VOLVER A LA PAGINA  PRINCIPAL
Argentina: La lucha continúa

A 27 AÑOS DE LA MASACRE DE SAN PATRICIO

Por: Eduardo Kimel

(especial para ARGENPRESS.info)


El periodista Eduardo Kimel se refiere al horrendo asesinato de los cinco religiosos palotinos, ocurrido el 4 de julio de 1976. Kimel, prestigioso periodista, fue perseguido por la Justicia y amenazado, por la publicación de su obra: 'La Masacre de San patricio'.

Rolando Savino era el joven organista de la iglesia de San Patricio. Desde chico concurría a la parroquia de los palotinos irlandeses. El domingo 4 de julio (de 1976) se levantó temprano y fue a la iglesia, para asistir a la primera celebración de la misa. Llegó a las siete y media. Había poca gente en la calle, aguardando con frío a la intemperie. Pasaron los minutos y extrañado vio que el templo permanecía cerrado. Algunos feligreses impacientes tocaron el timbre y dieron golpes en las puertas, sin obtener respuesta. A las ocho menos cinco Rolando dio un rodeo a la casa y encontró una banderola semiabierta. Trepó y entró. No percibió ni movimientos. Fue hasta el comedor de la planta baja. Tomó las llaves de la iglesia y abrió las puertas para que los feligreses pudieran entrar. Utilizando otra llave abrió la puerta de la casa parroquial; desde el hall llamó a los padres sin resultado alguno. Vio luces encendidas en la planta alta. Creyó que los sacerdotes se habían quedado dormidos, o que recién se levantaban, aunque esto no fuera normal. Volvió a gritar y, como el silencio continuaba, subió las escaleras hasta el primer piso donde estaban los dormitorios. Un frío helado recorrió su cuerpo. Una presunción lo invadió. Estaba todo revuelto. En las puertas y en la alfombra había inscripciones, que no pudo o no quiso leer. Pensó en un robo. La estufa de gas estaba encendida. Se acercó a la sala de estar. Abrió la puerta y con horror observó los cuerpos ensangrentados de los cinco religiosos tirados en el suelo. Aterrorizado, bajó las escaleras. Entre las personas que aguardaban vio a la señora Celia Harper, a quien conocía; impelido de un desconocido sentido del control le pidió que lo acompañara a la planta alta, sin decir una sola palabra al resto de la gente. A los pocos minutos Rolando y Celia se dirigieron a la comisaría del barrio para comunicar el macabro hallazgo.

Este relato pertenece a mi libro La masacre de San Patricio, una investigación sobre el horrendo asesinato de los cinco religiosos de la comunidad católica palotina de Belgrano R sucedido el 4 de julio de 1976. En las primeras horas de aquel día un grupo de tareas de la dictadura militar ingresó a la casa parroquial y, luego de identificarlos, masacró a los sacerdotes Alfredo Kelly, Alfredo Leaden y Pedro Duffau, y a los seminaristas Salvador Barbeito y Emilio Barletti.

El crimen fue el hecho de sangre más importante que sufrió la Iglesia Católica argentina en toda su historia. Sin embargo, desde aquel 4 de julio poco se hizo para recordar a las víctimas y mucho menos para hallar y castigar a los culpables.

La jerarquía católica argentina mantuvo una llamativa indiferencia, nunca reclamó con la debida fuerza por el crimen; el homenaje a las víctimas quedó circunscrito a las misas que los palotinos les dedican cada 4 de julio. Si se hiciera una encuesta entre la gran masa de católicos practicantes, seguramente una inmensa mayoría no podría contestar a la pregunta: ¿qué fue la masacre de San Patricio?

20 años después del horrendo hecho la congregación palotina ha solicitado a las autoridades eclesiásticas la investigación oficial con el propósito de que los cinco religiosos sean considerados mártires de la Iglesia.

La investigación judicial tuvo dos etapas. La primera encabezada por el juez Guillermo Rivarola en los años 1976 y 1977 no dio con los autores y fue sobreseída provisionalmente aunque hubo evidencias notorias que indicaban la intervención de la dictadura operando en el marco de lo que los represores denominaron la 'lucha antisubversiva'. La segunda fase comenzó en agosto de 1984 y estuvo a cargo del juez Néstor Blondi. Una serie de testimonios dirigieron la sospecha hacia la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Incluso un ex integrante de la Marina, Miguel Angel Balbi relató en el tribunal que un ex 'compañero de armas', Claudio Vallejos, le había confesado su participación en el homicidio juntamente con Antonio Pernías, el teniente de navío Aristegui y el suboficial Cubalo.

