Argentina tiene hoy una nueva oportunidad, modesta pero no por ello irrelevante. Modesta, porque difícilmente alcance para resolver los gravísimos problemas de todo orden que la agobian. Para eso se requiere encarar una transformación en gran escala que ponga fin a un sistema, como el capitalismo, que ha dado sobradas muestras de su naturaleza inherentemente injusta y predatoria tanto en este país como en el resto del mundo. Desafortunadamente, una propuesta como ésta no se encuentra inscrita en las claves de la actual coyuntura nacional e internacional. Pero aún con tales limitaciones la oportunidad que se nos presenta no es para nada irrelevante. Si existiera voluntad política de parte del nuevo elenco gobernante la historia argentina podría comenzar a transitar por un rumbo que nos permita dejar atrás una de las páginas más negras de nuestra historia. Una historia que comienza en 1975 con el rodrigazo, se consolida por la vía del te-rrorismo de Estado en 1976 y se profundiza hasta lo indecible en nuestra segunda "década infame", la de los años 90, bajo el menemismo en sus diferentes ropajes: el de su fundador y el de sus continuadores, muy especialmente la Alianza.
El presidente Kirchner tiene en sus manos una oportunidad única. Puede pasar a la historia como el hombre que puso fin a una época signada por el miedo y el terror. El terror de la dictadura militar, con sus delitos atroces y aberrantes; pero también el terrorismo de cuello blanco y angloparlante del Consenso de Washington, el de la pobreza generalizada, la desocupación sin esperanzas, la humillación y la degradación a las que se ven sometidos a diario millones de argentinos. El terrorismo de la permanente amenaza del "golpe de mercado," esgrimida por los desprestigiados pandilleros del FMI y sus secuaces locales, los gurúes de la City y la derecha vieja y nueva. El gobierno puede, si quiere, acabar con todo eso. Si, en cambio, optara por una política de compromiso con los causantes de la actual tragedia argentina, Kirchner descendería a los anales de la historia como el hombre que no supo torcer la trayectoria decadente de nuestro país convalidando con su impotencia el sacrificio de una nación y de su atribulada democracia en el altar del mercado.
Kirchner se enfrenta así a un cruel dilema que no admite medias tintas. En cierto sentido, salvando las significativas diferencias, su situación es similar a la que enfrentara Franklin Delano Roosevelt en Estados Unidos, en 1932. Al igual que Kirchner, Roosevelt recibió un país devastado por la aplicación de las políticas de "libre mercado" causantes de la Gran Depresión de los años 30. El demócrata no era precisamente un hombre de ideas de avanzada, pero enfrentó un dilema que reaparecería en la Argentina actual: si proseguía por el curso aconsejado por el "sentido común" de su tiempo -en realidad, la ideología de los sectores dominantes- el resultado inevitable sería una irracional carrera rumbo al abismo. Ante ello, optó por el otro camino. Desafió a los poderes establecidos y lanzó un audaz programa de reformas económicas y sociales -que dio rápidamente lugar a que lo acusaran de "comunista"- que permitió a Estados Unidos salir de la crisis.
Kirchner enfrenta una situación muy parecida, si opta por el camino de las reformas profundas podrá capitalizar las ansias de cambio que hay en el pueblo argentino y construir una potente coalición transformadora. Pese a las peripecias que rodearon su ascenso a la presidencia, la respuesta de la ciudadanía ha sido sumamente favorable. Por otra parte, ha logrado suscitar un consenso internacional inimaginable hasta ha-ce pocas semanas. Por supuesto: si escoge este camino tendrá que vérselas con formidables enemigos que ya, antes de su asunción al cargo, no ahorraron amenazas ni ad-vertencias extorsionadoras. Nada se cambia en este mundo sin vencer poderosas resistencias, máxime cuando los perdedores en tales cambios son las clases dominantes. Por eso su dilema es imperativo y no tiene solución indolora: o abandona resueltamente el modelo neoliberal librando batalla contra enemigos que están dispuestos a todo con tal de perpetuar el status quo, o sucumbe ante la potencia de sus adversarios. En el primer caso puede aspirar a la gloria; en el segundo, nada ni nadie podrá salvarlo del estigma de la ignominia.