VOLVER A LA PAGINA  PRINCIPAL
Argentina: La lucha continúa

EL 'AFFAIRE DEL AZUCAR': CUANDO EL REGIMEN DE ONGANIA TOMO POR ASALTO LA PROVINCIA DE TUCUMAN (1966-1970) (PARTE IV -FINAL-)

LOS EMPRESARIOS NACIONALES EN EL TUCUMAN ANTISEMITA, ANTICOMUNISTA Y OLIGARQUICO
Por: Roberto Pucci (especial y exclusivo para ARGENPRESS.info)*
(Fecha publicación:07/11/2003)
Información Adicional
País/es: Argentina

Roberto Pucci, investigador de la Universidad de Tucumán, descorre el velo del Tucumán reaccionario, antisemita, anticomunista y fascista de los 'barones del azúcar', de la oligarquía, a la que sirvieron las dictaduras militares. Con los Bussi se impuso el terror a sangre y fuego. Hay otro Tucumán, popular, el de la FOTIA combativa, la de los socialistas Octaviano Taire y Mario Bravo, de la Universidad de Rizieri y Silvio Frondizi, de Rodolfo Mondolfo, del democrático gobernador radical Lázaro Barbieri, de Monteros, comuna varias veces gobernada por los socialistas. Como actuaron los 'barones del azúcar' amigos del nazismo en los años treinta. Protagonismo de elementos del Opus Dei franquista.


El señor Peyceré y la cleptocracia

¿Cómo fue posible que un funcionario de segundo rango del PEN, así como su subordinado en la Dirección Nacional de Azúcar, dispusieran de tanto poder, que llegaba hasta la capacidad de voltear 'gobernadores' impuestos por el propio régimen? ¿Quién era el señor Peyceré? La biografía del individuo responde a un molde y nos proporciona ciertas pistas acerca de la conformación de la casta cleptocrática a la que pertenecía. Digamos para comenzar que la cleptocracia no debe confundirse con la burocracia porque, pese al matiz peyorativo que siempre acompaña a este último término, un 'burócrata' no es necesariamente un cleptócrata. Un burócrata es un técnico de oficina, un empleado, un profesional graduado o no, pero siempre un individuo que hace de su vida una larga rutina de escritorio, una tarea reiterada, día a día y a lo largo de décadas, en una rama de la administración pública. Un hombre, en una palabra, siempre atado a su escritorio, que vive de su empleo y para su empleo. No es infrecuente que se construya, a partir de esa pequeña porción del mundo, una vocación, una pasión, casi un ideal de vida. Más de una generación de argentinos, ya fuesen empleados en los ferrocarriles, en Gas del Estado, en YPF, en tantas empresas del estado u oficinas de gobierno, gastaron sus vidas en esa consagración sencilla, callada, honesta y cabal, a sus funciones y responsabilidades. ¿Hace falta decirlo? Sí, porque décadas de falsa propaganda los han sepultado en la iniquidad y en el olvido.

Un auténtico cleptócrata-tecnócrata integra una categoría y una figura social muy distinta. Es todo lo opuesto: no ata su vida a un escritorio, pero lleva un escritorio público atado a sí mismo durante toda su vida, a lo largo de todos sus desplazamientos. Estos se producen con fluidez, recorriendo los rincones más inesperados del aparato burocrático del Estado. No hay rutina alguna en esa trayectoria, que es muy variada, múltiple, flexible: salta de una función directiva a otra y de un gobierno a otro, por muy distintos que sean sus colores políticos. Parece encontrarse dotado de aptitudes que lo habilitan para desempeñarse en muy variadas funciones directivas, es un 'experto' en múltiples cosas y en ciencias muy variadas: economía, política, 'gestión del estado', educación, seguridad, inversiones, etc. El tecnócrata-cleptócrata argentino combate contra un enemigo perpetuo: aquél al que llama 'burócrata', el empleado de carrera, la administración pública entera, el Estado mismo. Eso no impide que el tecnócrata figure siempre, y en un lugar privilegiado, en las planillas de sueldos de la administración pública que declara combatir. El tecnócrata-cleptócrata vende un servicio: su supuesta experiencia, su sabiduría y su competencia para trazar reglas y prescripciones acerca de cómo triunfar en el reino de la empresa privada, es decir, de la vida civil y de los negocios, lejos de la holgazanería y de la corrupción estatal. Su cliente y empleador principal, sin embargo, es el propio Estado, que compra sus habilidades y las paga a precio de oro.

Jorge Raúl Peyceré constituía un ejemplar típico. Egresado como piloto de la Escuela Nacional de Náutica en 1954, graduado posteriormente de abogado en la Universidad de Buenos Aires, se inició en la actividad pública en 1956, a los 24 años, nombrado por el PEN como interventor de la federación de los telefónicos, y luego del sindicato del vidrio; de inmediato le sucedió otra intervención, esta vez en la Dirección Nacional de Promoción Industrial. En 1963 aparece ya como 'asesor de gabinete' del Secretario de Industria y Minería, en virtud de 'sus conocimientos sobre investigaciones de mercado y política comercial'. Allí estaba cuando el golpe militar de Onganía lo preserva en sus funciones, a pesar de que Mario Galimberti había sucedido a Luis Gottheil como su jefe directo. En 1967 Krieger Vasena lo contrató como asesor del Ministerio de Economía por el término de dos años, con un sueldo mensual de 132.000 pesos, y pronto pasaría a ser subsecretario a cargo del 'Servicio de Promociones de Inversiones Externas', creado por Krieger Vasena especialmente para su amigo Peyceré el 31 de julio, otorgándole el rango de subsecretario de Estado y dotándolo con presupuesto propio. Se trataba de una repartición completamente nueva, con diez técnicos y cinco empleados administrativos, destinada a intervenir en operaciones 'trianguladas' entre las grandes terminales automotrices: ventas y fusiones entre Renault, Kaiser y la Ford. Allí estaba cuando en mayo de 1968 se convirtió en Secretario de Industria y Comercio Interior de la Nación. La revista Confirmado, oficialista del régimen en esos tiempos, le llamaba 'El otro Krieger': 'una versión suele atribuir a Raúl Jorge Peyceré el muy espiritual papel de reencarnación de Krieger Vasena (....). Con 36 años, es uno de los innumerables abogados que en la Argentina son, pero no ejercen'. El Secretario de Industria y Comercio poseía un firme diagnóstico de lo que consideraba la causa del 'estancamiento argentino': consistía en que la industria nacional padecía de severas 'distorsiones', de 'baja eficiencia y altos costos', originadas en 'la protección eliminadora de la competencia externa'. ¿Qué soluciones proponía? Sencillo: desgravar las importaciones y reducir los costos por medio del congelamiento de los salarios. En consecuencia, sus decretos favorecían sistemáticamente la importación de bienes que se producían en el país. Cuando el periodista lo apremió en esa ocasión con el 'problema' tucumano, Peyceré respondió:

'-Tucumán necesita un cambio estructural...

