El azote de los inocentes
Santiago Alba Rico
En junio de 1988, la bruja Avería fundió a su última víctima, Casiano Neón, un obrero alienado y medio lelo al que, antes de golpear con su rayo, maldijo de esta manera: "Serás el obrero errante y de ahora en adelante trabajarás un día en Santander y otro en Alicante, hoy en la construcción y mañana en la marina mercante".
Cuando mi hija Lucía tenía dos o tres años inventé para ella el cuento de Casimiro, un niño pijo, impertinente y descortés que vivía en una enorme mansión de veintisiete habitaciones, rodeado de diecisiete jardines y servido por noventa y siete criados. Casimiro tenía asimismo un interminable vestidor, con estanterías a un lado y a otro, en el que acaparaba tantos zapatos como la famosa Imelda Marcos: tantos pares como días tiene el año y de tanto colores como días la semana. Los lunes calzaba unos zapatos marrones, los martes amarillos, los miércoles azules, los jueves negros, los viernes gris perla, los sábados blancos y los domingos -porque, además de pijo, impertinente y descortés, era sumamente hortera- unos mocasines tornasolados o, por decirlo con el simpar Ortega, "iridiscentes". Un martes Casimiro, monárquico redomado, recibe una invitación para una recepción en el Palacio de la Zarzuela. Cuando va a calzarse, como corresponde, sus zapatos amarillos, descubre dentro de uno de ellos -oh- a una familia de enanitos que, empujada por la crisis de la vivienda, ha encontrado allí un precario refugio: un papá enanito, una mamá enanita, cinco hijos enanitos e incluso un abuelo enanito en una silla de ruedas enanita. Casimiro, naturalmente, duro como el acero, no se compadece y les obliga a desalojar en el acto. ¡Qué triste imagen! Los enanitos recogen sus ropas enanitas, las meten en maletas enanitas y las cargan en carros enanitos; reúnen sus pocas viandas enanitas -algunas enanitas latas de atún y enanos mendruguitos de pan- y parten acarreando sus pobres enseres, como refugiados kosovares, en una travesía de incierto final, a través de las veintisiete salas de la mansión, hacia la puerta de la calle. Mientras los enanitos inician su odisea, Casimiro va ufano a la Zarzuela y vuelve redondo de vanidad -y de pastelillos. Pero cuando está a punto de entrar en el primero de sus jardines ocurre un accidente. Se pone a llover y, a pesar de que doce criados tienden por encima de su cabeza un toldo impermeable y otros quince alfombran a su paso el suelo con sus cuerpos y otros veintitrés le rodean en formación romana para que ni siquiera una gotita oblicua y taimada mancille su sagrada persona, un subversivo camión salpica de barro sus zapatos amarillos. Casimiro, muy contrariado, entra en casa, se sienta ante la robusta chimenea francesa, se descalza con un mohín de repugnancia y arroja los zapatos, a continuación, por encima de su hombro al tiempo que grita imperativo: "Criado número 1, ¡límpiame los zapatos!". Nadie contesta; el criado número 1 ha desaparecido. Casimiro, perplejo y furibundo, llama entonces al segundo criado: "Criado número 2, ¡límpiame los zapatos!". Pero el criado número 2 tampoco contesta; también ha desaparecido. Casimiro, cada vez más airado, va llamando así, uno tras otro, a todos sus criados: "Criado número 7, criado número 37, número 53, número 78, criado número 99, ¡límpiame los zapatos!". Pero nadie contesta. Todos los criados, hartos de humillaciones, malos tratos y peor salario, han abandonado la casa y dejado a Casimiro -pobrecito- sin un mal faquín que le tienda la cama. Casimiro, entonces, reacciona conforme su carácter y la naturaleza de esta historia exigen de él: se mesa los cabellos, se arranca los botones, puñetea y patalea y, acto seguido, comienza a romper con gran estrépito vajilla de Sajonia, cristal de Murano, porcelana de Sevres. En ese momento, cuando su crisis alcanza el paroxismo, suenan tres golpes en la puerta. Casimiro aplaza un instante la destrucción de un aparatoso tíbor de la dinastía Ming, esperando todavía que uno de sus criados acuda a abrir. Luego, con crecido despecho, vuelve a descargar su furor sobre estatuas y aparadores. Entonces otros tres golpes, perentorios y graves, hacen temblar la puerta. Casimiro duda un instante, deja un jarrón, se acerca a