13 de noviembre del 2003
Los límites del poder americano
William Pfaff
Politica Exterior
La administración Bush no ha entendido la actitud de la "vieja Europa" frente a la guerra de Irak. Acusa a alemanes y franceses de antiamericanismo y pacifismo irresponsable, sin darse cuenta de que su política lo ha cambiado todo para Europa.
Existen razones fundamentales para las tensiones transatlánticas de los últimos seis meses. Esto tiene que ver con la natural rivalidad entre un poderoso y dogmático Estados Unidos y una igualmente poderosa Unión Europea, pero que aún debe determinar su papel y carácter políticos. Para abordar esas razones y su origen, podría ser útil recapitular la actual situación entre EE UU y Europa tal como se ha desarrollado desde la confrontación en las Naciones Unidas en torno a la intervención en Irak, y con mayor perspectiva desde que la administración de George W. Bush replanteó su política exterior y de seguridad tras los ataques terroristas de 2001 en Nueva York y Washington.
El secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, trazó a comienzos de este año una plausible - aunque polémica- distinción cuando se refirió a una "vieja" y una "nueva" Europa, dado que la historia de Europa central no es más "nueva" que la occidental. Los países de Europa central y oriental son nuevos en cuanto a su independencia post-soviética, y sus relaciones con la UE y EE UU están aún por definir, en tanto son nuevos miembros de una Alianza Atlántica en sí misma en crisis, o candidatos simultáneamente para la integración en la OTAN y la ampliación de la UE. Su principal prioridad en este periodo post-soviético es la seguridad, por lo que no sorprende que hayan percibido que su seguridad radica ante todo en sus relaciones con un todopoderoso EE UU a través de la OTAN, el instrumento tradicional del poder americano en Europa. De ahí que en el debate surgido sobre la invasión de Irak, de intrínseca reducida relevancia para la "nueva" Europa, era razonable -"normal"- que los gobiernos de Europa central y oriental (y los bálticos) hicieran lo que Washington quería.
Es importante señalar, sin embargo, que la opinión pública de la región fue poco comprensiva con la política estadounidense en Oriente Próximo. Los nuevos gobiernos europeos defendían sus intereses nacionales en una situación difícil. Su posición, como mostraron las encuestas, tuvo poco que ver con el apoyo a la política de EE UU en Oriente Próximo, que casi no les concernía o interesaba, y mucho con sus percepciones sobre la vulnerabilidad de su seguridad en Europa.
Por otra parte, la denominada por Rumsfeld "vieja" Europa, los Estados más antiguos de la UE y sobre todo aquéllos que la crearon (Francia, Alemania, Benelux e Italia) tienen la confianza y el poder necesarios para diferir de EE UU en asuntos de política exterior y, de ser necesario, incluso para desafiarlo. Así, con la decisión adoptada respecto a Irak, sus gobiernos no sólo reflejaron la opinión popular reinante en sus países sino la predominante en toda Europa occidental. La opinión pública de España e Italia, dos países de la vieja Europa, además de la de Reino Unido, cuyos gobiernos dieron un apoyo incondicional a EE UU en Irak, fue más hostil a la política de EE UU que la de Alemania y Francia. Incluso en Reino Unido, tradicional aliado de EE UU, la opinión de la mayoría se opuso a la intervención en Irak hasta el momento mismo en que las tropas británicas se vieron envueltas en la lucha, y desde entonces el primer ministro, Tony Blair, ha estado pagando un alto precio político por una decisión adoptada en contra de la opinión de sus ciudadanos.
Europa: 'nuevos' y 'viejos'
Las divisiones en Europa son por ello mucho más complejas que las planteadas por Rumsfeld. Lo "nuevo" (integrado sobre todo por los Estados del antiguo Pacto de Varsovia) se enfrentó a lo "viejo". En el interior de Europa occidental hubo división entre los gobiernos opuestos a la política de EE UU (tal como se adoptó; una política exterior norteamericana más hábil y menos brutal podría haberse ganado el respaldo limitado de Francia y Alemania para la intervención), Reino Unido, España, Italia y en menor grado Dinamarca y Holanda, que apoyaron a Washington (aunque sólo España e Italia aportaron tropas y policía militar). En cada uno de estos casos, sin embargo, la opinión pública se mostró firmemente contraria a la guerra.