'-Pero, ¿y el problema social? ¿Y los 53.000 desocupados que censó la Universidad de Tucumán?

'-¿53.000? No, hay un problema, verdad. Pero si Ud. se fija en los diarios de los últimos días de mayo, el subsecretario de Trabajo provincial informaba que de 800 hombres que la industria pedía, se presentaron sólo 50.'

Acerca de la provincia decía: 'Yo estuve allá, vi lo que esas tierras pudieron haber dado, hace ya mucho tiempo, si se hubiesen cultivado con la mitad del esfuerzo y la eficiencia usados en Córdoba, Mendoza o San Juan. ¡Cuántos años desperdiciados!'. Sostenía ante quien quisiese oírlo que en Tucumán no debían quedar más de diez ingenios y, si fuese posible, nueve. Solía también filosofar que la 'Revolución Argentina deseaba en sus comienzos, como aún hoy', que se eliminasen los establecimientos menos aptos 'por selección empresaria natural'. Peyceré, por supuesto, se mostraba sumamente deseoso por apurar el trabajo de la naturaleza: en 1969 amplió por decreto el cupo del ingenio Ledesma, mientras mantenía compulsivamente reducido el de los ingenios tucumanos. Para poder cumplir con la cuota que Peyceré le regalaba, el ingenio Ledesma tuvo que importar melaza boliviana para procesarla en su fábrica, mientras que en Tucumán quedaban 300.000 toneladas de caña sin cosechar.

Cuando un grupo de cañeros tucumanos presentó un recurso de amparo ante la justicia federal en contra de sus medidas, por considerarlas violatorias de la equidad al privilegiar a los industriales del norte, Peyceré contestaría al exhorto del juez, en tono amenazador, que 'pronunciarse en contra del régimen para la zafra 1970 es quebrantar el Estatuto de la Revolución Argentina'. Nanclares, coronel e interventor de Tucumán, denunció su arbitrariedad e intentó ponerle freno, pero acabó 'renunciado'. El juez federal, a su vez, desestimaría el amparo de los cañeros. En 1968 el gobierno de la provincia de Tucumán ensayó una iniciativa para defender el precio del azúcar, permanentemente retrasado en relación con la evolución de todos los demás bienes, y entonces Peyceré ordenó a su subsecretario el dictado de una resolución que impuso por decreto un precio máximo irrisorio. Los precios del azúcar en el mercado argentino se mantuvieron por debajo de los costos reales de producción a lo largo de las zafras de 1965, 1966 y 1967. Con este tipo de medidas, Peyceré y los militares continuaban, en realidad, una larga tradición de la política azucarera argentina dictada desde Buenos Aires, que se había inaugurado con la Ley Azucarera de 1904, prosiguió con la Ley Saavedra Lamas de 1912 y no sería abandonada jamás a lo largo del siglo, ni siquiera con la 'desregulación' de 1991, que desprotegió por entero a la industria azucarera argentina y pretendió entregarla, maniatada, a la codicia brasilera por capturar el mercado nacional. Desreguló todo, sí, menos el precio del azúcar en el mercado interno, porque a la menor insinuación de tonificación del mismo, el tandem Cavallo-Menem amenazaban con la importación de azúcares de dumping. Tal política secular del PEN consistió en un recurso sencillo, un cepo a la industria por el cual, a cambio del mínimo de protección aduanera frente a la competencia de azúcares subsidiados del extranjero, chantajeó y asfixió a la industria local con un precio tope para el producto, tope que siempre tomó como parámetro los precios de dumping del mercado libre mundial, un mercado residual como es sabido. Tal era el estado de cosas en el país, y tal el PEN que nos supimos dar: un tecnócrata-cleptócrata, desde su escritorio en la Capital Federal, posee más poder que el ejecutivo de una provincia.

Se comprende que la CAT fuese derrotada y aniquilada, porque representaba un estorbo para un vasto plan en marcha, que consistía en eliminar de una buena vez todo ese ruidoso y peligroso mundo de cañeros, obreros sindicalizados, pequeños y medianos industriales, que conformaba el mundo azucarero de Tucumán: un 'chicaje' alborotador, en el cual hasta los empresarios parecían comunistas. Eliminar, en suma, una variante local de 'capitalismo realmente existente', una estructura productiva con un relativamente importante grado de distribución de las riquezas, no monopolizada, para sustituirlo con otro 'modelo', el de Arrieta-Blaquier y Patrón Costas, así como de los Paz de Tucumán. El 'Plan Salimei', en suma, impuso una transferencia forzada de la producción azucarera argentina de Tucumán a las provincias de Salta y Jujuy (en rigor, a favor del ingenio Ledesma) mediante el cierre militar de los ingenios tucumanos y una rígida legislación que consagró de inmediato tales medidas, al mismo tiempo que pretendía legitimar el despojo mediante una abrumadora guerra propagandística sostenida en la retórica de la modernización y de la eficiencia. El descalabro de la industria tucumana fue agudizado por la recesión compulsiva impuesta por la cupificación trazada a continuación por Krieger Vasena (que venía siendo planeada desde los tiempos de Alvaro Alsogaray, en la segunda mitad de la década de 1950), que elevó artificialmente sus costos al generar una capacidad ociosa equivalente a 120..000 hectáreas de cañaverales por año, y que aún luego del cierre de 11 de sus ingenios obligó a los restantes a trabajar al 70 por ciento de su capacidad instalada.