la puerta, la abre. Allí, en el umbral, se recorta la figura de un hombre corpulento, imponente, de pelo y barbas blancas ondeando al viento, que levanta un grueso libro en el extremo del brazo. (En este punto, mi hija Lucía siempre interrumpía mi relato para anunciar con un grito de júbilo la identidad del visitante). No es Dios, claro está. ¡Es Karl Marx! Casimiro contempla horrorizado esta aparición. Luego Karl Marx alza el pesado tomo y lo deja caer sobre la cabeza del niño mimado: inmediatamente Casimiro, en medio de una sucesión de chasquidos y resplandores, queda transformado... ¡en un cerdo enanito! Tras innumerables fatigas, al borde del desmayo, habiendo consumido todas sus latas de atún enanitas, rotos por la marcha y la inanición, los ocho enanitos de la familia enanita, después de un periplo de años -medidos en cronología enanita- a través de salas, salones y saloncillos, llegan en ese momento al vestíbulo. Allí, cuando están a punto de sucumbir al hambre, descubren -oh milagro- un cerdito enanito que hoza salvaje entre los pelos de la alfombra. El papá enanito saca su lazo enanito de cazar cerdos enanitos, lo prende, lo mata, lo ensarta en un espetón enanito y lo asa a continuación en una hoguera enanita. ¡La familia enanita se ha salvado gracias a este alimento providencial! Cada vez que contaba esta historia, la aparicion repentina de Karl Marx en la última escena, como enderezador de entuertos, me hacía pensar inevitablemente en la bruja Avería. Luego, reflexionando, esta asimilación se me antojaba un poco extraña. Es verdad que el carácter adventicio, irrumpiente, de la intervención de Marx aquí y de Avería en los "Electroduendes" corresponde técnicamente al artificio conocido en la tragedia antigua como deus ex machina, con el que se venía muy frecuentemente a interrumpir y coronar la trama contra la lógica de los acontecimientos; pero, al contrario de lo que ocurre con el Marx de Casimiro, verdadera deidad salvífica y justiciera, la intervención de Avería es de naturaleza muy diferente. Es exactamente su inversión. Avería se presenta, por así decirlo, como un diabolus ex machina: su propósito es siempre fundiente, gripante y destructivo y sus víctimas, como el pobre Casiano Neón, dignas de compasión. Nada en apariencia más inconsecuente, pues, que esta trampa de la memoria en virtud de la cual, para muchos de los telespectadores de "La Bola", la figura de la bruja Avería permanece indisolublemente ligada a los tizones del marxismo libertario. Durante cuatro años y a lo largo de ciento ochenta guiones, Avería encarna sucesivamente a todas las fuerzas del Mal: el Estado represor, el falso Derecho, la Banca, el Obscurantismo, el Capital Financiero, la Monarquía Absoluta, el Ejército, la Tiranía Homicida. Todos sus mandobles asesinos, día tras día, repetidos y previsibles como en un teatro de marionetas, escogen alegremente sus víctimas en el seno de una galería mediocre y homogénea: asalariados, parados, mendigos, pequeños funcionarios, intelectuales, humanistas, fracasados. Sus damnificados son siempre personajes bobalicones, alienados, bondadosos, modestos, ridículamente virtuosos y optimistas. Su rayo "justiciero", pues, sólo funde, en una aparente paradoja, buena gente, gente de bien, gente inocente que se pasea por el mundo sin perjudicar a nadie. Para comprender esta paradoja conviene fijar la vista en otro rayo famoso, excogitado esta vez por el genio de un gran idealista y revolucionario, encarcelado bajo todos los gobiernos entre 1780 y 1812, que desafiaba desde la prisión a sus contemporáneos y pedía paciencia a sus descendientes: "La lucha por la libertad es monótona y terrible". El tan famoso como calumniado Marqués de Sade, en efecto, hace sufrir a uno de sus personajes una muerte idéntica a la de las víctimas de Avería: en la última página de la novela del mismo nombre, la pudorosa Justine, finalmente a cubierto de toda amenaza tras experimentar las fuerzas del Mal en todas sus formas -violación, esclavitud, humillaciones, golpes-, abre la ventana para disfrutar de su recién conquistada felicidad y es aniquilada por un rayo. Todo lector mínimamente avisado comprende hasta qué punto la trama entera del relato está orientada hacia este golpe de