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Argentina: La lucha continúa

Elecciones en Argentina.
La representación y el movimiento social

de Cristina Feijóo

El movimiento social en la Argentina cobró fuerza y envergadura con la formación de las organizaciones de trabajadores desocupados, que surgieron a finales de los noventa, sumándose a los movimientos indigenistas y campesinos. Sin embargo, fue recién en las jornadas del 19 y 20 de diciembre, cuando la ciudadanía urbana se lanzó a las calles provocando la renuncia de dos presidentes, que las distintas facetas del movimiento social ganaron conocimiento público debido al peso mediático de la hasta entonces fuerte clase media.
El activismo urbano protagonista de estas jornadas se organizó en asambleas populares, hijas directas del 19/20 de diciembre. Desde el comienzo las asambleas fueron una expresión radical de la crisis de representatividad.
Esto estaba implícito en el “que se vayan todos”, pero nadie podía medir los alcances de esa crisis. Algunos pensaron que la consigna era coyuntural, algo así como “que se vayan todos éstos, que detrás venimos nosotros”. Otros interpretamos la consigna como el nacimiento de una nueva radicalidad, no legible con la ayuda de diccionarios conocidos.
Desde el primer día convivieron en las asambleas estas dos concepciones de la política, marcadamente diferentes. La línea divisoria entre ellas pasaba, precisamente, por la cuestión de la representación. Un sector percibía la crisis como crisis de dirigentes, en la que el problema se resuelve cambiando malos funcionarios por buenos, es decir, vertiendo nuevos vinos en viejas tinajas. Para este sector, el problema se resolvía con una reforma constitucional hecha desde el tentador poder del Estado, a través de mecanismos institucionales.
El otro sector, en cambio, consideraba liquidado el sistema de presentación política, considerando que el Estado ni fija las políticas nacionales ni es el lugar central del poder, ocupado ahora por el mercado, los capitales financieros y los organismos internacionales que los representan.
La corta historia del movimiento social puede leerse como el juego de tensiones entre estas dos concepciones políticas. Las directrices que emanaron de las asambleas fueron democracia directa, horizontalidad y territorialidad, y hablaban explícitamente de un rechazo a la organización representativa, centralizada y vertical de los partidos políticos, sobre la cual se asienta el Estado. El mensaje estaba también dirigido a la vieja izquierda, que lo entendió a su manera: sin poder ignorar las demandas de cambio, optó por creer que estas exigencias se limitaban a un cambio de lenguaje. De este modo los partidos de izquierda se adecuaron a funcionar en los barrios y siguieron aplicando el centralismo democrático manejando las listas de oradores, el megáfono y las votaciones en las plazas, a la vez que usaban la comisión interbarrial como teatro de luchas internas por la hegemonía del movimiento social. Los apremiaba la situación pre-revolucionaria que vivíamos -sin enterarnos- y que no permitía estúpidas pérdidas de tiempo.
Las pulsiones del movimiento social van mucho más allá de unos simples retoques estéticos; está en juego una nueva radicalidad destinada a cambiar la vida a través de una construcción cotidiana en la que se dirime una nueva subjetividad, con la creación de espacios y tiempos no capitalistas. Se trata de subvertir las relaciones humanas volviendo a poner al hombre en el centro del mundo.
Esto significa no sólo cuestionar la visión mercantilista del mundo, sino activamente oponerle otros valores, otra ética. Un elemento fundamental de esta forma de concebir la emancipación es la práctica solidaria, el establecimiento de redes que restauren el tejido social destruido por el mercado con el fin de crear nuevas y sólidas relaciones humanas que abarquen todos los ámbitos de la actividad del hombre.
El pensar que el movimiento social nace como pura potencia, sin recetas teóricas y en muchos casos sin respuestas es en sí revulsivo. Es la resistencia a encuadrarse en marcos preconcebidos lo que resulta inaceptable, no sólo para la vieja izquierda, sino para gran parte de la intelectualidad del país, que ha sabido adaptarse a los tiempos declinando su responsabilidad de entender la realidad y repensarla críticamente.
Vista desde este ángulo, la consigna “que se vayan todos”, deja de ser una utopía para convertirse, como afirma el subcomandante Marcos, en un “verdadero programa mundial de acción política. El sector más creativo y sólido del movimiento social argentino se asienta sobre estas bases. No por casualidad ha sido y continúa siendo el sector más castigado por la represión del Estado, que no falla en detectar aquello que verdaderamente lo afecta. Al decir de Alain Badiou, la nueva radicalidad no se opone al sistema, porque la oposición es inherente a la dominación; no sólo la engloba sino que necesita de ella. La emancipación no se ocupa del Estado, ni lo tiene como meta final. Éste es un fenómeno que el capitalismo combate porque no entiende: no es capaz de asimilarlo ya que no juega con sus reglas, instituyéndose por tanto como un peligro.
Durante el año 2002, las asambleas, y el conjunto del movimiento social, alojaron en su seno estas concepciones encontradas y mostraron un enfrentamiento entre la vieja y la nueva izquierda que estaba lejos de reflejar la verdadera línea divisoria dentro del movimiento en su conjunto. La divisoria está dada por la representación política, y su dibujo cruza todo el movimiento social.