El hecho de que fuera así, y la reacción de la administración Bush a la oposición de Alemania, Francia y Bélgica a sus iniciativas en el Consejo de Seguridad y la OTAN, deben apreciarse como la última expresión de ciertas desavenencias transatlánticas desarrolladas en los últimos años, a medida que la fortaleza económica de la UE y sus intereses comerciales han comenzado a percibirse en Washington como amenazas potenciales a la preeminencia global de EE UU y, a la vez, a la creciente disposición que ha mostrado la UE a desafiar, en los tribunales europeos y en la Organización Mundial de Comercio, las prácticas comerciales y financieras de Washington. Los conflictos de interés y la rivalidad comercial son aspectos "normales" de las relaciones económicas y comerciales entre dos grandes potencias del comercio mundial, pero cada vez más se ha hecho evidente un cierto resentimiento entre EE UU y la UE.
También ha habido una crisis persistente en la OTAN, a pesar de su ampliación, lo que ha tenido mucho que ver con la búsqueda de un nuevo papel para la Alianza en la era post-soviética. ¿Es la OTAN hoy una alianza de iguales? ¿O es una "caja de herramientas" de recursos y unidades militares especializadas cuya única función verdadera es servir como auxiliar a las fuerzas de EE UU? Las tensiones provocadas por el uso que ha hecho EE UU de la Alianza han impulsado los esfuerzos europeos para crear una fuerza de reacción rápida bajo mando europeo. EE UU -sin duda correctamente- ha visto en ello la semilla de un ejército europeo o de una alianza independiente de Washington. El resultado ha situado a la alianza transatlántica en lo que algunos consideran el camino hacia una posible tensión terminal, al menos como alianza militar operativa.
La OTAN podría sobrevivir a esta crisis, pero es probable que lo haga sólo como una estructura que provea de nuevas bases a EE UU en la Europa ex comunista, y como una asociación esencialmente política que integre a los ejércitos del Pacto de Varsovia en la comunidad militar occidental (a través de la Asociación para la Paz). EE UU ha optado por un camino, y los países de la UE miembros de la OTAN por una dirección opuesta.
Esto refleja cambios fundamentales en la percepción estadounidense de Europa y en la de ésta respecto a EE UU. Washington -al menos el Washington neoconservador- ve a la UE como una creciente amenaza a la preeminencia global de EE UU. A su vez, éste es visto en Europa como una amenaza significativa a su soberanía e independencia.
El gobierno y la clase política norteamericana parecen no entenderlo. Durante el pasado verano asistí a una media docena de conferencias y seminarios que reunieron a especialistas y analistas políticos, además de funcionarios -retirados o en ejercicio- de ambos lados del Atlántico, para discutir sobre el futuro y asuntos de actualidad. Los puntos abordados diferían: relaciones italo-norteamericanas, seguridad europea, asuntos económicos y financieros globales, cuestiones relativas al orden mundial. En cada una de ellas, dondequiera que empezaran las discusiones, rápidamente derivaban al debate entre los europeos sobre cómo hacer frente al nuevo EE UU de la administración Bush, visto por un número cada vez mayor de europeos como un factor perturbador de la paz mundial y un riesgo potencial para la seguridad, incluida la de sus propios aliados.
En todas esas reuniones, la política exterior de EE UU encontró pocos defensores europeos. Algunos de los participantes británicos expresaron su simpatía, pero no todos. Ningún alemán, italiano, holandés o escandinavo defendió la política de EE UU en las reuniones a las que asistí. Incluso los británicos dijeron que las relaciones euro-norteamericanas habían cambiado en aspectos importantes, y que los intentos de Europa por buscar una política autónoma y sus propios recursos de seguridad estaban justificados. Todo ello dicho con poco entusiasmo. A nadie le gusta la situación.