A todo ello debe agregarse el permanente sabotaje administrativo y financiero practicado contra la industria tucumana por el llamado 'Poder Ejecutivo Nacional' (PEN), y la discrecionalidad política con la que actuaba hasta el menor de sus empleados, dotados con un poder que en los hechos resultaba superior (como ocurre hasta el presente) al que poseen los poderes legislativo, ejecutivo y judicial de cualquier provincia. Finalmente, cuando todo eso no bastó para sus fines, el Estado nacional se lanzó al complot político más desembozado para imponer su 'modelo' de nueva economía. Un modelo que se impuso por la fuerza, en el terreno político-militar, según hemos podido apreciar. Detrás del telón, por supuesto, movían los hilos Arrieta y su yerno Blaquier. Los elementos de ese plan de asalto contra Tucumán no constituyeron, por lo demás, una creación original de Blaquier, puesto que provenían de los tiempos en que Alsogaray se desempeñó como ministro de la Revolución Libertadora, y luego de la presidencia de Arturo Frondizi, cuando el Banco Mundial puso en manos de Federico Pinedo, su ministro, un diseño completo de lo que ejecutarían al fin, bajo la dictadura de Onganía, Salimei, Krieger y Peyceré. El señor José Alfredo Martínez de Hoz (h) habría de desempeñar, también, un papel crucial en todo el asunto puesto que, sin poseer ni una hectárea de caña de azúcar, presidía por esos años el CARNA (Centro Azucarero Regional del Norte Argentino, apenas un nombre de fantasía para representar en Buenos Aires, locus del poder, a los dos grupos industriales de Salta y Jujuy). Martínez de Hoz (h) se había vinculado con Arrieta y Patrón Costas cuando arribó a Salta como Ministro de Economía de la intervención federal en 1956. Fue entonces cuando se vinculó al CARNA, entidad que habría de presidir hasta mediados de la década de 1960.

El absoluto aislamiento en el que la CAT fue arrinconada y aniquilada, cuyas razones socio-políticas y económicas hemos interpretado páginas atrás, fue examinado del siguiente modo por Emile Nadra:

'En el mundo azucarero argentino hay empresas que consideran la actividad como privativa de un grupo selecto, casi un título de nobleza, vedado a otras personas. Empresarios, a veces candorosos y a veces sin prejuicios, para quienes los principios de la libre empresa son útiles en tanto y en cuanto facilitan el libre albedrío de sus actos y de sus intereses. Para ellos la libre empresa no debe regir para algunos competidores. A éstos, parece lícito desbaratarlos, intervenirlos y expropiarlos, e inclusive perseguirlos y encarcelarlos, si la coyuntura política se presta para ello. Es ésta, realmente, una interpretación muy original de la libre empresa. El Estado es llevado al papel de un perro guardián, atado con cadenas, que se suelta sólo para atacar a los supuestos intrusos'.

CODA: Justicia, impunidad y culpabilidad invertida en la agonía de la Argentina

El cerco judicial y represivo

En cuanto el tandem Peyceré-Arechaga lanzó su operativo contra la CAT, se estableció un vasto cerco policial y judicial para consumar la aniquilación de la empresa en la figura de todos sus directores. El Banco de la Provincia de Tucumán (BPT) instruyó a su representante legal en Buenos Aires para iniciar querella criminal en los tribunales federales contra Emile Nadra, el capitán Solá, Aldo Rodríguez y Jacob Goransky, por 750 millones de pesos moneda nacional, y otro tanto hizo la Caja Popular de Ahorros de la provincia, que ya había iniciado demanda en abril, ahora retomada. El fiscal de la provincia de Tucumán, a su vez, querellaba por defraudación ('desbaratamiento de derechos acordados') a Emile Nadra, Aldo Rodríguez y Guillermo Kohan, directores de CAT, junto con Rodolfo Terán, Hugo Terán Viaña, Hugo López Alurralde y otros cañeros y ejecutivos de los ingenios de la CAT, quienes habían sido incorporados a la gestión tras la reapertura de 1967. Los directores cañeros del ingenio La Trinidad tuvieron también su querella penal por la supuesta desaparición de 100.000 bolsas de azúcar. En agosto, la DGI demandaba a Nadra y Rodríguez por otra supuesta defraudación, esta vez por compra simulada de azúcar y venta ilegal de automóviles de la firma. Todavía en noviembre de ese año, el diligente fiscal Fidel I. Lazzo seguía acumulando demandas contra los altos y medios directivos de la CAT, los empleados y decenas de cañeros de la provincia. En el golpe final contra la CAT, el PEN y el gobierno provincial, decididos a aniquilarla, arrojaban lodo por doquier y sin medida. Es de imaginar el azoro de aquellos cañeros, quienes nunca habrían sospechado la virulencia que podía alcanzar la ofensiva de los funcionarios del PEN, aplastados bajo una lluvia de demandas penales, arrestados y enjuiciados. Otro juez de la provincia, Juan Carlos Salas, ordenaba la captura de Nadra, Rodríguez, Solá y otros empleados de la firma en Tucumán, por nuevos azúcares supuestamente desaparecidos en el ingenio Santa Rosa y en Monteros. Fue una verdadera descarga de fusilería jurídica, aplastante y torpe, por lo excesiva. El inefable -e infaltable- Exequiel Avila Gallo prestaba su concurso al infame complot, reclamando de la justicia la intervención contable de la CAT: se puede pensar que aquella vez actuó desinteresadamente y por vocación, dado el carácter de 'cruzada contra el comunismo' y el 'judeo-bolchevismo' que presentaba la ofensiva contra la CAT.

En Buenos Aires, en la madrugada del 22 de mayo, al día siguiente de su conferencia de prensa, Julio C. Cueto Rúa, el capitán Jaime Solá, Virgilio Tedín Uriburu, Oscar Llobet y José Figueroa Alcorta fueron sacados de sus domicilios y trasladados a las dependencias de Defraudación y Estafas de la Policía Federal: Peyceré, ex-militar devenido tecnócrata, no vacilaba cuando se trataba de pasar a la acción. En la noche de ese día, Peyceré informó ante Onganía y el gabinete en pleno que la expropiación había sido decidida por 'la inexcusable obligación del Estado de proteger el bien social', y que, en tal sentido, se había recurrido al 'principio de subsidiariedad del Estado'. Un individuo interesante este Peyceré, sin duda, y sumamente ocurrente: la 'subsidiariedad' significaba hacer del estado una máquina de intriga y de legalidad invertida, a fin de engullir la empresa privada para repartírsela entre tecnócratas y militares en retiro. Emile Nadra, Aldo Rodríguez y Jacobo Goransky eran las presas sobre las que los funcionarios del PEN ansiaban descargar su verdadero golpe. No se presentaron de inmediato ante la justicia, presintiendo lo que les esperaba, de manera que la prensa sacarófoba hacía circular la especie de que Nadra y Goransky, 'verdaderos responsables del desfalco y prófugos de la justicia', gozaban plácidamente de sus riquezas en Suiza. El 26 de mayo, los dos primeros, en su calidad de directores ejecutivos y apoderados de la CAT, hicieron llegar un escrito a la justicia por el cual asumían toda la responsabilidad por cualquier acción de la firma, con lo cual abrieron el camino para que los restantes miembros del Directorio quedaran libres de cualquier acusación.