Sobre la base de las declaraciones de Luis Pinasco y Guillermo Silva, dos vecinos de la parroquia que fueron testigos de una parte de lo que ocurrió aquella noche, se pudo reconstruir la verdad parcialmente. Se supo que la presencia de dos automóviles Peugeot 504 estacionados frente a la parroquia había despertado la preocupación del joven Julio Víctor Martínez -hijo de un general que había sido designado gobernador por la Junta Militar-, quien realizó la denuncia en la comisaría 37. Luego de mucha resistencia se envió un patrullero al lugar y el oficial a cargo del operativo, Miguel Angel Romano, conversó con quienes estaban dentro de los coches. Desde una casa en la esquina de Estomba y Sucre los jóvenes siguieron los acontecimientos. Cuando el móvil policial se retiraba de la cuadra, Guillermo Silva escuchó una palabras destinadas al cabo de la Policía Federal Pedro Alvarez, quien custodiaba el hogar de la familia Martínez: 'Si escuchás unos cohetazos no salgás porque vamos a reventar la casa de unos zurdos'. Después de un rato los jóvenes vieron cómo varias personas salían de los autos con armas largas e ingresaban a la casa parroquial. Y mucho más tarde escucharon el ruido de un auto arrancando y alejándose a mucha velocidad.

Convocado por el juez Rivarola, Miguel Angel Romano dio su versión sobre lo ocurrido. Reconoció haber estado frente a la parroquia aquella noche e identificado a la única persona que según él estaba dentro de un automóvil Peugeot 504. 'Cuando lo interrogó sobre el motivo de su estadía en ese lugar, esas persona la manifestó que se encontraba allí esperando a una señorita que tenía que salir de una fiesta que es daba a la vuelta'.

En mayo de 1986, el entonces fiscal Aníbal Ibarra solicitó el procesamiento del ayudante Miguel Angel Romano. 'Llego a la conclusión de que el ayudante Romano individualizó a las personas que estaban en uno de los Peugeot y digo a las personas porque el nombrado mintió cuando expresó que sólo encontró a una. (...) En tales condiciones, es evidente que los integrantes del rodado hicieron saber que la intención de ellos no era el general Martínez sino por el contrario 'reventar a unos zurdos'. Esto obviamente tranquilizó al ayudante Romano quien se dirigió entonces a avisar al custodio del mencionado ex gobernador del Neuquén lo que realmente iba a ocurrir'. Ibarra concluía: Romano 'supo en el cumplimento de sus funciones lo que iba a ocurrir en la parroquia de San Patricio y con su actitud -tratando incluso de evitar la posible intervención del custodio del general Martínez- permitió que ello ocurriera'.

Asimismo Ibarra pidió el procesamiento del jefe de la comisaría 37ª, Rafael Fensore por 'la omisión de incorporar al expediente ese importante incidente (la denuncia de Martínez)', que recién fue agregada tres días después del múltiple homicidio.

En junio de 1987, el juez Blondi dispuso el desprocesamiento de Fensore y Romano, haciendo lugar al pedido de prescripción de la acción formulada por los abogados defensores. La causa judicial fue clausurada por segunda vez en forma provisional. Las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, sancionadas durante el gobierno de Raúl Alfonsín, y los indultos decretados por Carlos Menem hicieron el resto. La investigación quedó interrumpida sin indicio que pudiera o pueda ser reactivada. Los asesinos e instigadores nunca fueron castigados.

27 años después, seguimos evocando con dolor a los palotinos asesinados el 4 de julio. Y continuamos exigiendo el juicio y castigo a todos los culpables.