Los "viejos" europeos, como muchos de los "nuevos", simplemente ya no están de acuerdo con EE UU. Discrepan sobre el alcance o la naturaleza de la amenaza terrorista. No creen que Osama bin Laden sea una amenaza global. No asumen la percepción que tiene Washington de los llamados "Estados delincuentes". No están de acuerdo con la guerra preventiva o el choque de civilizaciones, la política de EE UU en relación al conflicto entre Israel y Palestina, la demonización del islam o el control por parte del Pentágono de la política exterior de EE UU.
Esas opiniones son interpretadas en EE UU como "antiamericanismo". La verdad, como dijo una importante figura (conservadora) de la "nueva Europa", ex comunista, en una de las reuniones del verano, es que la política de la administración Bush y el trato que da a sus aliados ha convertido en antiamericanos a los amigos de EE UU. Esta persona dijo que a lo largo de su vida política había sido un admirador y defensor de EE UU contra sus críticos izquierdistas europeos, pero que en la actualidad él mismo se había convertido en lo que denominó un "nuevo antiamericano", que definió como "ex anti antiamericanos, ahora forzados a convertirse en antiamericanos ellos mismos". Añadió que, en su propio país, el embajador estadounidense se había comportado recientemente como lo hacían los embajadores de la Unión Soviética antes de 1989 y eso era inaceptable.
Washington y la clase política norteamericana no parecen haber entendido en absoluto lo que ha ocurrido. Culpan a franceses, alemanes y belgas de recurrir al antiamericanismo por razones electorales, de alentar un pacifismo irresponsable o de expresar "nostalgia" por su pasado de poder y gloria (la habitual crítica norteamericana a Francia). O dicen que la sociedad europea ha sido siempre antiamericana (o antisemita, acusación que circula cada vez más entre los neoconservadores estadounidenses e israelíes). Creen que esas "explicaciones" resuelven el problema. Les gusta decir que Europa no entiende que el 11-S "cambió todo" en EE UU. Pero no comprenden, por su parte, que las consecuencias del 11-S también han cambiado todo en Europa occidental.
Los neoconservadores de Washington con los que coincidí en Europa en las primeras semanas tras la victoria en Irak, hicieron alarde del poder norteamericano y exigieron disculpas a los europeos por no haber apoyado a EE UU. Todavía decían que si no se estaba de acuerdo con EE UU uno quedaba condenado a la "irrelevancia". (Desde que la resistencia violenta a la ocupación norteamericana en Irak alcanzó los niveles de agosto y septiembre, su posición ha evolucionado hacia una mezcla de negarse a admitir que existe una crisis y atacar a los europeos por no acudir en rescate de EE UU). Hasta mediados de septiembre, siguieron diciendo que también la ONU era irrelevante en un mundo de poder hegemónico de EE UU. Pero, por supuesto, ahora han regresado al Consejo de Seguridad y a los grandes Estados de la vieja Europa para pedirles su ayuda, aunque sin resultados satisfactorios.
Hasta entonces, los analistas de las universidades y los think tanks americanos se mantuvieron condescendientes con sus audiencias europeas, diciendo que Europa necesitaba "madurar" y enfrentarse a la amenaza terrorista (aparentemente indiferente -o ignorante- a la historia del IRA irlandés, de las Brigadas Rojas italianas y alemanas, de ETA y a las operaciones terroristas en Europa de organizaciones palestinas y argelinas). Hablaron sobre Venus y Marte: la teoría de moda en Washington sobre unos supuestos europeos pasivos, obsesionados con la paz, pero necesitados del liderazgo realista de los duros norteamericanos. Pero durante la pasada primavera, los europeos ya habían escuchado todo eso.