Muy poco después de estos acontecimientos, el 8 de junio de 1970, la dictadura de Onganía llegó a su fin, tras una segunda oleada de rebelión popular que siguió al 'Cordobazo', en circunstancias en que los funcionarios azucareros del PEN todavía no habían terminado de deglutir los ingenios de la CAT. Tan desprolija fue la intriga fabricada por Peyceré y Arechaga, que el militar que sucedió a Onganía, el general Roberto M. Levingston, apenas asumido, ordenó que el estado desistiese de la demanda judicial planteada contra el Directorio de la CAT. Poco después, los jueces César Black y Leopoldo Isaurralde dictaminaban que la Dirección Nacional de Azúcar había procedido con 'ligereza' en la verificación de los azúcares de la compañía, arrojando una enorme sombra de duda sobre la legitimidad del proceder de los funcionarios del PEN . Pero ¿quién le quitaría lo bailado a Peyceré y Arechaga? Este último había sido ya transferido al directorio de la flamante CONASA: la historia de esta corporación, constituida con los bienes usurpados a la CAT, daría lugar a otra secuela de delitos oficiales, pero no cabe contarlos aquí.

El 'affaire' en la justicia

Pero quizá el lector se pregunte a esta altura: ¿qué fue verdaderamente aquel 'affaire del azúcar', esa gran estafa del siglo, aquel supremo ejemplo de la maldad de los industriales tucumanos? Y también: ¿porqué he calificado de 'complot' y de 'fabricación de un negociado' a las maquinaciones de Onganía, Imaz, Peyceré y Arechaga contra la CAT? Bien, paso a exponer mis razones. La metralla judicial lanzada por Peyceré y todos sus agentes no pudo menos que producir una marea de expedientes, averiguaciones, careos, testimonios, pesquisas, etc., y de todo ello hubo resultados. Porque el juicio, aunque parezca sorprendente, llegó en esta ocasión a su fin. El lector podrá preguntarse: ¿debemos otorgar algún crédito a las conclusiones de la justicia? Un argentino de hoy se encuentra predispuesto a no darle ningún crédito, y no sin razón. Pero antes de cerrar esta crónica con la exposición abreviada de los dictámenes judiciales, expongo dos consideraciones: (1) la justicia de la época, como poder independiente, había comenzado a ser aplastada, amansada y corrompida por la dictadura de Onganía: numerosas cortes y jueces de provincia fueron apartados brutalmente, al menor gesto de independencia y de rectitud moral y profesional. Pero la corrupción generalizada del poder judicial sería una tarea de años, de más de una dictadura y, particularmente, de la democracia dictatorial inaugurada por el señor Menem. En resumen, existían aún jueces dignos de ese nombre; (2) pero si el argumento expuesto no es suficiente ni probatorio, cabe razonar que las pruebas emergentes de aquellos procesos fueron, como mínimo, más sólidas que las acusaciones nunca probadas de los funcionarios de la dictadura y de sus propagandistas en los medios de comunicación. Claro que el lector está en libertad de escoger el fundamento de sus creencias, o de tenerlas sin ninguno.

Antes de mediados de aquel año 1970, los jueces Black e Isaurralde dispusieron la falta de méritos para procesar a los directores de la CAT, excluyendo los casos de Nadra y Rodríguez, que no habían sido detenidos. Conviene destacar que el fallo de Isaurralde, del 8 de julio de 1970, estableció que la Policía Federal se había extralimitado en sus procedimientos al remover cielo y tierra 'en busca de mercaderías cuya presentación no era exigible hasta septiembre, o diciembre de 1970', aunque resultaba claro que la Policía no había actuado 'motu propio', sino por iniciativa de la Secretaría de Industria y Comercio Interior y su dependencia la DNA, o sea los señores Peyceré y Arechaga, ya que las partes supuestamente afectadas (los Bancos de la Nación y el Banco Mercantil, principal acreedor de la CAT) no habían presentado ninguna demanda contra los acusados. En la causa llevada por César Black, el fiscal D'Albero informó al juez que el Banco Nación, como acreedor de CAT por los azúcares prendados y supuestamente desaparecidos, 'declara no tener conocimiento de que exista faltante de azúcar con prenda a su favor', por lo que -añadía el fiscal- 'se desdibuja el ilícito penal', añadiendo que al no encontrarse vencida la obligación, y dado que el acreedor no exigió ninguna cancelación anticipada, 'resulta patente con diafanidad que las aprehensiones realizadas han estado signadas por la precipitación'. Añadía D'Albero que la actitud policial violaba las garantías constitucionales de los acusados por cuanto no hubo in fraganti ni supuesta culpabilidad. Con tales fundamentos, el juez César Black decidió dejar sin efecto el procesamiento de los directivos de la CAT, al mismo tiempo que condenó la 'censurable precipitación' de la repartición policial. La sentencia de Black ponía fin a todo proceso contra el Directorio de la CAT, a excepción de Nadra y Rodríguez, que no habían sido apresados.

No es preciso ser lego, sin embargo, para advertir que los considerandos de Isaurralde y Black exculpaban a éstos últimos de hecho. No lo entendieron de igual modo ciertos jueces, como que en la provincia de Tucumán, el 24 de julio, cuando ya se habían producido las sentencias recién extractadas, la justicia local dictaba orden de captura contra Nadra y Rodríguez, a quienes se catalogaba como los 'principales responsables de la defraudación que costó a la provincia más de mil millones de pesos'. Es decir que el juez de esta causa declaraba culpables a los acusados antes de investigar nada. El PEN actuaba de igual modo que estos jueces a su servicio: en agosto de 1970, luego de la sentencia exculpatoria de Black, apresó nuevamente a los directivos de la CAT y los colocó 'a disposición del PEN', en virtud de su arbitrariedad dictatorial, haciendo pagar a Cueto Rúa por sus atrevidas declaraciones de mayo con dos meses de cárcel. En cuanto a José Figueroa Alcorta, ex presidente de la CAT y miembro de su directorio, quien, como diría Emile Nadra en una de sus declaraciones, era el nieto 'del único ciudadano que ocupó la presidencia de los tres poderes en la historia argentina', como no resistía la prisión prefirió la opción del exilio.