El hecho que llevó a la superficie esta realidad fueron las elecciones nacionales.
A medida que se aproximaba la campaña, las aguas del movimiento se agitaban con más fuerza. El debate estaba prefigurado por la relación de mayor o menor dureza de los movimientos de desocupados con el Estado. En aquellos movimientos con una disposición más negociadora surgían interlocutores, convertidos luego en líderes mediáticos, que más allá de sus buenas intenciones terminaron llevando a cabo prácticas clientelistas. Para conseguir más bolsones de comida era menester que movilizaran mucha gente, y para movilizar mucha gente debían prever que los que recibieran los bolsones fueran los movilizados.
La simple lógica del poder, a escala de nuestra miseria. Ese tobogán terminaba en el previsible corral de las candidaturas políticas de la provincia de Buenos Aires. Paralelamente, algunos integrantes del movimiento de asambleas daban el salto hacia las boletas electorales de la ciudad, luego de algunos intentos de crear corrientes electoralistas dentro del movimiento asambleario.
La capacidad de cooptación del sistema es infinita, y ya en la última reunión de asambleas autónomas era palpable el desánimo imperante por el clima de acusaciones cruzadas entre los que pugnaban por una representación política del movimiento asambleario y los que refutaban esa finalidad subyacente.
Quince días antes de las elecciones la confusión era mayúscula. Mientras los partidos de izquierda estaban enfrascados en la campaña electoral, las asambleas autónomas proclamaban su intención abstencionista. Los diarios y la televisión, en una cruzada fogoneada por el gobierno, agitaban los fantasmas de la represión -una represión que prometían, entusiastas, los candidatos de derecha- presionando por la emisión del “voto útil” que evitara derramamientos de sangre. A pesar de que los mismos temores que agitaba la prensa se expresaban en el seno de las asambleas, el pensamiento autónomo no supo medir ni contrarrestar el poder del miedo y, sobre todo, no supo ponderar que, si las elecciones juegan un papel minúsculo en las perspectivas del cambio social, no hay por qué intentar fijar una posición en relación con ellas.
Pasada la primera vuelta, tanto los intelectuales progresistas como la prensa se lanzaron a la yugular de las asambleas, decretando su defunción. Si votó el 80% del padrón y si el abstencionismo fue de apenas el 3%, el sistema de representación -con el que lucran unos y otros-, está salvado. La “democracia” y el “estado de derecho” están más vivos que nunca, y todos en paz. Hay alivio en el establishment, que cree haber asestado un golpe mortal a una potencia a la que acaba de reducir, de momento, sometiéndola a su agenda.
A la vez, son justamente estas manifestaciones de júbilo del poder hegemónico las que nos dan una idea sobre de nuestra potencialidad. Si los intelectuales “progresistas” y toda la prensa enfocaron sus cañones a un raquítico 3% de abstención, olvidando metódicamente el 40% de indecisos que mostraban las encuestas una semana antes del escrutinio, es porque temen la apatía democrática de este enorme sector de la población, que siente burladas sus aspiraciones de cambio.
Al día siguiente de las elecciones, las asambleas seguimos discutiendo nuestras actividades contraculturales, nuestras iniciativas de economía solidaria, continuamos elaborando tácticas de resistencia activa contra las empresas privatizadas, en defensa de las empresas recuperadas por sus obreros, trabajando en múltiples jornadas de autoeducación, intercambio de saberes, y articulación con otras organizaciones sociales. Cada vez que lo hacemos, tenemos conciencia de estar fisurando el tiempo y el espacio capitalistas, de estar creando otro mundo posible.
Quiero terminar con una anécdota personal. Al día siguiente de las elecciones subí al tren que me lleva a la oficina con un libro en la mano, que venía leyendo desde el andén. Pretendí seguir leyendo en el vagón pero me distrajo un murmullo como de panal de abejas, alegre, sostenido y cálido. Eran las voces de decenas de personas de un movimiento de desocupados. Se desplazaban hacia la ciudad con sus pecheras y sus gorros, sus banderas plegadas, seguramente a reclamar bolsones de comida suspendidos. Iban mujeres y hombres, muy jóvenes algunos, ya viejos otros; hablaban de manera distendida, en voz baja, tomaban mate; conversaban y reían. Lo que me había llevado a levantar la mirada del libro fue la ausencia de silencio. De ese silencio sepulcral que me acompaña todos los días y que es característico de la clase media cuando viaja ensimismada rumbo al trabajo, rumbo a la jaula cotidiana, cada uno desentendido del otro. Esta gente pobre se desplazaba en un espacio y un tiempo que no tenían ni la provisoriedad de un transporte ni la prisa del capital siempre ávido por reproducirse. Eran un mundo dentro de otro mundo.
No hay mejor metáfora de lo que el movimiento social es: un mundo más humano dentro de otro que ha perdido la capacidad de albergar al hombre. Sentí que ésta es la única construcción posible. Es una construcción que trasciende toda forma de representación y llena de sentido los tejidos muertos de la sociedad; los atraviesa como un río de vida incontenible que busca su curso sin saber que ya lo ha encontrado. Lo que fuera que buscamos ya ha llegado, está aquí, aunque a veces, quienes estatuyen los parámetros de la realidad, nos quieran convencer de lo contrario.