efecto final, desdeñoso a un tiempo de las convenciones de la época y de los refinamientos de la buena literatura, mediante el cual Sade se permite, tras una larga espera, el placer de castigar a Justine como se merece. ¿Castigarla? ¿Por qué? ¿Qué ha hecho? Se puede leer a Sade como a un mal filósofo, digresivo y farragoso, o como a un vengador imaginario. Aturdidos por el verbo excesivo de sus libertinos, se nos olvida siempre analizar el criterio con que éstos seleccionan a sus víctimas. A Noirceuil, Durcet, Curval y sus compinches no les produce placer violar, vejar, torturar y asesinar; lo que les produce realmente placer es violar, vejar, torturar y asesinar a hombres buenos. Sade, en efecto, está menos preocupado por reivindicar el vicio que por denunciar la virtud, que es la que ha arruinado su vida y malbaratado sus ideales. Pone mucho menos empeño -o al menos lo hace mucho peor- en defender a los libertinos que en atacar a las víctimas. Los buenos, los virtuosos, los inocentes, los sumisos, al Marqués le repugnan. Podemos decir, por tanto, que así como Dante construyó un inmenso poema -más allá de para un fugaz reencuentro con Beatriz- con el único propósito de vengarse de sus enemigos y concibió en todos sus detalles un angustioso infierno para poder situar en él a los Papas patas arriba, así Sade, tan inofensivo en la vida real, empleó sus veintiese años de cárcel en imaginar un mundo en el que pudiese descargar todo su rencor contra los buenos y virtuosos; un mundo en el que los buenos y virtuosos sufriesen un destino menos ambiguo que la pobreza o la desdicha y casi automáticamente proporcional a su docilidad; un mundo, en definitiva, en el que los buenos y virtuosos recibiesen sin ambages su merecido. ¿Cuál es su "merecido"? Los golpes, las violaciones, las torturas; es decir, ser tratados como puros "objetos" desprovistos de alma y de dignidad. ¿Y por qué habrían de merecerlo? Precisamente por haberse comportado siempre, en su virtud y bondad mansuetas, como puros "objetos" desprovistos de alma y de dignidad. Esta es la paradoja y la invitación del Marqués: todo el que no se rebela contra el Mal merece sucumbir a él. Sus libertinos -encarnación, no lo olvidemos, de la nobleza degenerada del Antiguo Régimen- están castigando a los que no se atreven a combatirlos. Los atropellos del Tirano son el castigo que éste inflige a sus súbditos por soportarlos. Hay una prueba a contrario de que Sade está más interesado en escarmentar la bondad que en hacer triunfar el vicio. Crucemos la línea y vayamos al otro lado, al universo libertino, del que Juliette, la monstruosa hermana de Justine, constituye el emblema más puro. Réplica e inversión de la comunidad moral, como elocuentemente expresa la imagen del parentesco, la comunidad libertina constituye un mundo frágil, inestable, autoregulado, en el que la aplicación misma de los principios que defienden sus libertinos los expone a sufrir en cualquier momento la misma suerte que sus víctimas. Es un universo de relaciones precarias que hay que reconstruir y asegurar desde el principio todos los días, en el que la negociación ininterrumpida acompaña a la traición siempre posible, en el que el acuerdo es tan efímero y coyuntural como las propias combinaciones libidinales de los cuerpos; un mundo, pues, regido por un régimen de competencia despiadada en el que la supervivencia sólo está asegurada, y sólo provisionalmente, para el más fuerte. En él no caben la amistad, la fidelidad, el compromiso; pero tampoco la seguridad, la relajación, la pausa: las "máquinas" de placeres del sadiano están siempre en funcionamiento, en búsqueda siempre acuciante, como en Las 120 jornadas de Sodoma, de una reproducción ilimitadamente ampliada. No es un mundo bonito. No es tampoco un mundo de sujetos libres. Pues en él, ni siquiera los usufructuarios de estas "máquinas" son dueños de nada; como sus víctimas, pero del otro lado, son los "títeres" de esa fuerza reguladora, loca, sobrehumana que Norceuil, Durcet y compañía invocan una y otra vez en sus discursos y a la que someten sus cuerpos y voluntades: la Naturaleza. Quizás esta sumaria descripción baste para despertar en nosotros un eco familiar. Esa Naturaleza que dispone placeres desiguales