En cuanto a Emile Nadra y Aldo Rodríguez, su presentación en la justicia tuvo lugar en 1971, cuando el segundo fue detenido por la Policía Federal y Nadra consideró que contaba con las mínimas garantías, una vez destronados Onganía, Peyceré y Arechaga (este último habría de ser exonerado y procesado por su posterior desempeño en CONASA). Los juzgó el juez Julio Mauro Sosa, en los Tribunales de Tucumán. Su sentencia, con fecha del 11 de noviembre de 1972, sobreseyó a Nadra y Rodríguez, asentando que había llegado a tal decisión luego de dos años de actuación, en una causa que acumuló catorce cuerpos de expedientes, con más de tres mil hojas que registraban las actuaciones, testimonios, confrontaciones de pruebas, peritajes y cotejos documentales. El juez Sosa estableció que: (1) la demanda no fue iniciada por los acreedores, supuestos afectados, sino por la DNA, repartición del PEN; (2) que al tiempo de inicio de la querella, las deudas de los acusados con el BPT, la Caja Popular y el Gobierno de la Provincia no se encontraban vencidas, así como que el Banco Nación y el Banco Mercantil, este último el mayor acreedor de la empresa, no habían formulado demanda alguna; (3) sobre el tema de fondo, de los supuestos 'azúcares faltantes', el juez estableció que las fotos y secuencias televisivas presentadas por Arechaga como prueba de la estafa, que mostraban las estibas en el depósito de Puerto Madero con 'huecos' en su interior, habían sido tomadas el día 15 de mayo, nueve días después de que tales depósitos estuvieran bajo control absoluto de la DNA, repartición que Arechaga dirigía, puesto que los había intervenido el día 6 de mayo, y desde ese momento ningún directivo de la CAT pudo acceder a los mismos; (4) que la DNA había efectuado inspecciones en dichos depósitos en numerosas oportunidades a lo largo del mes de abril de 1970, siendo las últimas los días 28, 29 y 30 de abril, y que en todas ellas no informó de ninguna irregularidad ni faltante; (5) que, no obstante eso, Arechaga denunció faltantes el día 13 de mayo, oportunidad en la que declaró que sólo existían 278.000 bolsas de un total de más de 560.000, y redujo la primera cifra, en declaraciones posteriores, a solamente 108.000 bolsas.

Dispongo hoy del testimonio de José Salomón, quien participó en los episodios de inspección de los azúcares de la CAT, un testimonio que concuerda con las conclusiones del juez y que revela, a treinta años de distancia, la verdadera conducta de Guillermo Arechaga. Relata Salomón que la verificación de los días 29 y 30 de abril fue realizada en los depósitos de Puerto Madero por dos funcionarios designados por Arechaga, los señores Dopico y Marafuschi (cuyos nombres no recuerda), empleados con más de diez años en la repartición y especialistas en conteo de estibas, acompañados por el Dr. Cattaneo, abogado jefe de la DNA, 'y un señor llamado Ricardo Entrena de la SIDE'. La inspección dio como resultado la verificación de existencias de 564.000 bolsas de azúcar, de las cuales 360.000 se encontraban estibadas en la planta baja y 204.000 en el primer piso, un stock levemente superior al registrado en los libros de la compañía, lo que se registró en un acta firmada por los dos funcionarios, el abogado y el propio Salomón. Frente a esta situación, Arechaga quiso obligar a Dopico y Marafuschi a cambiar el acta labrada por otra en la que debían declarar que la cantidad verificada ascendía solamente a 258.000 bolsas. Debido a su negativa, los empleados fueron encarcelados en Villa Devoto durante cinco días, y finalmente despedidos de la DNA. El acta que habían labrado despareció.

Retornemos a las conclusiones a las que arribó el juez Sosa en el juicio. Afirmó que 'aparece a todas luces una verdadera maniobra dolosa, que consiste en haber hecho desaparecer más de 400.000 bolsas de azúcar de los depósitos, maniobra que no puede imputarse en forma alguna a la CAT, por lo que declaramos que una vez terminado este proceso se investigue a los funcionarios de la DNA'. El 'affaire' del siglo, en suma, consistió en que el PEN y los funcionarios encargados de la política azucarera nacional sabotearon, querellaron, intervinieron y confiscaron a la empresa azucarera tucumana más importante de la época y, de paso, se robaron cuatrocientas mil bolsas de azúcar. Con los directivos de la ex-CAT en prisión, enjuiciados u obligadamente prófugos, el interventor militar de la CAT 'residual' provocó luego su quiebra, con lo que el gobierno militar ensayó un fraude jurídico para evitar que el Estado asumiese la responsabilidad de la expropiación. Pero el mayor triunfo de la intriga consumada, sin embargo, consiste en que esas acciones inicuas, que no sólo acabaron con una empresa azucarera privada, sino que arruinaron la economía de Tucumán, engendraron la leyenda de 'los ladrones de la CAT' que hegemoniza hasta nuestros días la memoria histórica de los argentinos.

La liquidación de la CAT dio origen a un juicio contra el estado (PEN) por parte de Emile Nadra y los restantes accionistas de la empresa, en una demanda por expropiación inversa que ya dura 33 años y que hasta hoy no ha concluido. Reclamaron el pago de la indemnización correspondiente por la confiscación sufrida. Tras una prolongada lucha judicial que consumió varios lustros, la Corte Suprema de Justicia de la Nación falló a su favor en 1989, mediante una sentencia que estableció que el gobierno militar había actuado con arbitrariedad y mala fe, que con su accionar había provocado la quiebra de la empresa y que, tras confiscar los ingenios, quiso evadir la obligación de indemnizar a quienes había despojado. Como señalan Bidart Campos y Herrendorf, la sentencia de la Corte estableció la 'verdad objetiva' de 'que el estado, a través de una serie de idas y vueltas, empleando la facilísima legislación de facto, pero dejando a las claras sus intenciones y propósitos hasta en muchos de los mensajes que precedieron a muchas de sus leyes, buscó y logró el desapoderamiento de los bienes que dieron origen al juicio de expropiación inversa ...'. Sin embargo, y a pesar de que ya han transcurrido casi quince años desde aquella histórica sentencia, el Estado argentino no pagó lo que corresponde a los propietarios de la CAT, cuando la mayoría de aquellos accionistas ya han muerto. Y cada vez que el tema sale a luz, una 'unión sagrada' de políticos, sindicalistas, periodistas y burócratas del PEN condena su reclamo y se amagan 'comisiones especiales' en las cámaras, que jamás investigaron nada en serio ni llegaron a conclusión alguna. El diputado por Tucumán Juan Carlos Cárdenas, en la sesión del 2 de septiembre de 1973, solicitó que se investiguen las causas por las que el PEN había impuesto el cierre de las 11 fábricas azucareras de Tucumán, lo que calificó de 'agresión sin precedentes contra una provincia argentina', retomando en aquella oportunidad un término que ya había circulado en toda la provincia, quizá lanzado por los cañeros de UCIT: el 'genocidio' de Tucumán. Pero la comisión conformada dilató su labor el doble del tiempo asignado, no produjo ningún estudio y terminó disuelta por orden de Perón.

