Sin duda, la actividad más noble que puede llevar adelante un intelectual es la de servir de voz a los que no tienen voz. Poder expresar el pensamiento y sentimiento de aquellos que, por distintas causas, no pueden plasmar en una obra concreta lo que son sus vivencias cotidianas. En todos los tiempos, lo mejor del arte, literatura y ciencias sociales ha tenido este origen. Y los que siempre han tenido menor capacidad y posibilidad de expresarse han sido los emigrados.
El que se aleja de su lugar de origen deja atrás no solamente sus relaciones, sino también la cultura dentro de la cual hasta entonces se ha expresado. Un africano o latinoamericano que llega a Europa para quedarse debe "nacer de nuevo", aprender nuevos códigos, tejer nuevas relaciones, insertarse de cualquier manera en un medio extraño y, frecuentemente, hostil. Debe dejar de lado, al menos en un primer momento, toda preocupación que no sea la de sobrevivir. Además, no suele encontrar interlocutores más allá de quienes comparten su suerte y su origen cultural.
Yo vivo en una región de Argentina en la que somos, mayoritariamente, descendientes de inmigrantes. Hace un siglo el 60% de la población de la ciudad de Rosario eran extranjeros, mayormente italianos y españoles, pero también franceses, alemanes, rusos, árabes, croatas, armenios, etc.,etc.,etc. La Argentina de ese entonces llegó a un grado de pluri o multiculturalidad como pocas sociedades en el mundo, con mayor diversidad que Estados Unidos y sin el predominio que allí siempre tuvo lo anglosajón. Sin duda esa fue la mejor época en historia de nuestro país. Fue el momento en que se construyeron las instituciones del estado, pero también una literatura y un arte genuinamente innovadores.
Mis cuatro abuelos fueron inmigrantes y, excepto mi abuelo paterno que es un caso particular, eran campesinos que vinieron de Europa huyendo de la miseria y la opresión feudal. Ninguno de ellos necesitó pasaporte, visa, certificado de salud, contrato de trabajo, ni nada por el estilo para entrar en el país. Nadie les preguntó a qué venían, ni cuánto dinero traían en el bolsillo.
Mis abuelos maternos vinieron del pueblo de Valdeverdeja, cerca de Toledo. Sencillamente emigraron para escapar del hambre. Como no tenían ni un céntimo para pagar el pasaje, firmaron un contrato para trabajar durante cinco años en una facenda brasileña. O sea que, a cambio del pasaje, trabajaron durante cinco años solamente por la comida. Total, la comida segura era más de lo que tenían en Europa. Las condiciones de vida y de trabajo en la facenda eran terribles, constantemente eran vigilados por capangas armados con winchesters, para evitar que huyeran. Cuando cumplieron su parte del contrato, reemigraron hacia la Argentina. Aquí encontraron su lugar, trabajaron mucho, pero la tierra era generosa y compensaba el esfuerzo. Aquí saciaron su hambre, pudieron tener hijos y educarlos. Ellos mismos eran analfabetos, y aprendieron a leer y escribir a la par que sus hijos americanos.
¿Es muy distinta la historia de estos abuelos lejanos a las historias de los que hoy emigran hacia Europa? ¿Cuál es la diferencia entre una pareja subsahariana que hoy llega a España y mis abuelos indigentes? Ninguna, salvo el color de la piel. Es cierto, el color de la piel es, para algunos, una barrera infranqueable. Pero esos algunos son indudablemente racistas, y el racismo es algo que ha sido proscrito en todos los países de Europa. ¿Por qué entonces los inmigrantes de hoy no son recibidos en Europa de la misma manera que mis abuelos fueron recibidos aquí? ¿Es que los europeos no tienen memoria?
Mi abuela paterna era asturiana, de Luarca. Prácticamente fue expulsada por su propia familia por la sencilla razón de que la comida no alcanzaba para todos, tenía catorce años. Consiguió que unos familiares le pagaran el pasaje a cambio de traer consigo a su hijo de meses. Sola y con un niño en brazos hizo el viaje sobre la cubierta de un barco atestado de inmigrantes. Era una mujer muy hermosa y de una ternura inagotable, siempre me contaba lo que para mí era el mejor cuento: distintas historias de su vida. Pero de este viaje nunca me contó demasiado, a pesar de mis preguntas. Cuando hacía referencia a él yo notaba en sus ojos hermosísimos una sombra de angustia.
Es rutina que las revistas españolas traigan fotos de "ilegales" detenidos al pretender pasar las fronteras pero, no hace mucho, una foto me llamó la atención. Se trataba de un grupo de subsaharianos detenidos en Canarias, donde habían llegado por mar en un viejo barco. Estaban rodeados de policías o gendarmes armados hasta los dientes, que los custodiaban como si se tratara de gente muy peligrosa. Entre ellos había una mujer muy joven y decididamente hermosa, de ojos enormes con una mirada de angustia. Yo reconocí enseguida esa mirada. Probablemente única diferencia importante que exista entre esa joven subsahariana y mi abuela asturiana es que a mi abuela nunca nadie le pidió documentos. Recién a fines de la década de 1960, después de vivir más de cincuenta años en Argentina, mi abuela sacó una cédula de identidad. Lo hizo, luego de la muerte de mi abuelo, para poder cobrar la jubilación. No trajo documentos cuando salió de España y, hasta entonces, no los había necesitado.
