No es insultar ni el honor ni la dignidad de España el plantear abiertamente la pregunta que quema en la boca de la mayoría de los amigos de este país: ¿por qué, en relación con Irak, el presidente José María Aznar se ha metido en el lío británico-estadounidense? ¿Cómo es posible que España sea cosignataria de una resolución-ultimátum dictada por George W. Bush y defendida fanáticamente por Tony Blair? Porque la consecuencia más increíble es la siguiente:
en unos días, siguiendo a Estados Unidos y Gran Bretaña, España va a declarar oficialmente la guerra a Irak. Sí, declarar la guerra, hacerla, cuando la opinión pública mundial, la comunidad política internacional y, sobre todo la opinión pública española, se oponen a ella. Increíble, pero cierto. ¿Cuáles son las razones? Podemos tratar de comprender las posibles motivaciones del Gobierno español. Está la explicación de la acusación a priori: Sadam Husein es un peligro para la paz mundial. Hay que acabar con su régimen. Pero, si la voluntad de destruir este régimen es evidente entre los partidarios de la guerra, nadie cree seriamente que Irak represente hoy una amenaza para la paz mundial. Este país ya no tiene los medios para hacer la guerra. Los expertos de la ONU así lo afirman. En cuanto al pueblo iraquí, está severamente afectado por 12 años de embargo. Por lo tanto, sería insultar la inteligencia del presidente Aznar creerle sinceramente convencido por la cháchara estadounidense sobre la "amenaza iraquí". En cambio, al negarse a tener en cuenta las conclusiones de Hans Blix y de Mohamed el Baradei, contribuye a desacreditar a la ONU, de la que los inspectores han recibido el mandato. En segundo lugar está la explicación de la lucha contra el terrorismo: al apoyar a EE UU frente a Irak se compraría el apoyo estadounidense contra ETA. Cínico e inhumano, este argumento supone mezclar las cosas de forma escandalosa: ¿qué tiene que ver el pueblo iraquí con el terrorismo en España? Y su principal aliado en esta lucha, ¿es Francia o EE UU? Peor aún: si este análisis figurase dentro de los cálculos del Gobierno español, ¿acaso no favorecería más bien el acercamiento de los movimientos terroristas islamistas con los terroristas en España, en vez de lo contrario? La tercera explicación podría ser el pasado histórico: al Gobierno español le gustaría cerrar un viejo conflicto psicohistórico que desde 1898 opone a España con EE UU. En adelante, ambos países -mala suerte para los futuros muertos iraquíes- deben avanzar juntos, sobre todo en Latinoamérica, ahora que el ALCA se perfila. Es pueril, ya que este pasado español no es un tema de preocupación en EE UU. Lo que interesa a Wall Street son ante todo los negocios:
¡Business first! Está asimismo la explicación de la atracción por la "grandeur" (versión española): al apoyar a EE UU, España buscaría un asiento en el G-8, templo de los países ricos. Risible. Porque, con los hechos en la mano, España no puede tener un peso mayor al de su riqueza. Un asiento plegable en el G-8 no cambiaría nada en la relación de fuerzas económicas a nivel mundial. El PIB no engaña. Por último, está la explicación de la voluntad de establecer, más allá de EE UU, una verdadera alianza estratégica con Gran Bretaña con el objetivo de lograr una inflexión respecto a Gibraltar y crear un polo de equilibrio frente al eje franco-alemán. ¡Nada más hipotético! Porque la experiencia demuestra que Gran Bretaña avanza en zigzag en relación con Gibraltar y, con respecto al eje franco-alemán, para España es más importante encontrar un lugar en su interior que fuera de él (utilización común del euro, acceso a los fondos estructurales, intereses compartidos con Francia sobre la Política Agraria Común, etcétera). Mejor aún: Francia y Alemania son para España aliados tradicionales y privilegiados; en razón de los problemas planteados por la ampliación, Francia lo será