En la noche del 24 de marzo de 1976, un comando del ejército ametralló la casa de Emile Nadra en Tucumán. El episodio fue relatado en una carta que le escribiera Elías Nadra, su primo, por cuyo valor testimonial merece reproducirse: 'Eran aproximadamente las 5.50 de la madrugada del mismo día de la toma del poder por la Junta Militar (...) Sentimos en la calle frente a nuestra casa el tableteo de varias ametralladoras, pensamos que pudo haber sido un encuentro entre dos grupos antagonistas (policías y delincuentes, o policía y fuerzas extremistas). Un corto silencio y de nuevo el estampido de numerosos tiros, pero ya despiertos comprobamos nítidamente que estaban ametrallando la puerta de calle. Podrás imaginarte el terror que se apoderó de todos nosotros, ya que en breves segundos todos estábamos en el patio: Irma, yo, Afife, Raúl, Cuqui, Alfredito, Graciela, Alfredo Bernat. Por suerte, Mamá, tía y Leopoldo dormían plácidamente, ni tampoco se despertaron más tarde. Otra vez una breve pausa y de nuevo el ruido ensordecedor de muchos balazos retumbaban a lo largo de toda la escalera, y el miedo se hacía Incertidumbre. ¡Se convertía en angustia! (...) En la tercera tentativa y en vista de que no podían abrir la puerta (se lo impedía la tranca) rompieron la puerta de abajo, subieron, rompieron el vidrio de la puerta cancel; ya Irma y Afife habían prendido las luces y los esperaban en el hall..., y a un solo grito de exclamación las dos: ¡Señor, qué pasa! ¡A qué se debe este atropello!, respondieron: Señora, venimos a buscar a Emilio. Señor, esa persona no vive acá, esta es la casa del Sr. Elías Nadra... Un breve silencio y el que comandaba el grupo, un mayor del Ejército y cinco conscriptos, dijo: Señora, le pido mil perdones, todo ha sido un gran error'. ¿Un error? El mismo tipo de 'error' que produjo la 'desaparición', esa misma noche, de tantos ciudadanos argentinos, empresarios, sindicalistas, profesionales, estudiantes, dirigentes políticos. No puede menos que presentirse que, de haber estado Emile Nadra aquella noche allí, habría sufrido la misma suerte. Esa era la 'espada de Loyola' aludida por Blaquier, para acabar con los 'pigmeos'.

En lo que se refiere a la sentencia de la Corte Suprema de 1989, que ordenaba al PEN pagar por los daños cometidos a los damnificados, motivó que el Sr. Carlos Menem, quien acababa de asumir la presidencia de la República, la descalificase públicamente como un órgano del 'anterior gobierno', por lo que muy poco después habría de modificar la composición y el número de sus miembros. En nuestros días, catorce años después, la sentencia no se ha cumplimentado. Los políticos, de esta manera, consagran la iniquidad de los militares y de sus mandantes, en su tarea de arruinar la República. Pagar a los damnificados, le dicen al país, constituiría 'una nueva estafa'. ¿No es esto un caso de culpabilidad invertida, de memoria histórica vuelta del revés, que hace de las víctimas los perpetradores del crimen?

Interpretación: La destrucción del 'Capitalismo realmente existente' en la Argentina

Los componentes fundamentales de la crónica han sido narrados. A continuación (y espero que el lector soporte el esfuerzo) desarrollaré las tesis que subyacen a la reconstrucción de la crónica:

En primer lugar, la demolición de la economía azucarera de Tucumán ejecutada a partir de 1966 constituyó una batalla importante, por su carácter inicial y experimental, en la lucha por desbaratar el modelo social y económico de la Argentina de posguerra e implantar uno nuevo, el del capitalismo especulativo, de la Argentina des-industrializada y compradora, altamente concentrada y absolutamente dependiente del capital y de la voluntad política de los Estados Unidos. Los grupos sociales beneficiados, que actúan apenas como mandantes de Washington, constituyen una especie de cleptocracia conformada por la coalición de los grandes grupos económicos con los militares, los sindicalistas, la clase política y las sectas integristas de derecha que han colonizado crecientemente el aparato del Estado desde los años '60 y no lo sueltan, porque se adaptan a las dictaduras, las democracias y las semidemocracias. La cleptocracia es una casta dirigente y, al mismo tiempo, un régimen de Estado y de gobierno que apela a estrategias fraudulentas y desarrolla una práctica viciada del poder, el que no necesariamente produce su propio marco institucional y jurídico: simplemente distorsiona o viola el existente, creando una situación de a-juridicidad.

En segundo lugar, cabe apuntar que para lograr una comprensión cabal del 'misterio' argentino, el misterio de un país que parece haber cometido suicidio, es preciso abandonar lo que un autor denominó la impostura economicista. Tal impostura forma el hard core de la ideología neoliberal, propagandizada incansablemente desde el poder, la gran prensa, la academia, los 'centros de estudio' y las grandes corporaciones empresarias, las que abrumaron al país con su lenguaje marmóreo (wooden language, dicen los ingleses), organizado en torno a tres o cuatro tópicos ideológicos, revestidos con las galas de una pretendida seriedad científica: modernización, eficientismo, desregulación supuesta y libre mercado. La sacarofobia, como lo habrá advertido el lector, es una de las versiones más antiguas y acabadas de esta impostura. Señala O'Donnell que el capitalismo financiero que se impuso en nuestro país tiene sus gerentes, sus ideólogos y sus propagandistas bien remunerados. Creo que existe una cuestión previa, sin embargo, que consiste en que esos propagandistas trabajaron sobre un terreno largamente abonado, y que tocaron una música que gran parte de los argentinos estuvo casi siempre dispuesta a escuchar. Es la cuestión de cómo logró semejante éxito la 'impostura economicista' en el país. La anécdota de la CAT, creo, es un buen ejemplo de ello: el capitalismo 'pandillero' se impuso por la fuerza, y no precisamente por las 'impersonales' fuerzas económicas, por el triunfo de 'lo desarrollado y moderno versus el atraso', etc. Esto significa que no nos encontramos ante algún proceso inevitable y fatal, ni ante la realización de la 'justicia' del mercado. Todo lo contrario: las armas empleadas fueron el poder militar, la fuerza del Estado, la máquina administrativa, policial, judicial y periodística, y también la manipulación del mercado. La historia de empresas no se puede narrar solamente a partir de sus libros contables: intervinieron los decretos, seudo-leyes e infinitas resoluciones 'administrativas' del poder central; intervinieron los generales, coroneles, gendarmes y policías federales; y también aquellos jueces que aceptaron prestarle el manto de una falsa legalidad a una estructura institucional violentada y corrompida. De manera que, mientras la prédica de los tecnócratas y economistas, de los propagandistas y la prensa y de todos los medios masivos de comunicación ha machacado el cerebro de los argentinos, durante décadas, con el lenguaje marmóreo del dogma neoliberal, su eficacia dependió del hecho de que el aparato del Estado, sea éste militar o civil, se encargó a su vez de machacar la economía y la vitalidad productiva de la sociedad argentina.

