DIEGO QUINTERO Y CARLOS BERTOLA, EN CAMINO DE LA LIBERTAD
Apenas descendió del auto que lo traía de vuelta a casa, Diego Quintero salió corriendo. Sin explicaciones, inesperadamente, como habitado por un extraño dios, abrió la puerta del coche y cruzó a los saltos el puente que trepa por encima de la autopista que conduce al aeropuerto. Ido, fuera de sí, con un solo de sol entre los ojos, apuntó su prisa en dirección del parque de pastos cansados que rodea al edificio donde vive, junto a sus padres, en Villa Madero, al sur del sur pero un poquito hacia el oeste, allí donde los cuatro puntos cardinales se juntan en uno solo que no sabe bien a qué cuadrante pertenece pero que todos llaman suburbio.
Tato, su padre, se quedó mudo, aterrado. Un hijo siempre será un niño por más que la vida y la lucha, con sus proezas y todo lo contrario, hayan convertido a ese angelito con gomeras en un soberano hombre, revolucionario desde el pie hasta el fondo. "Cuidado", pensó para dentro, pero no alcanzó a gritárselo, mientras Diego, convertido en rayo, dejaba el jardín y entraba de nuevo a su casa, embriagado otra vez por el olor a hogar, por el gusto de ese mismo atardecer adonde crió sus sueños, sus certezas políticas y de las otras, su amor por Nueva Chicago y por Fernanda.
Diego faltaba de su casa desde hacía un año y once meses, por culpa de los jueces a sueldo del Estado capitalista que lo dejaron preso injustamente junto a Carlos Bertola, también liberado el mismo día que él. Ambos habían estado tan lejos dentro de su país, condenados a prisión por la oscura corporación de jueces y fiscales, hasta que el beneficio de salidas transitorias les permitió gozar de su casa por 24 horas mensuales, que se hicieron efectivas entre el sábado 8 y el domingo 9 de marzo. Más adelante serán el régimen de salidas laborales y luego la libertad condicional los recursos legales que les permitirán reencontrarse con toda la calle y la lucha.
Apoyado sobre la barra del Café Literario de las Madres, el padre de Diego relata que su hijo prefería volver en colectivo y no en combi o remís, como le sugería Tato. Hasta que unos compañeros de La Plata, llegados especialmente, zanjaron la discusión ofreciéndoles llevarlos en automóvil. Frustrado en su propósito, aunque hondamente agradecido, aceptó. Es que Diego, ansioso, quería encontrarse de golpe con la misma ciudad que había dejado dos años atrás. Ansiaba volver a escuchar a la gente hablar de los partidos, la novela, el novio, y no tanto de política nacional, como en las continuas visitas dentro de la cárcel. Deseaba mirar a esa mujer que mira tras la ventanilla del último asiento del tren, llena de sur y olvidos en la boca. Suspiraba el reencuentro frontal, sin pretextos, con ese mundo hostil aunque compañero que es la ciudad contradictoria y violenta, la ciudad de su pueblo, su ciudad. Pretendía comprobar mano a mano, en vivo, el tamaño de las heridas abiertas tras la rebelión del 20 de diciembre, el color rojo brillante de la sangre derramada aquel día y esa terca voluntad popular de no permitir que se seque nunca más, ni con cataratas de lluvias y olvido.
En su primera jornada en libertad todavía limitada, Diego no dejó rincón de su casa por recorrer. Metro a metro desanduvo la última vez que allí había estado, celebrando con sueños la vida. "Está muchos más linda que antes", dijo respecto de su pieza, encandilado de emoción. La habitación con imágenes del Che y las Madres había sido ordenada de apuro por Mónica, su madre, quien, una vez enterada de la buena nueva, apuró el regreso a su casa para preparar de urgencia alguna comida.
Todos los recuerdos, los olores, las presencias, tuvieron su ceremonia esperada. Además de compartir la noche con Fernanda y una cena con familiares íntimos y los abogados de la causa, Diego se reservó unos minutos a solas con sigo. Acaso así pudo pensar, llorar, gritar con furia puertas adentro de su piel, como nunca antes en casi dos años. Luego, hizo un alto en la alegría y volvió al rincón del parque del edificio adonde fue enterrada su mascota de toda la vida, una perra que muriera unos pocos días antes de su detención, quizá olfateando que no podría soportar la futura ausencia de Diego. "¿Y si mañana me pongo un gorrito y una peluca, y voy a la tribuna?", bromeó enseguida, casi inocentemente, sabiendo de ante mano que el acotado beneficio le prohíbe expresamente concurrir al estadio donde a la tarde siguiente Chicago goleó por 4 goles a 1 a Gimnasia de La Plata, en Mataderos.
Ahora Diego y Carlos saben que lo peor ya aconteció, que de aquí en más sólo les queda ir ganando terreno en la libertad que les quitaron para sancionar no sólo sus luchas particulares, sino a todo un pueblo que ha decidido encarar las tareas necesarias para su liberación, cueste lo que cueste. De a poco, a sus compañeros y familiares les irá pareciendo rutinario el conmovedor momento en que los contornos de Diego Quintero y Carlos Bertola se abran paso entre las sombras del muro carcelario, sin ningún guardián que vigile sus abrazos, con las manos sin esposas, inmensamente libres. Así sucederá de ahora en adelante, un fin de semana cada cuatro, hasta que la cada vez más cercana libertad definitiva los devuelva a la trinchera de la que nunca debieron haber sido quitados, ni por un poquito así.
Demetrio Iramain