en un marco de guerra total, esa Naturaleza que mata aquí y obliga a matar allí, esa Naturaleza que necesita cantidades siempre crecientes de energía que dilapidar, ¿no es en realidad una economía? ¿No es nuestra Economía? Combinando el poder material de los tiranos y la voracidad sin límites del deseo, ¿no estaba Sade ofreciéndonos, sin saberlo, la metáfora anticipatoria de nuestro Mercado capitalista autoregulado y global, al que debemos someter nuestras voluntades y nuestros cuerpos tanto para gozar como para sobrevivir, si es que no decide sencillamente que suframos y muramos? En este mundo de guerra total, en este reino del Mal, el del Mercado-Naturaleza, la virtud es más que completamente inútil: es un obstáculo. Oponiendo Justine a Juliette, las dos gemelas contrarias, Sade toma partido contra Justine no porque tome partido por Juliette sino porque, frente a Juliette, Justine no sabe hacer otra cosa que rezar, suplicar, lloriquear y confiar en la Providencia Divina. De ahí, si se quiere, el carácter "humorístico" de ese rayo dirigido, al mismo tiempo, contra el cuerpo de la virtuosa y contra sus creencias: hay una especie de Dios ahí arriba, sí, pero si se ocupa de nosotros es llevado tan solo de sus propias necesidades: no tiene plan más grandioso que el de hacerse cada vez más grande ni reserva otro destino a los hombres que el de servirse de ellos como instrumentos de reproducción. En un mundo gobernado por la Naturaleza y gestionado por Juliette, la virtud no puede derrotar al vicio, no puede nada contra él; de hecho, lo multiplica, lo exacerba, lo reproduce, pues el vicio surge contra la virtud y al mismo tiempo para castigarla. Sade, como Avería, hace una crítica de eso que la sociología marxista llamaba -con razón o no- "alienación"; desmonta todos sus mecanismos exponiéndolos al desnudo bajo la forma hiperbólica, grotesca, increible, de sus libertinos y sus santurrones. Sade, como Avería, viene a decirnos: en el reino del Mal, bajo el gobierno del Mercado-Naturaleza, el bien es un pecado, la virtud es un delito de lesa humanidad contra la dignidad del hombre, ser inofensivo constituye una falta gravísima de insolidaridad criminal. El que se preocupa de su alma ofende su propio cuerpo y amenaza el de los demás. No derribar la Bastilla, en fin, es un gravísimo pecado que merece un castigo terrible. El rayo que mata a Justine, como el gripante y fundiente de Avería, viene a castigar precisamente el delito de no rebelarse contra el Mal, el pecado de aceptarlo como si formara parte, en efecto, de la Naturaleza. En el mundo del Mal, en suma, hay víctimas y verdugos y sus papeles son probablemenete intercambiables, porque lo que no hay -desde luego- es inocentes. Aparte de Sade y Avería, nadie como Brecht supo entender, y condenar con irritado desdén, esta manía privada de comportarse bien en un universo público reglamentado, al margen de las voluntades individuales, por el Mal. La virtud no cambia nada. ¿No hay que cambiarlo, el mundo? La virtud, pues, es peor que inútil: es también un vicio. "Un país en que el pueblo se puede administrar a sí mismo", escribe Brecht en 1.937 en su famoso Me-ti, "no tiene necesidad de dirigentes particularmente brillantes. Un país en que no se puede oprimir no tiene necesidad de un particular amor a la libertad. No teniendo que padecer injusticia, no se desarrollará en él un particular sentido de la justicia. Si la guerra no es necesaria, no lo es tampoco el valor. Si las instituciones son buenas, el hombre no debe ser particularmente bueno. Pero entonces, es cierto, se le ofrece la posibilidad de serlo. Puede ser libre, justo y virtuoso sin que ni él ni los otros sufran por ello". Si se necesita ser particularmente bueno es que algo va francamente mal. Maldita la época -sí- que necesita héroes y santos. De este modo Avería, ensañándose con los inocentes, escarmentando a los inofensivos, triturando a toda esa buena gente que se ocupa sobre todo de su propia alma, nos enseña la misma lección que Sade o Brecht: en el reino del Mal la virtud no merece un particular respeto o admiración: merece, más bien, un severo castigo. No se puede transformar el mundo con la varita de masturbar nuestras virtudes: hay que derribar la Bastilla.