En tercer lugar, deseamos llamar la atención acerca de la urgencia de una reflexión histórica, política y constitucional sobre la naturaleza y las formas de construcción del poder en la Argentina. Observemos que el hecho de que el Estado argentino, el PEN, cumpliese el papel de aniquilador de una economía regional es lo notable del caso, porque otorga a una anécdota apenas provinciana una significación algo mayor, ya que nos habla acerca de la naturaleza real de este Estado argentino, llamado Estado 'nacional', PEN. Nos obliga a reconsiderar seriamente su habitual e irreflexiva caracterización como 'Estado nacional': es un poder central, sin duda, pero ello no implica el sentido de 'estado nacional moderno'. La fuerza centrípeta de ese estado adquirió precisamente dimensiones avasalladoras a partir de la dictadura de Onganía: una fuerza centrípeta que ejerció una función desintegradora, porque no fue solamente la dictadura de una clase o de una coalición de grupos sociales sobre el resto de la sociedad argentina; fue particularmente la dictadura de una parte del país sobre el resto. El PEN, vértice superior y auténtico lugar del poder en la Argentina, impuso su hegemonía mediante una sorda guerra civil, semi-declarada y semi-encubierta, y lo hizo mediante la ocupación militar de las provincias, en coalición con los grupos dirigentes locales, allí donde encontró quienes se prestaran a actuar como sus agentes, o anulando las hegemonías existentes y creando otras nuevas, cuando se hizo necesario. Actuó como una verdadera máquina de guerra interior, en tiempos de aparente paz.

Cabe decir que los horrores y los monstruosos excesos de la dictadura posterior contribuyeron a que la mirada retrospectiva tendiese un manto de piedad sobre aquella dictadura de Onganía, al punto que algunos la describen como una 'dictablanda'. A nuestro juicio, esto constituye un serio error de perspectiva, porque fue precisamente esa dictadura la que, en lo político e institucional, consolidó definitivamente la estructura del PEN como poder hipercentralizado, burocrático y autoritario; y, en lo económico, con Salimei y Krieger Vasena inició la demolición del capitalismo nacional argentino y el enfeudamiento del país a los capitales externos y al FMI. Esta reconsideración del poder argentino, el PEN, constituye por lo tanto un prerrequisito para la comprensión de la historia argentina reciente, a menos que nos satisfaga declararla un 'misterio'. La condición del PEN como el nuevo tipo de poder que hemos descripto aquí se afirmó mediante su victoria en una guerra civil larvada, nunca declarada, y apenas percibida por sus víctimas como tal, para emerger al final del proceso, tras cuarenta años de demolición y disolución de la sociedad, como el único e hipostático actor hegemónico, coaligando a los empresarios verdaderamente prebendarios, a los tecnócratas y propagandistas con una casta política, sindical, militar y eclesiástica. Su control territorial sobre todo el país se ejerce mediante una cadena hegemónica que desciende desde la cúspide del aparato burocrático hasta la base de la sociedad; el flujo en dirección contraria, de abajo hacia arriba, desde el entramado social hacia el aparato del poder, fue suprimido, des-institucionalizado. La 'representación' fluye unidireccionalmente, desde arriba hacia abajo y desde el centro hacia la periferia. El poder no representa, sino que crea sus propios representantes: campeando soberano y desprendido por entero de la sociedad, a la que licuó hasta disolver todos los canales de comunicación entre Estado y sociedad civil, se erige como un poder casi de tipo asiático.

Por último, agreguemos una precisión acerca del término capitalismo. Pese a su generalizado empleo en las narrativas de las llamadas ciencias sociales del siglo XX, y a su vasta aceptación como un concepto eficazmente descriptivo de la sociedad contemporánea, entiendo que se trata de un concepto fundamentalmente ideológico y metafìsico, cuyo contenido empírico es escaso o nulo, en la medida en que parece aludir a un sinnúmero de entidades histórico-políticas y económicas, tales como los Estados Unidos, España, Japón, la Rusia postsoviética, los países latinoamericanos, etc., etc. La lista abarcaría todo el registro de las Naciones Unidas menos un puñado de países: China comunista, Corea del norte, Cuba y alguno más. Dice tanto que no dice nada. Martín Malia apunta que apenas podemos discernir tres componentes reales (empíricos), que son comunes a todas las entidades históricas que se suelen clasificar bajo la palabra capitalismo: la propiedad privada, el beneficio y el mercado. Pero no resulta claro que ninguno de los tres posea esa condición. Un mercado, por ejemplo, resulta indefinible si no se precisan las características de la estructura social sobre la que se asienta, así como las instituciones políticas, jurídicas y administrativas, además de las reglas específicamente económicas, que lo delimitan; y por fin los hábitos, las creencias y los valores (la cultura, en una palabra) de los agentes que actúan en él. A poco que reflexionemos, se advierte que 'mercado' no es más que otra palabra para designar a la sociedad, siempre que exista, en esa sociedad, un mínimo nivel de libertades: una cierta libertad de circular, de producir, de vender y de comprar, de obtener ganancias particulares y de acumular dinero. Si aceptamos este sentido esencial, mercados hubo en la Grecia y la Roma antiguas, en las ciudades medievales, en la América colonia de España. La expansión del mercado en las sociedades que llamamos capitalistas, desde el siglo XVI en adelante, fue un proceso co-extensivo, sino es que fue una sola cosa, con la expansión de las libertades civiles. De manera que para hablar de cualquier mercado debemos definir a la sociedad entera que lo constituye. El 'mercado capitalista' norteamericano, por ejemplo, se rige por una serie de reglas específicamente económicas, para no contar con el marco constitucional que lo constriñe, que lo diferencian netamente del 'mercado capitalista' argentino. Convendrá entonces el lector que resulta inadecuado postular la premisa de que tanto en Argentina como en los Estados Unidos existe el 'mercado', para deducir de allí que se trata de dos sociedades igualmente capitalistas. El mismo razonamiento se debe aplicar a los restantes componentes mencionados, la propiedad privada y la ganancia particular, motivo por el cual resulta innecesario extenderse más.

