La vieja Europa
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30 de octubre del 2003
Condenados condenantes
Carlo Frabetti
Rebelión
A raíz del asesinato de José Couso, dije que Ana Palacio --es decir, el Gobierno--, al no condenarlo, le había dado su beneplácito. Y alguien replicó: "Tú no condenaste los atentados contra las Torres Gemelas, incluso escribiste un artículo titulado No podemos condenar los ataques del 11- S (www.nodo50.org/contraelimperio). Si la no condena de Ana Palacio significa que aprueba el asesinato de Couso, por la misma regla de tres, tu no condena de los atentados del 11-S significa que los apruebas".
Pues no: la regla de tres no es la misma. Ana Palacio --el Gobierno del que forma parte-- sostiene que hay que condenar públicamente cierto tipo de acciones, y que no condenarlas equivale a aprobarlas (y este ha sido, de hecho, uno de los argumentos fundamentales para la ilegalización de Batasuna). Por lo tanto, según sus propios planteamientos, cuando Ana Palacio --es decir, el Gobierno-- no condena un crimen flagrante, lo aprueba.
Yo, por el contrario, no soy partidario de las "condenas" públicas, por razones que he expuesto en numerosas ocasiones y que se pueden resumir en dos:
1. El término es improcedente. Si nos ceñimos a su sentido jurídico, quienes tienen que condenar son, en todo caso, los jueces, y solo tras un juicio que demuestre la culpabilidad de los acusados. Y en el sentido religioso, tan arraigado en nuestra cultura, condenar equivale a demonizar, a negar a priori toda posibilidad de negociación o diálogo, y a justificar cualquier medida represiva contra los demonios y su maligno "entorno".
2. Las "condenas" no son imparciales ni equitativas. De las muchas cosas "condenables" que suceden, el Gobierno selecciona las que le interesan y pretende que condenemos esas y solo esas. Y hacerlo equivale, por tanto, a asumir el discurso del poder y corear sus consignas. Concretamente:
condenar los atentados de ETA y solo los atentados de ETA equivale a afirmar que esos atentados son, no ya lo más grave, sino lo único realmente condenable que ocurre en el Estado español.
Es decir: "España va bien y nuestro único problema es el terrorismo, contra el que vale todo menos el diálogo".
Por eso yo no condeno, y en mi caso, por tanto, no condenar no equivale a aprobar. Ni en el de Batasuna (a no ser que la propia organización asuma la equivalencia no-condena=aprobación y así lo manifieste, que no es el caso).
El Gobierno no puede exigirle a nadie que condene públicamente nada. Solo puede --y debe-- exigírselo a sí mismo, puesto que sostiene que no condenar equivale a aprobar.
Decir que Batasuna apoya a ETA porque no "condena" sus atentados, es tan falaz como decir que yo apoyo a Ben Laden porque no "condeno" los atentados del 11-S (suponiendo que haya sido Ben Laden su responsable).
Pero decir que Ana Palacio --o sea, el Gobierno-- apoya a los asesinos de Couso al no condenarlos, es citar sus propias palabras, su propia declaración de principios convertida en declaración de culpabilidad.
En la batalla verbal que libramos contra el poder, las palabras no son solo las armas, sino también el botín. Los poderes establecidos intentan apropiárselas, resemantizarlas en función de sus intereses, convertirlas en fetiches y espantajos. No les dejaremos. No condenaremos lo que ellos quieren condenar (es decir, demonizar y cerrar al diálogo, como cuando se "condena" una puerta o una ventana). No aceptaremos su definición de terrorismo, que sataniza a quien quema una papelera o se defiende de una invasión y exculpa a los torturadores, a los asesinos de periodistas, a los genocidas. No asumiremos el concepto de "unidad nacional" que quieren imponernos quienes niegan el derecho de autodeterminación de los pueblos (a la vez que pretenden convertirnos en una provincia del más sanguinario imperio que ha conocido la historia). No les dejaremos usurpar la palabra "democracia"; no permitiremos que la profane el terrorismo de Estado ni que las farsas parlamentarias la vacíen de significado.