Queda en pie, en todo caso, el hecho de que la bruja Avería no sólo es pedagógica: además resulta simpática. ¿Por qué? "¡Viva el Mal, viva el capital!". El grito de batalla de nuestra bruja integra todas las paradojas a las que debe su subversiva potencia y su irresistible encanto. Pues el problema es que el capital es, en efecto, el Mal, pero no el demonio: no puede, pues, vitorearse a sí mismo. Tanto el Diablo como sus adoradores pueden tener gracia. Despliegan tanto entusiasmo, comprometen tanta pasión, obtienen tanto placer en su obra de destrucción que la propia víctima se siente de algún modo inclinada a la indulgencia. Para el bien o para el mal, el entusiasmo es siempre tan ingenuo que no puede romper nada sin despertar un poco de envidia y un poco de admiración. Pero el Capital, que no es el Demonio, no tiene tampoco adoradores; tiene sólo servidores. El capitalismo, una estructura autorregulada de guerra total, es hasta tal punto exagerado en sus manifestaciones que sus víctimas hay que contarlas por millones; pero sus servidores no son exagerados: hablan en voz baja, visten sobriamente, se encandilan con Walt Disney, odian la violencia. El capitalismo es dantesco y rabelesiano: mata por hambre, por amianto, por uranio, quasi per ignis -como decía San Pablo- y por desesperación; y al mismo tiempo derrocha, despilfarra, dilapida millones de toneladas de leche, de trigo, de tomates, arranca a la naturaleza sus tesoros y luego los arroja a la basura. Pero sus servidores son más bien victorianos: olímpicos, distantes, moderados, exquisitos, irreprochables. Como el personaje de Brecht se limitan a describir con circunspección la necesidad de este proceso: "Si no doy de comer a mis perros no es por crueldad, es que si engordasen me arruinarían el negocio". ¿Qué ocurriría si de pronto Berlusconi o Bill Gates, tan disciplinados y sobrios, convocasen una rueda de prensa para gritar a voz en cuello, desmelenados y desabotonados, "¡viva el mal!¡viva el capital!"? ¿Qué pasaría si, entre hipidos de alegría y carcajadas irreprimibles, explicasen el placer que sienten dejando en ayunas a sus perros, la felicidad que les produce dejar sin cacao al Brasil o sin filetes a los etíopes, el orgasmo de júbilo que les sacude la espina dorsal cada vez que se cierran doscientas escuelas en Indonesia y doscientos hospitales en Irak? El Emperador Bokassa (que uno siempre imagina provisto de una gran "bocaza") era después de todo humano y su afición a comer niños hoy nos la representamos como un rasgo excesivo de vitalidad y salud física: se puede bromear. Pero con Bill Gates o Berlusconi ni siquiera se puede bromear. Si se comieran alguna vez un niño, con parmigiano o con ketchup, no lo harían como cumple a un buen gourmet, por placer, por salud física y mental, sino sacrificándose para que suba la bolsa o bajen los tipos de interés. Por desgracia esta diferencia es, sin embargo, muy seria. Porque es más fácil rebelarse contra Juliette o contra Bokassa que contra Berlusconi o Bill Gates. Los libertinos de Sade tienen que hacer discursos muy sofisticados para convencer a sus víctimas de que la Naturaleza está regida por el vicio y de que su papel, en consecuencia, es el de someterse a sus designios. Nuestro mundo no necesita de discursos: está realmente regido por el Mercado capitalista. No es necesario que nos convenzan con cínicas peroratas libertinas. Bajo la guerra total del capitalismo, las exageraciones son de tipo estructural, y diseminan sus efectos por millares de puntillas y sin aparente responsabilidad, en una catástrofe silenciosa y permanente, mientras que los discursos, en cambio, son moderados, bienintencionados y morales. Frente a ellos -se entenderá- todo discurso disidente que apunte a la estructura parecerá naturalmente