Sin embargo, se tomaron muy en serio las implicaciones. Cada una de las discusiones a las que asistí terminaron con los europeos debatiendo entre ellos sobre qué es lo que se debería hacer para lograr que la política exterior y de seguridad común europea tuviera éxito. Hasta ahora, éste ha sido un debate débil; incluso los ciudadanos de los Estados aliados más atlantistas, los más cercanos a EE UU, se encogen de hombros y dicen: "No hay elección". Las apelaciones bienintencionadas de los atlantistas estadounidenses para fomentar una reconciliación euro- norteamericana, como la impulsada bajo los auspicios del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales de Washington, después de la crisis en torno a la frustrada búsqueda por Washington y Londres en febrero y marzo de una segunda resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que autorizara la intervención militar en Irak, simplemente demostraron cuánto se han alejado ambas partes.
En esa declaración se aconsejaba a los europeos sobre lo que podrían hacer para volver a ganarse la confianza de EE UU y que "éste se sintiera bienvenido en Europa". Incluso entonces, antes de que hubiese comenzado la invasión de Irak, la situación ya era exactamente la contraria. Eran los estadounidenses los que habían perdido la confianza en Europa. Y no la han recuperado.
Nuevos intelectuales americanos
Debemos preguntarnos qué hay detrás de todo esto. Bajo los efectos traumáticos del 11-S, la administración Bush fortaleció una nueva elite y se embarcó en una nueva versión de un rumbo político que, a pesar de su reformulación y estilo neoconservadores, en sus presunciones esenciales se ha mantenido inalterable desde los esfuerzos de Woodrow Wilson para "hacer al mundo seguro para la democracia" tras la Primera Guerra mundial.
Un pequeño grupo de intelectuales radicales norteamericanos, intoxicados por la perspectiva del poder, explotó los ataques del 11-S para convencer a Bush de la necesidad de abandonar la política exterior "humilde", prometida durante su campaña electoral e ir a la guerra contra el "terror, el terrorismo y el mal"--todos ellos objetivos intangibles para una guerra y, como tales, fácilmente manipulables para propósitos indefinidos o inconfesables. Los neoconservadores dieron una versión cruda y arrogante a la concepción "excepcionalista wilsoniana" del papel global de la nación estadounidense y de su destino histórico. Mientras algunos de los nuevos intelectuales se identifican como "hegemonistas benévolos" o "neoimperialistas", otros simplemente dicen que son "neowilsonianos".
Wilson es una figura crucial en la historia de la política exterior americana. Ha influido considerablemente también en el modo en que otras sociedades, sobre todo en Europa, han formado su visión de un EE UU moderno. En 1917 Wilson apeló por una "guerra sin victoria". Sin embargo, cuando Alemania amplió su campaña submarina contra barcos neutrales, mostró la otra cara de su pacifismo sentimental: una determinación férrea para librar una guerra total en pos de su utópico objetivo. Redefinió la guerra mundial como "la guerra para terminar con todas las guerras", con lo que implícitamente dejó entrever que, después de la victoria total, EE UU conduciría a la sociedad internacional hacia un nuevo orden mundial que aboliera la guerra misma.
Cuando llegó la victoria en 1918, y con ella la aparente oportunidad para lograr su visión, dijo que el papel de EE UU en el mundo había sobrevenido como consecuencia de una intervención divina; que Dios había concedido a EE UU la misión de crear una nueva sociedad humana, y que él mismo había sido puesto en la Tierra para cumplir esa tarea providencial. En este punto actuaba de acuerdo al mito fundacional de la sociedad norteamericana. La secta puritana (calvinista) que pobló Nueva Inglaterra en el siglo XVII, los "peregrinos", creían (como posteriormente repitió Ronald Reagan) que estaban creando una bíblica "ciudad sobre la colina". Su noción de estar cumpliendo una misión divina ha impregnado desde entonces, de una manera u otra, a la sociedad estadounidense y a su política exterior.