Ahora bien, en Argentina, hasta los años 1970', aproximadamente, existía un tipo de sociedad 'capitalista' que, muy sintéticamente, puede caracterizarse como sigue: productora de bienes primarios, semi-industrializada, con una clase empresaria muy fuerte en Buenos Aires y el Litoral, mucho más débil en provincias; un reducido núcleo de grandes terratenientes, sobre todo en las provincias del Litoral; y una vasta clase media de pequeños y medianos empresarios, comerciantes, empleados y funcionarios, maestros y estudiantes, y también pequeños y medianos intelectuales, y una clase trabajadora fuertemente sindicalizada (en Tucumán, en particular en los años '60, con mucho poder), con un elevado grado de participación en la distribución del ingreso. La sociedad se fundaba, en términos genéricos, en una cultura productiva, y su estructura social y política llegó a organizarse como un remedo, muy incompleto si lo cotejamos con los modelos centrales, del capitalismo del bienestar. La presencia del capital extranjero en las finanzas, la industria y el comercio era importante, pero en absoluto dominante.

Retomando el razonamiento ya expuesto, y dado que una entidad universal denominada 'capitalismo' no existe, sino como un modelo ideológico (para repudiar o elogiar), denomino a lo que acabo de describir como el 'capitalismo argentino realmente existente', efectuando una traslación de la operación intelectual que se reveló como necesaria para la comprensión de las sociedades que se autotitularon como 'socialistas' en la historia contemporánea. Puesto que el término 'capitalismo' sólo adquiere un valor descriptivo y analítico cuando alude a un lugar y un tiempo histórico determinados, la aplicación que propongo puede considerarse, incluso, algo más justificada que en el caso de los 'socialismos realmente existentes', que al fin de cuentas constituyeron una familia casi única de sociedades, caracterizadas por la propiedad universalmente estatizada, la rígida planificación centralizada, la dictadura del partido único y, trágicamente, por su carácter criminal (un rasgo que la conciencia humanista y 'progresista' de la izquierda occidental se niega tercamente a reconocer). Las sociedades que habitualmente llamamos capitalistas, por el contrario, no podrían ser resumidas de igual modo, porque presentan una inmensa variedad en sus estructuras sociales, políticas y económicas, en sus reglas jurídicas y constitucionales y en su cultura.

Pues bien, el proceso iniciado hacia la década de 1960, del cual el caso tucumano fue una especie de caso piloto, consistió en la destrucción de lo que hemos denominado el capitalismo realmente existente en Argentina, con su clase empresaria nacional fundada en la producción. Lo que le sustituyó, o sea la agonía que vivimos, necesita un nombre para nombrarlo. En la nueva sociedad argentina, la cúspide la ocupan un puñado de grandes corporaciones económicas, cleptocráticas en sí, más una cleptocracia específica originada en el aparato del Estado, los partidos y los sindicatos, mientras que una parte inmensa de la sociedad devino en una especie de clientela romana revivida. Cleptocracia o cronism (capitalismo de pandillas) es quizá un concepto algo más empírico, de mayor valor descriptivo, que el de 'capitalismo financiero': un sistema en el cual el propio estado, vale decir quienes detentan el poder, apelan a estrategias fraudulentas y a la creación de un marco seudo-legal para generalizar el robo y la confiscación de ramas enteras del aparato productivo del país, para proceder a su reparto entre los amigos y agentes del poder. De un modo similar a lo que, según ciertas descripciones, fue el proceso vivido en países como la India, la Argentina se mueve de la democracia a la cleptocracia: los recursos institucionales de la primera son útiles para tomar el poder y proporcionarle un fundamento; luego los políticos, los jueces y los tecnócratas lo convierten en un máquina de saqueo. Como quiera que sea, para determinar la dirección de la historia argentina en el presente se requiere que asistamos todavía al completo despliegue del proceso. ¿Hacia dónde va? ¿O vamos hacia la nada? Pero la historia del futuro es un ejercicio para filósofos de la historia, no para historiadores.

Moraleja

Una anécdota suele ser aquello que consideramos como un suceso circunstancial e irrelevante, un hecho quizá curioso, o divertido. La anécdota que aquí se contó no tiene ninguno de esos rasgos. Pero tiene una profunda significación vinculada con el país que acabamos por construir o, mejor dicho, por destruir. ¿Es legítimo cerrar la crónica con una moraleja? ¿Porqué no? La anécdota no enseña mucho más que lo que los argentinos ya sabemos: que nada es más fácil en este país que delinquir desde el poder. El abuso ilegítimo del poder está consagrado por nuestra historia. Otorga riqueza, prestigio y un seguro retiro a la vida privada. ¿Qué es hoy de Peyceré, de Pinali, de Arechaga, de tantos otros? ¿Viven, han legado a sus hijos un buen pasar, bienes, comodidad, lujos?

¿Acaso hubo, al fin, un 'affaire del azúcar'? Sí lo hubo, al menos uno cuyas pruebas quedaron registradas en los expedientes judiciales: fue un 'affaire' de los funcionarios del PEN, quienes hicieron desaparecer 400.000 bolsas de azúcar y presentaron como ladrones a quienes fueron, en realidad, sus víctimas. ¿No es el crimen perfecto? Sospecho que la historia reciente del país se encuentra regada de historias similares. Uno de los jueces consideró que las pruebas eran tan concluyentes como para recomendar el procesamiento de los funcionarios. Pero ese juicio nunca llegó. Dice Eden Phillpotts, por medio del inspector Foster, que 'de nueve casos entre diez, los hechos evidentes son los verdaderos, aunque ésta pueda parecerle una observación trivial'. El precepto no rige con comodidad en nuestro país, donde nada resulta 'patente con diafanidad', como quería el fiscal, y donde la evidencia no es tenida en cuenta para establecer la verdad.


* Roberto Pucci, investigador de la Universidad de Tucumán.