radio basura, periódicos no hace falta, que eso supone leer, algo privativo de la vieja cultura. Huellas de la vida de aquellos emigrantes que iniciaron el desarrollo de la Gran Urbe restan en el Tenement Museum. Pero el museo habita sobre todo en la calle: al aire libre, en los suburbios, puede rastrearse la miseria o el lado podrido de la gran manzana. Cuando Broadway confluye en la calle 5 y la 23, encontramos una auténtica reliquia, el primer rascacielos de la urbe, el Flatiron Building que data de 1902 y cuenta sólo 21 pisos, alcanzando en su vértice o lado más estrecho del triángulo que forma la torre apenas los dos metros de anchura.
Parque da Salvio en el Little Italy. Pequeños restaurantes, cafés, tiendas, hablan de un tiempo, una cultura, que se resiste a desaparecer del todo. También por estos andurriales uno encuentra vestigios de la gran depresión, aquel 29 de octubre del año 29 que marcó el fin de la edad dorada, la que el cine retrataría con films de jazz, gangsterismo, en la que anidaba la corrupción mientras el sexo, el béisbol y el alcohol clandestino aureolaban a los poseedores de fortuna. Unos pocos la amasaban. Los más se morían, sin morir, de hambre. O más reciente, los años 70, la sombra de la gran depresión que amenazó de nuevo a la ciudad, cuando se sucedían las huelgas de periódicos, transportes, industrias y al tiempo se alumbraba una nueva ideología: la del nunca más. Para ser corazón y pulmón de la Tierra, el Imperio no puede ni debe sufrir más crisis. Ha de consagrar, sin fisuras ni debilidades, su poder. Los Donald Trump de turno pasarán a detentar el mando y nada importará que más de la cuarta parte de los habitantes de la gran ciudad habiten en la pobreza. Nueva York entrará en el siglo XXI como la ciudad más luminosa del mundo.