exagerado o, según la descalificación ideológica más frecuente, "demagógico". La bruja Avería, al personificar la estructura inasible del Mercado capitalista, le hizo decir todo aquello que se limita a poner en obra; desenmascaró, pues, al monstruo escondido bajo la bonhomía filantrópica de los verdugos e iluminó toda la responsabilidad inexcusable de sus víctimas. Pero, al dar la palabra a un conjunto de relaciones inhumanas, transformando una estructura en un dragón, la revistió de una cierta dimensión "humana". Hizo olvidar que el Mercado no es Bokassa, que la deslocalización no es Juliette, que la globalización no es Luis XVI; hizo olvidar que el capital es una relación y que en ella la virtud es inútil, sí, pero el vicio no aparece por ninguna parte; y que si contra el Mal se necesita una política (la única posible: revolucionaria) y no bondad o inocencia, solidaridad o buena voluntad, es justamente porque sus servidores no son diabólicos, no disfrutan haciendo el mal, no tienen ni siquiera esa disculpa. Si se necesita una política es porque tanto las oraciones como los magnicidios son incapaces de cambiar este mundo. Hay que derribar la Bastilla. La bruja Avería nos enseñó a desconfiar de la virtud y expuso bajo la luz del sol las exageraciones dantescas y rabelesianas que el capitalismo no necesita declarar como dinamis porque las realiza siempre como energeia. No nos dejó instrucciones precisas ni orientaciones estratégicas, pero nos señaló con su dedo la figura sombría de la siniestra Torre. En la lucha que está por venir, cuando la guerra total se convierta en combate, que su rayo infalible y su carcajada purísima nos acompañen y amparen.
En 1992 esta misma editorial publicó una primera selección de guiones, "¡Viva el Mal! ¡Viva el Capital!", en cuyo prólogo llamaba yo la atención del lector sobre el hecho asombroso de que esas piezas de marxismo incendiario hubiesen sido realmente emitidas por TVE. Acababa de terminar la primer guerra del Golfo y en España el PSOE había dejado ya muy clara (OTAN, GAL, reforma del mercado laboral, ley de extranjería, corrupción generalizada) su voluntad de gobernar a derechazos y, aún más, de destruir y eliminar toda oposición de izquierdas. Entonces las peroratas de Avería eran un poco más actuales que cuando se emitieron por televisión. Hoy, en el umbral de una segunda y más mortífera guerra del Golfo, después de una década de neoliberalismo globalizador que necesita de misiles y leyes de excepción para imponer su benéfica "espontaneidad" por todas partes y con el PP en España maniobrando disciplinadamente hacia la dictadura, hoy las peroratas de este libro son aún más actuales y es aún más asombroso pensar que fueron pronunciadas hace 15 años en pantalla. En una relación de inversa proporcionalidad, cuanto más actuales son menos creíble es que se emitieran en el mismo medio que hoy emite Operaciones Triunfo y Grandes Hermanos en todas las cadenas. La bruja Avería nació en la edad moderna para anunciar la edad de piedra y su actualidad es, por desgracia, la actualidad del pasado más siniestro: la actualidad de un nuevo fascismo "democrático" (como ya advertía Brecht) para el que estos mismos guiones resultan ya un poco demasiado fuertes, agresivos, subversivos, precisamente porque se ocupan de él y lo denuncian. Esperemos que haya en ellos todavía la suficiente "exageración" –la suficiente extemporaneidad- como para que sigan haciendo reír. Porque a veces tengo la culpable sensación de que es la bruja Avería la que nos gobierna –pero su rayo es de verdad y sus víctimas somos todos. Y que estas soflamas swiftianas, escritas para iluminar satíricamente un horror incipiente y llamar a la lucha contra la globalización, son ya de hecho el programa político oficial del Cuarto Reich.