Esa convicción pertenece tanto a la derecha como a la izquierda. El Partido Demócrata podría ser reelegido en 2004 o 2008, retirando a Bush, pero fue durante la administración de Bill Clinton cuando la secretaria de Estado, Madeleine Albright, proclamó que los norteamericanos ven "más lejos" que ningún otro país porque "su altura es mayor". La globalización fue un producto de esa misma administración. La desregulación de las finanzas internacionales fue propuesta por los primeros partidarios de Clinton en Wall Street como un método para abrir los mercados mundiales a las inversiones norteamericanas. Fue luego articulada por la administración Clinton como parte de la marcha de la sociedad mundial hacia su unificación (y el fin de la historia) en la democracia y el capitalismo de mercado, esto es, una concepción esencialmente utópica. La hipocresía implícita de esa visión no fue evidente para los líderes de la administración.
También fue bajo mandato de Clinton cuando se estableció un sistema sin precedentes en el Pentágono basado en mandos militares regionales, que hoy cubren el mundo entero, con cada comandante como responsable de vigilar el desarrollo de los acontecimientos en su región, de establecer o intensificar las relaciones militares bilaterales con cada país que les recibe, de preparar planes para las intervenciones regionales, bajo los supuestos de una amplia variedad de escenarios que impliquen posibles desafíos, no sólo a los intereses de EE UU sino también a su percepción del orden mundial.
Aun sin intención pero inevitablemente produjo un radical cambio en la distribución del poder sobre la política exterior de EE UU, desde un mal financiado departamento de Estado y una CIA civil, hacia el departamento de Defensa, que ya poseía sus propios servicios políticos y de inteligencia. La prohibición de la Constitución de EE UU de los "ejércitos permanentes" como una amenaza a la democracia ha sido desde la Segunda Guerra mundial desestimada por el Congreso, el ejecutivo y el electorado norteamericanos como si hubiese sido declarada obsoleta por la historia. La creación de esos mandos regionales fue un paso más hacia la militarización de su política exterior, en detrimento de la diplomacia.
Militarizada o no, la política norteamericana permanece bajo la influencia del utopismo que he descrito, y que constituye el trasfondo en buena parte sin analizar para el trabajo de todas las agencias de la política exterior de Washington. Esto impregna la retórica y el pensamiento tanto de republicanos como de demócratas. Es la razón por la cual los estadounidenses pueden creer que la historia tiene la solución definitiva y que su misión es proporcionarla.
El sentimiento tradicional de EE UU según el cual encarna un "nuevo designio político" (como sucesión del autocrático y dinástico siglo XVIII europeo), y como tal en desafío del sistema internacional existente, ha adoptado bajo la administración Bush la forma de un repudio implícito al llamado "principio westfaliano" de la soberanía absoluta de los Estados, el sistema internacional que reconoce poderes múltiples y plurales existente desde el fin de las guerras europeas de religión en 1648.
Imperfecto como es, el sistema westfaliano ha sido desde entonces aceptado por las grandes potencias como parte integral del Derecho internacional y la base de las relaciones diplomáticas. Cuán serio demostrará ser el nuevo desafío norteamericano es algo que está por ver. En principio, es un reto radical, según ha sido articulado en la nueva doctrina estratégica de la administración Bush (anunciada en septiembre de 2002) de ataques preventivos a países considerados unilateralmente como amenazas a la seguridad de EE UU.
El sistema westfaliano ha sostenido que el orden del poder político, militar y económico es plural y que la sociedad internacional está configurada por múltiples intereses, por el poder y por los recursos intelectuales de los gobiernos nacionales soberanos. Hasta la formación de los imperios europeos, este ordenamiento concernía a las potencias europeas. En el pasado fue desafiado sólo por conquistadores mundiales en ciernes (o, en principio, por reformadores mundiales), todos los cuales fracasaron.