El juicio de la historia

Cuando a mediados de los años ochenta se me propuso investigar y redactar un libro vinculado a la violación de los derechos humanos durante la última dictadura militar, decidí trabajar sobre la Masacre de San Patricio. Era mi forma de contribuir a la construcción de la memoria colectiva, tratando de arrojar luz allá donde la represión más cruenta y la confusión premeditada había pretendido enterrar la muerte de los cinco religiosos en el más infame de los silencios. El libro tenía, en ese sentido, un doble propósito: investigar cómo sucedió el asesinato y demostrar cómo se inscribió en la estrategia del terrorismo de Estado.

Fui parte de la generación de jóvenes que quisimos transformar al país eliminado la injusticia y la desigualdad social. En este sentido, me interesaba indagar y explicar la naturaleza de la represión. Contra la visión construida por los militares y sus aliados civiles que define al genocidio como consecuencia de una guerra entre dos bandos armados donde se produjeron 'excesos' -lamentable tergiversación de la realidad que derivó en la teoría de 'los dos demonios'-, siempre entendí que la represión dictatorial tenía objetivos políticos muy precisos: combatir de aquel proyecto de liberación e instaurar un modelo económico y social basado en la entrega y el empobrecimiento de las masas destruyendo todos los canales de la amplia organización popular que había caracterizado la etapa de la vida nacional abierta por el Cordobazo y cerrada trágicamente el 24 de marzo de 1976. Aquel vasto arco social abarcaba una gran diversidad ideológica desde el peronismo combativo y el socialcristianismo hasta los innumerables grupos de la tradicionalmente atomizada izquierda argentina; contenía a las corrientes obreras clasistas y antiburocráticas; a los agrupamientos juveniles, tanto en colegios y universidades como en los barrios, a profesionales, artistas e intelectuales y a los movimientos de la Iglesia Católica definidos en la 'opción preferencial por los pobres'.

Aunque nunca integraron formalmente el movimiento de curas tercermundistas, el pensamiento y la labor de algunos de los palotinos podrían ser encuadrado en los principios de aquel grupo que lideró el padre Carlos Mújica. Pero más allá de esta cuestión, sujeta aún hoy a controversia, hay una coincidencia en el señalamiento de los objetivos buscados por la masacre. Lo dice Adolfo Pérez Esquivel: 'Los palotinos asumieron un compromiso concreto con el pueblo, pero no era de los que estaban más en evidencia. Sin embargo, se los tomó como una represalia general para atemorizar a las otras órdenes religiosas, obligándolas al silencio'.

Mi libro se publicó en noviembre de 1989. Cuando estuvo en la calle, jamás pensé que podría originar una querella judicial. Y menos que la misma proviniera del juez que tuvo a su cargo investigar el crimen durante la dictadura, Guillermo Rivarola. Quizás fui ingenuo, pero un breve párrafo que le dediqué a evaluar su actuación como magistrado fue suficiente para que me iniciara en 1991 una causa por presuntas calumnias.

En octubre de 1995, la jueza Angela Braidot, considerando que estaba acreditado el delito de injurias, me condenó a un año de prisión en suspenso y a pagarle a Rivarola 20.000 dólares en carácter de indemnización. En noviembre de 1996, la sala VI de la Cámara Nacional de Apelaciones, con el voto unánime de sus tres integrantes, anuló al fallo anterior y me absolvió. Uno de los camaristas, el doctor Carlos Elbert asumió una autocrítica de la actuación de la justicia en estos términos:

'Esa quiebra violenta del orden jurídico consintió un poder judicial comprometido, en carácter de institución legítimamente esencial del estado de excepción, pero sin eficacia suficiente como para cuestionar o limitar el implacable terrorismo de estado impuesto.'

En diciembre de 1998, la Suprema Corte de la Nación, compuesta por la nefasta 'mayoría automática' menemista hizo lugar a un recurso presentado por Rivarola, revocó el fallo anterior y lo devolvió a la Cámara para se dictara nueva sentencia. Así lo hizo la sala IV, integrada por Alfredo Barbarosch y Carlos Gerome, quienes el 8 de abril de 1999, hallándome culpable esta vez del delito de calumnias, confirmaron la pena impuesta por la jueza de primer instancia.