todavía más. La alianza franco-española podría ser una variable estratégica decisiva en el futuro. Por último, es evidente que para Gran Bretaña, al igual que para EE UU, los interlocutores privilegiados en Europa son ante todo Alemania y Francia. No hace falta ser un diplomático experimentado para comprender que, en cuanto EE UU y Gran Bretaña se apoderen de las riquezas petrolíferas de Irak, harán todo lo posible para lograr acuerdos con Francia, Alemania y Rusia, que representan unos aliados mucho más fundamentales. Así pues, ¿cómo explicar esta alianza con Gran Bretaña en Europa? Una de las razones ocultas tal vez sea el hecho de que, en el fondo, José María Aznar comparte con Tony Blair la misma concepción del Estado- nación. En efecto, en su discurso en Oxford el 20 de mayo de 2002, Aznar declaró: "La Unión Europea es, y deberá seguir siendo, una Unión de Estados nacionales con personalidades diferentes, con historias diferentes y con culturas diferentes. Unos Estados diferentes que han encontrado una forma de obtener una mayor seguridad y un mayor bienestar para sus ciudadanos, a condición de integrarse, de hacer cosas juntos en beneficio de todos". ¿Teme el presidente del Gobierno ver, por ejemplo, al País Vasco y a Cataluña convertirse en micronaciones europeas frente al Estado español? ¿Acaso apoya por este motivo a Gran Bretaña, que rechaza claramente toda dinámica regional y federalista? Pero incluso en esta hipótesis, España está mucho más cercana a Francia, en razón de su tradición estatal, que de Gran Bretaña. En realidad, lo que marca la diferencia es que la concepción nacional británica está acompañada por una visión ultraliberal del mercado, compartida por el Gobierno español.
Así pues, más allá de Irak y EE UU, se trataría de un gran juego europeo emprendido por el Gobierno español. Es imposible pronunciarse sobre estas hipótesis. Puede que se conjuguen, que se entremezclen. Pero puede también que el hecho de apoyar a EE UU y Gran Bretaña esté dictado únicamente por la voluntad de estar del lado del más fuerte. En cambio, lo que es incontestable son las consecuencias desastrosas de esta orientación. En primer lugar, al declarar la guerra a Irak, España introduce una ruptura histórica y simbólica con el mundo árabe-musulmán. Una ruptura seguramente duradera. España no podrá ya desempeñar el papel de puente cultural entre las dos orillas del Mediterráneo. Pero el mundo árabe seguirá siendo una variable estratégica central en los próximos años. Y, poco a poco, terminará por convertirse en un problema interno para la propia Europa. No comprenderlo es no ver la realidad de lo que está en juego en el Mediterráneo. En segundo lugar, es una ruptura de la alianza con Francia y Alemania. Y esto arruinará varios años de trabajo paciente, inteligente y eficaz de la diplomacia española en el gran tablero europeo. Porque, tanto desde el punto de vista de las consecuencias de la ampliación de la UE a los países del Este como desde el de la necesaria estabilización de las relaciones en la cuenca mediterránea, España sólo puede desempeñar un papel significativo en una relación estrecha y solidaria con Francia y Alemania.
Por último, evidentemente esta nueva estrategia no favorece a aquellos a los que pretende ayudar, es decir, a EE UU. Porque éste necesita amigos francos, leales y capaces de impedirle, llegado el caso, cometer errores graves cuando está en juego lo fundamental. Pero el EE UU de Bush, movido por unos intereses cortos de miras, se lanza hoy a una guerra que va a provocar, como señalaron los representantes francés, alemán, ruso y chino en el Consejo de Seguridad, una verdadera "guerra entre civilizaciones". ¿Es bueno lanzarse con ellos al precipicio? Desde luego, resulta difícil comprender lo que hace España en este lío.
Sami Naïr es eurodiputado y profesor invitado de la Universidad Carlos III de Madrid.