El Estado más reciente en hacer una reivindicación ideológica del dominio mundial, basándose en los pronósticos históricos utópicos del marxismo-leninismo, fue la Unión Soviética. Sin embargo, si bien Lenin y Stalin ocuparon todos los territorios adyacentes que las circunstancias les permitieron, e hicieron un inmenso esfuerzo para ganar conversos a escala planetaria, el poder soviético nunca se extendió mucho más allá de las fronteras del antiguo imperio zarista, más los territorios de Europa central y del Este que la Unión Soviética ocupó en la Segunda Guerra mundial. China, cuyo ambicioso mensaje ideológico fue dirigido a la humanidad entera, nunca prevaleció ni siquiera en el propio país: Formosa, Hong Kong y Macao permanecieron fuera de su control.
Los enemigos de esos dos movimientos fueron los más convencidos por ese supuesto poder y sus pretensiones de conquista mundial. Éstas fueron tomadas muy en serio, sobre todo en Washington.
Unilateralismo y ejercicio del poder
El nuevo desafío de la administración Bush implica que la diplomacia ya no es más que un método para regular o conciliar las relaciones entre los Estados, los cuales han sido reconocidos hasta ahora -en principio y legalmente- como iguales, aunque nunca lo fueron, pero el convencimiento de que lo eran prevenía que la diplomacia se convirtiera en una mera expresión del ejercicio del poder, que es la implicación lógica de la nueva doctrina estratégica estadounidense, en la que se dice que EE UU, como única superpotencia, tiene la obligación pública de mantener el orden internacional y el derecho a atacar de forma preventiva a los Estados que considere unilateralmente como amenazas potenciales.
La preeminencia internacional de EE UU desde 1989 y la concepción del actual gobierno sobre cómo debería reformarse el orden mundial han tendido a promover una cierta exageración de su poder real. El dominio militar de Washington no se traduce en un poder político relevante ni siquiera en un poder militar relevante. La capacidad para infligir una destrucción total en otra sociedad, como la habilidad para paralizar un país y sus infraestructuras nacionales con bombardeos "inteligentes" y un mínimo de daño "colateral", no son ninguna de ellas importantes para resolver los problemas reales de las relaciones internacionales. Por el contrario, a menudo se muestran como un obstáculo para las soluciones, debido a que ofrecen seductoras ilusiones sobre el modo en que podrían resolverse los problemas. La fuerza no siempre resuelve las cosas (aunque a veces sí lo haga). La utilidad del poder militar en circunstancias ajenas a la guerra es escasa, y los medios militares son con frecuencia más eficaces cuando realmente no se utilizan que cuando se hace uso de ellos. La amenaza es a menudo más intimidatoria que la ejecución en sí misma, incluso en los casos en que ésta sea un éxito.
EE UU fue una potencia militar más intimidatoria antes de que la ocupación de Irak revelara la confusión de sus tropas al verse enfrentadas al desorden civil, la resistencia popular o la no cooperación de los iraquíes, los dilemas políticos, las inhibiciones y los costes impuestos a una fuerza ocupante y -de nuevo- a su vulnerabilidad ante los ataques guerrilleros.
Cualquier forma de poder tiende a degradarse cuando se utiliza porque la realidad revela sus límites y defectos, y con frecuencia provoca inesperadas y eficaces formas de resistencia. Existen modos de poder e influencia -el "poder blando"- de las que EE UU carece, o que ha derrochado a través de la diplomacia intimidatoria de la administración Bush. En conjunto, la crisis de Irak ha dejado a EE UU en una debilitada posición internacional.
Una de las principales características de la concepción de los asuntos internacionales de la administración Bush ha sido su hostilidad hacia la diplomacia. Ha estado reconstruyendo sus relaciones con otros países como ejercicio de poder, en lugar de utilizarlas como medios de negociación para mediar, arbitrar, acomodar o llegar a compromisos entre diferentes puntos de vista e intereses. Para esta administración, tratar con los demás, tanto aliados como rivales, significa imponer su voluntad y forzar al otro a la sumisión. Incluso dentro de sus más antiguas alianzas europeas, se ha negado a aceptar el principio de iguales que buscan soluciones comunes, y ha tendido a tratar con otros en términos de desigualdad y subordinación.
