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La vieja Europa

4 de diciembre del 2003

Los tentáculos malignos del capital

Alberto Piris(*)
La Estrella Digital

Un amplio reportaje del diario Le Monde sobre el malhadado petrolero Prestige contiene el siguiente y esclarecedor fragmento, que merece ser leído con detenimiento: "Construido en Japón en 1976, capitaneado por un griego, con tripulación filipina y rumana, fletado por una sociedad rusa domiciliada en Suiza, este petrolero enarbolaba pabellón de las Bahamas tras 26 años de haber ostentado bandera panameña, aunque pertenecía a una sociedad liberiana, propiedad de una familia griega residente en Atenas. El accidente fue causado por los trabajos de reparación efectuados en un astillero chino, que fueron inspeccionados por el representante de una sociedad tejana de clasificación naval en los Emiratos Árabes Unidos".

Sería difícil encontrar un ejemplo más evidente de lo que aparece hoy como un tipo perverso de globalización. Los resultados de ese tortuoso laberinto dedicado a algo que aparenta ser un simple proceso mercantil -transportar productos petrolíferos de un punto a otro del globo- están a la vista en las numerosas catástrofes ecológicas y económicas causadas por accidentes de petroleros. La del Prestige es la más reciente y, con toda seguridad, no será la última. A la hora de exigir responsabilidades, de juzgar y condenar a los posibles delincuentes causantes del desastre y de pagar las indemnizaciones exigidas por quienes sufren los efectos de esta cancerígena proliferación del capitalismo más salvaje, acaban siendo los gobiernos -esto es, los ciudadanos con sus impuestos- los que tienen que rascarse el bolsillo y aportar los fondos necesarios. Algo similar sucede con los frecuentes fiascos financieros -como ha ocurrido recientemente en EEUU- producidos por grandes empresas que se ocultan y disfrazan a través de sociedades fantasmas con múltiples tapaderas legales, que ningún sistema judicial puede investigar hasta la raíz, al menos en un tiempo útil, es decir, mientras viven los perjudicados que, en justicia, deberían ser resarcidos.

Usted, estimado lector, como el que esto escribe, pertenecemos -salvo excepciones, que las habrá- al grupo de ciudadanos que pagan sus impuestos, no pueden crear sociedades familiares para atenuarlos ni contratar a los más prestigiosos bufetes de asesoría jurídica que le enseñen las artimañas y triquiñuelas que permiten eludir la contribución a los gastos del Estado. Quizá usted haga alguna chapucilla que cobre en dinero negro o mantenga alguna actividad no declarada que le ayude a salir adelante, compensando la precariedad de su empleo, la carestía de la vivienda y el creciente coste de la vida. Pues sepa usted -sepamos todos- que por encima de nosotros sobrenada una capa social cuya predadora actividad económica, cuya furiosa búsqueda del beneficio y falta absoluta de escrúpulos es la que, en último término, hace naufragar el Prestige, inunda de galipote (siempre se llamó así y es voz incluida en el diccionario) las costas de la Península, perjudica a las poblaciones que en ellas buscan la subsistencia y da un grave pellizco a las finanzas del Estado.

El capitán del Prestige hubo de sufrir la cárcel y vive todavía en libertad vigilada en Barcelona. Es el único que no pudo desaparecer a tiempo de la escena. Pero ¿qué es de los armadores, los aseguradores, los fletadores, inspectores de buques y banqueros que han intervenido en todos los dudosos trámites intermedios que condujeron a la marea negra cuyos efectos todavía se dejan sentir? El reportero de Le Monde ha intentado seguirles a través de una oscura y embrollada pista. Por Londres, Panamá, Ginebra y Atenas se van perdiendo los rastros de un laberinto que también vincula a las Bahamas, Moscú y algún otro pequeño archipiélago perdido en los océanos del mundo. Descubre algunas cosas. Por ejemplo, que los intermediarios rusos que trabajan en Suiza, dedicados a traficar con productos petrolíferos pesados y baratos (fuel y alquitrán), residuos de las refinerías rusas para su uso en las centrales térmicas asiáticas, tienen una consigna: hacerlo deprisa y barato. Esto significa: barcos de desecho, pocas escalas y altos ritmos de trabajo. Un petrolero inmóvil puede costar entre 50.000 y 80.000 dólares diarios.

Es interesante aludir a la conclusión de esta investigación, que tiene lugar en los muelles de El Pireo ateniense, donde se concentran los armadores, sus abogados y las empresas tras las que ocultan sus actividades, todos los cuales aplican la norma de que "para vivir feliz hay que vivir escondido" (de los medios de comunicación, se entiende).

Un armador se sincera ante el periodista y se queja de la inestabilidad de los costes de los fletes y de los escasos beneficios que obtiene. Le explica que los pequeños empresarios tienen que reducir gastos, empezando por los salarios de la tripulación. Por eso recurren a países como Filipinas o India para enrolar tripulaciones que son sobreexplotadas gracias a la legislación laboral que rige bajo la bandera liberiana. "Preferiría una tripulación de griegos, pero cuestan mucho. Así que busco extranjeros a los que les guste el mar y estén bien preparados". Se lamenta de la legislación que a partir del 2007 impedirá que los petroleros monocasco entren en los puertos de la Unión Europea. Por esa razón anuncia que tendrá que dedicarse a traficar en los países del Tercer Mundo. El reportaje concluye con esta fatídica frase: "...la próxima marea negra quizá no se produzca en las costas de Galicia sino en las orillas africanas".

Para los españoles, esto no anuncia ningún consuelo, habida cuanta de que el pasillo marítimo entre el archipiélago canario y la costa africana es uno de los más transitados por la flota petrolera mundial, compuesta en gran proporción por esos buques peligrosos que son el fleco incontrolado de unos tentáculos económicos cuyas raíces parece que nadie es capaz de encontrar y sanear.

* General de Artillería en la Reserva Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)