Aquel fallo de la Sala IV de la Cámara provocó un repudio generalizado desde los más diversos sectores. La Unión de Trabajadores de Prensa (UTPBA) y la Asociación Periodistas encabezaron una campaña de denuncia tanto en el plano nacional como internacional. La condena fue rechazada por ADEPA y la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP). El 16 de abril de 1999, Santiago Cantón, relator oficial para la Libertad de Prensa de la OEA emitió un comunicado donde dice: 'Causa sorpresa a la Relatoría que termine siendo castigado el periodista que realizó una investigación de ese horroroso crimen, mientras que los autores del crimen, sus encubridores y cómplices, siguen impunes.'

En diciembre de 1998, la Suprema Corte de la Nación hizo lugar a un recurso presentado por el juez Rivarola, revocó el fallo anterior y lo devolvió a la Cámara para que se dictara nueva sentencia. Así lo hizo la sala IV de la Cámara, integrada por Alfredo Barbarosch y Carlos Gerome, quienes el 8 de abril, hallando culpable a Kimel del delito de calumnias, confirmaron la pena impuesta por la jueza de primer instancia.

En octubre de 1999 la misma Cámara accedió a habilitar un recurso extraordinario interpuesto por mi defensa. Después de haber tenido el expediente durante más de un año, una mayoría de ministros de la Corte -Julio Nazareno, Eduardo Moliné O'Connor, Carlos Fayt, Antonio Boggiano, Guillermo López y Adolfo Vázquez- firmaron una resolución de tres líneas que declara 'inadmisible' el recurso extraordinario. Argumentan, al citar el artículo 280 del Código Procesal Civil y Comercial, que el caso puede ser evaluado como carente de 'agravio federal suficiente' o 'insustancial' o 'carente de trascendencia'. 'Lo curioso es que la Corte ya había fallado ordenando a la Cámara que se expidiera otra vez y dando los argumentos para una condena', señaló Héctor Masquelet, mi abogado defensor, en una entrevista periodística cuando se conoció el fallo de la Corte.

La arbitrariedad de los fallos también fue denunciada por diferentes medios de prensa nacionales y extranjeros. He recibido la solidaridad de la comunidad palotina que redactó una carta abierta dirigida a mi y fue enviada a los diarios de Buenos Aires. En uno de los párrafos dicen:

«Las personas se esfuerzan por entender los misterios de la existencia, el crimen de San Patricio sigue envuelto en un manto de misterio. La Justicia, tan esencial y honorable institución en nuestra sociedad argentina, no ha podido hasta hoy esclarecer la autoría y el porqué del asesinato.

«Vos vas a entender muy bien que nuestro anhelo es que aquellos que perpetraron ese homicidio múltiple con una crueldad empedrada no queden impunes y que comparezcan ante la Justicia.

«Tus colegas de los medios han escrito bien, 'Para Kimel, el fallo es horroroso y significa la consagración de la impunidad, porque el único condenado por la masacre de los palotinos es justamente quien la investigó'.

«Queremos que sepas que contás con nuestro afectuoso apoyo.»

El 23 de enero de 2001, se presentó oficialmente el escrito que denuncia el caso en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). El mismo fue elaborado por un equipo de abogados pertenecientes al Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) de Buenos Aires: Andrea Pochak, Santiago Felgueras, Eduardo Bertoni, y Alberto Bovino.

«En esta denuncia alegamos que el Estado argentino ha violado el derecho de Eduardo Kimel a la libertad de expresión y a un debido proceso legal.

«Tenemos la firme convicción de que el caso que hoy denunciamos, exhibe de una manera ejemplar cómo ciertas figuras penales pueden ser aplicadas como mecanismos de censura, criminalizando conductas que no son más que la expresión de opiniones e ideas, animadas por un sentido crítico, sobre el comportamiento de ciertos funcionarios del Estado. En ese sentido, entendemos que los hechos de los que fuera víctima Eduardo Kimel, conducen con absoluta claridad a la conclusión de que estos tipos penales, susceptibles de ser aplicados para perseguir criminalmente la crítica política, resultan incompatibles con el artículo 13 de la Convención Americana.

«Las decisiones judiciales que conducen a la condena de Eduardo Kimel, exponen además la falta de imparcialidad de algunos de los magistrados que intervinieron en su juzgamiento, lo que constituye una violación del artículo 8 de la Convención.»

27 años después, los magistrados argentinos siguen en deuda con su pueblo. De una vez por todas: ¿Habrá Justicia?