La reacción a esa transformación de los mecanismos diplomáticos tradicionales en relaciones de poder será casi con toda probabilidad provocar a los interlocutores de Washington a que recurran también al poder. ¿Cómo podrían hacerlo de otro modo? Aquéllos que se sienten militarmente vulnerables harán todo lo posible para proveerse con algún tipo de instrumento que pueda disuadir a las presiones militares estadounidenses, o en los casos de Rusia y China, se verán presionados a fortalecer los medios disuasorios que ya poseen. Se podría decir que Corea del Norte sufre un tipo de psicopatología política, pero su deseo de poseer armas nucleares no es irracional, como tampoco lo es el de Irán. Obtenerlas puede empeorar su situación, pero su impulso es lógico.
Las naciones que no se sienten sometidas a una amenaza militar buscarán, sin embargo, defensas económicas y políticas contra EE UU en un esfuerzo por "contener" la amenaza potencial que perciben de su parte. Europa, y también un Japón movilizado, así como otros Estados, tienen los medios para hacerlo. No obstante, ésa es una perspectiva poco halagüeña en la cual, a su manera, EE UU se convierte en la amenaza contra la que el mundo del siglo XXI tiene que luchar.
Ante las elecciones de 2004
Lo que no sabemos es si este cambio durará en la concepción americana de la situación global y de su propio papel nacional. Tiene graves y potenciales implicaciones permanentes para la naturaleza del Estado americano, y para sus prácticas y valores internos, así como para las relaciones internacionales. Es posible que las elecciones presidenciales de noviembre de 2004 traigan un final abrupto a este nuevo rumbo de la política global, y relegen las actitudes militaristas y unilateralistas que la acompañan a la oposición. Las elecciones presidenciales están a un año de distancia. Sería absurdo decir en este momento que George W. Bush será derrotado, pero el cotidiano acoso al que se ven sometidas las tropas en Irak, el número de bajas, la alienación de los aliados y del apoyo internacional y la enemistad de la opinión pública internacional que revelan las encuestas podrían culminar en un repudio electoral de Bush y sus asesores neoconservadores, que han dominado la política exterior de la administración desde el 11-S. La posibilidad de un grave deterioro de la economía en 2004 se suma a los riesgos políticos que corre la administración Bush.
Sin embargo, incluso si las elecciones infligen a Bush la misma derrota que sufrió su padre en 1992 al buscar la reelección, después de otra guerra contra Irak, el periodo en el poder del Bush más joven habrá marcado una significativa transición norteamericana. Esta política de empleo agresivo y unilateralista del poder para rehacer los asuntos mundiales ha sido justificada por los neoconservadores según los términos de una antigua convicción americana sobre la excepcionalidad nacional y la creencia de que el modelo de sociedad estadounidense está destinado a dominar el mundo, por unos u otros medios.
Si la situación de EE UU en Irak se deteriorara gravemente, ese fracaso podría recrear entre su electorado el tipo de ansiedad y las actitudes aislacionistas que experimentó por última vez tras la guerra de Vietnam. Si esto puede provocar una retirada de EE UU de sus compromisos internacionales es imprevisible. Como fuere, los instintos esenciales de la nación siguen siendo los de una sociedad aislada geográfica y, sobre todo, moralmente.
Es posible que Bush y sus neoconservadores demuestren ser nada más que un episodio excéntrico pero aleccionador, que termina mal, de la historia de la moderna política exterior de EE UU. Por otra parte, podría presagiar otros ejemplos de las vanidades y corrupciones del poder. La historia no suele ser amable con los poderosos.
Núm 96 Noviembre / Diciembre 2003
* William Pfaff es columnista del International Herald Tribune y miembro del consejo asesor de Política Exterior