El inmigrante es, en general, alguien que decide correr un riesgo. A veces ese riesgo es enorme y, si se decide a enfrentarlo, es porque el peligro es más grande en su lugar de origen. Europa fue un lugar muy peligroso hasta hace poco más de cincuenta años. Todos los días compro el pan en una panadería propiedad de una señora napolitana que llegó a la Argentina en 1950, en la última ola de inmigrantes italianos. Sus recuerdos de Italia son tanto o más horribles que los que hoy tienen de su lugar de origen los africanos emigrados a Europa. Son recuerdos de hambre extrema, de degradación por un poco de comida, etc. A pesar de que, a fuerza de trabajo duro, hoy tiene una buena situación económica no quiere ni oír hablar de Italia, la patria de sus miserias. En general, los comercios propiedad de inmigrantes llevan el nombre de sus lugares de origen. La panadería de esta señora se llama "La Argentina", porque para ella ésta ha sido la tierra del pan. Ella, que casi niña tuvo que degradarse para obtener pan, hoy vende pan y regala a los pobres lo que le sobra.
En el contexto de la tremenda crisis económica que vive hoy la Argentina, muchos descendientes de inmigrantes tratan de iniciar lo que consideran el camino de retorno. En la ciudad de Rosario, cerca de mi casa, hay un Consulado de Italia, donde se supone que los descendientes de italianos pueden tramitar la ciudadanía de sus abuelos, a la que tienen derecho legal. A los que van hoy a hacer este trámite les dan un turno para atenderlos en el año 2007. Parece ficción, deben esperar cuatro años sólo para pasar el umbral de la puerta del consulado de la patria de sus abuelos. Si proceden así en su relación con los descendientes de italianos ¿Cómo podemos esperar que actúen cuando se trata de africanos o asiáticos?
¿No piensan los europeos que su opulencia puede ser transitoria? ¿Acaso creen que el Imperio los va a mantener eternamente como socios minoritarios? ¿Piensan que la prosperidad puede seguir incólume con gobernantes como Aznar o el patético Berlusconi? Harían muy bien en vernos como a un espejo del futuro. La Argentina también fue opulenta hasta hace 30 años y lo fue durante un período mucho más largo que cualquiera de las bonanzas europeas. La comida no costaba casi nada, los impuestos eran muy bajos, el trabajo sobraba. Había un proverbio que decía "Dios es argentino". Aún las peores crisis podían superarse rápidamente, con dos o tres buenas cosechas. Hubo quienes consideraron a esa prosperidad como algo inquebrantable, así nos fue.
Los argentinos nos consideramos durante mucho tiempo como "los europeos de Latinoamérica". Los constructores del estado argentino (Sarmiento, Roca, Mitre) consideraban al "criollo" y al indio como una rémora. Estos próceres creían que el desarrollo del país estaba condicionado al cambio de su composición étnica. Este fin debía obtenerse mediante dos estrategias: El exterminio de los indios y la llegada masiva de inmigrantes europeos. Pero esos europeos debían ser ingleses, franceses, alemanes y, en el peor de los casos, suizos. La España y la Italia del siglo XIX eran estimadas las naciones más atrasadas de Europa, y traer inmigrantes de allí no se veía como algo productivo.
Afortunadamente, algo salió mal: No sólo la gran mayoría de los que vinieron fueron españoles e italianos, sino que vinieron de las regiones más pobres de sus pobres países. Para ejemplo están mis abuelos. Además, no todos los indios fueron exterminados, ya que en algunas regiones eran la única mano de obra disponible. Finalmente, los criollos o mestizos eran lo suficientemente numerosos como para resistir el exterminio.
Los inmigrantes que llegaron compartían la indigencia de los indios y mestizos, y esto alentó, en buena medida el mestizaje. Pero Argentina siguió teniendo la dualidad cultural de los países colonizados: Oficialmente europea, popularmente criolla. Un mundo académico mayoritariamente ligado a Europa, en permanente confrontación con las expresiones de la cultura popular.
La crisis de los últimos años nos ha ayudado a comenzar a superar esa dicotomía: Hoy los argentinos nos estamos, por primera vez, "creolizando" o "acriollando" culturalmente. Lo bueno que nos deja esta crisis es que estamos aprendiendo la lección de nuestros paisanos indios: tejiendo redes de solidaridad entre nosotros que nos ayudan a sobrevivir dándole la espalda a nuestros gobernantes corruptos.
Sería interesante que los europeos de hoy, sobre todo los españoles e italianos, tuvieran la capacidad de aprender de nuestro pasado. Así sabrían que el inmigrante no es nunca una amenaza, que nos trae la riqueza más grande que existe: su persona. ¿Hay algo más valioso que un ser humano? Comprobarían que las culturas oprimidas, conservan un tesoro de valores indispensables para la humanidad. Aprenderían de una vez que el término "primitivos", acuñado por el positivismo etnocentrista del siglo XIX, necesita ser reformulado: Primitivo significa también primero y lo primero suele ser lo esencial. Sería la condición previa para asumir "deuda de sangre" de quinientos años de colonialismo.