La vieja Europa
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9 de septiembre del 2003
Más de un millón de españoles son analfabetos
Julián en el país de las mil maravillas
Jose Daniel Fierro
Rebelión
Se llama Julián y es analfabeto (alfabeto -dice él-). Le conocí hace unas semanas en el metro de Madrid. Tiene 27 años, siete hermanos (cuatro de los cuales tampoco aprendieron a leer ni a escribir) y trabaja en la construcción.
Julián dejó el colegio a los diez años, nadie se preocupó de él mientras asistía a la escuela -de hecho los profesores nunca se interesaron por su aprendizaje- y nadie lo hizo cuando la abandonó. Aprendió a buscarse la vida y a salir adelante.
Ahora vive en una habitación alquilada en algún lugar entre la plaza de Castilla y el barrio de Estrecho (una zona extensa, populosa, donde se concentran trabajadores e inmigrantes en casas bajas, bloques e infraviviendas).
Julián es consciente de que al sistema no sólo no le importa la existencia de personas que, como él, sean analfabetas. Considera que incluso le interesa.
Pues de ese modo mantiene sometidos a un número muy elevado de personas. Él no sabe cuantas, pero en su entorno laboral y familiar podría contar y le faltarían dedos. Las cifras oficiales hablan de más de un millón, de las cuales cerca de un 80% son mujeres, y se quedan cortas. Dejan fuera a los inmigrantes.
No estamos hablando de personas que les cueste leer o entender lo que leen (lo que se conoce como analfabetos funcionales), sino de hombres y mujeres que nunca tuvieron la oportunidad de ser escolarizados y que, evidentemente, tampoco fueron instruidos por sus familiares.
Es muy duro pensar que para viajar de una estación a otra de metro, para buscar una calle, para consultar un anuncio en un periódico... (la lista sería tan extensa) se hallan a merced de la caridad o de la suerte.
Julián se acercó a mi, precisamente, para preguntarme cómo llegar hasta la estación de Plaza de Castilla. Le indiqué el itinerario y me respondió con dignidad y un atisbo de vergüenza que no sabía leer los nombres de las estaciones. Y decidí acompañarle.
Me contó algo de su vida. Que había compañeros de trabajo que como él tampoco sabían leer ni escribir. Que estaba tratando de convencer a alguno de ellos para asistir a clases tras acabar su jornada laboral. Pero que era muy duro. Su jornada empezaba a las siete de la mañana y finalizaba a última hora de la tarde. Agotados y abatidos aún tendrían que hacer un esfuerzo que a la larga les permita una pequeña liberación dentro de este sistema injusto, depredador e inhumano. Recordé aquella película brasileña en el que una maestra jubilada y sin otra forma de ingresos, escribía y leía cartas a quienes no sabían hacerlo. Y eran legión.
Julián no vive en ese maravillosos país que el genocida Aznar dibujó en el debate del estado de la nación.
Julián vive en un país que no va tan bien. En su patria, además de analfabetos, hay más de 35 mil personas que viven en la calle (un 25% menores de veinte años). El país de Julián está marcado por la precariedad, a todos los niveles, y la siniestrabilidad laboral. Él no conoce datos, pero yo se los apunto: es el país europeo donde más trabajadores mueren a diario (5, y una cuarta parte de estas muertes ocurren en la construcción). Estas cifras duplican a las del resto de los países europeos. Los accidentes laborales y las muertes se deben a la temporalidad en los contratos, a la falta de medidas de seguridad en los centros de trabajo, a los excesos y fatigas de las largas jornadas laborales y al manejo o utilización de materiales peligrosos. Sólo en el país de Julián, cientos de miles de trabajadores morirán en los próximos años por haber trabajado con un producto como el amianto (prohibido hace años en otros estados europeos).
En la España de Aznar, la banca y las grandes corporaciones multiplican año tras año sus beneficios (en el primer trimestre de 2002, Dragados - una de las mayores constructoras- acumulaba un 158% más de ganancia que en los doce meses anteriores). En la de Julián, más de dos millones de asalariados subsisten con sueldos que no superan los 600 euros al mes, tres millones de jubilados lo hacen con pensiones que no llegan a 400 euros y el 90% de los trabajadores tienen un contrato temporal. Aquí los salarios suben (en el mejor de los casos) un 3 ó un 4% anual, en la España de Aznar la vivienda se encarece a un ritmo del 11%, la luz acumula una subida del 272% en la última década y los carburantes incluso baten esa marca.
Países con diferentes condiciones sociales, diferentes capacidades económicas, diferentes condiciones alimentarias, diferentes coberturas de atención sanitaria. Diferencias responsables de la línea que separa a una persona poder vivir 10 años más o menos. Diez años de vida es la diferencia entre los dos polos sociales. Diez años, son muchos años.
Para Aznar y sus adláteres, los trabajadores son mercancía de usar y tirar, intercambiables los unos por los otros según las necesidades y las conveniencias del capital. Convertidas las personas en cosas, son explotadas, consumidas y exprimidas hasta que dejan de tener valor. Pasando entonces a convertirse –dentro de su fría lógica criminal- en un estorbo social, en un gasto inútil del que hay que desprenderse cuanto antes. Ellos -especuladores, mercaderes de las vidas ajenas, histriones del Imperio, asesinos- nos hablan solemnemente de democracia y de libertad, de derechos humanos y de civilización. Y a escondidas se ríen de nosotros.
Para Julián, convencido de que algún día podrás leer este artículo.