EL 'AFFAIRE DEL AZUCAR': CUANDO EL REGIMEN 
  DE ONGANIA TOMO POR ASALTO LA PROVINCIA DE TUCUMAN (1966-1970) (PARTE IV -FINAL-) 
  
  
  LOS EMPRESARIOS NACIONALES EN EL TUCUMAN ANTISEMITA, ANTICOMUNISTA Y OLIGARQUICO 
  
  Por: Roberto Pucci (especial y exclusivo para ARGENPRESS.info)*
  (Fecha publicación:07/11/2003) 
  Información Adicional 
  País/es: Argentina 
  
  Roberto Pucci, investigador de la Universidad de Tucumán, descorre el 
  velo del Tucumán reaccionario, antisemita, anticomunista y fascista de 
  los 'barones del azúcar', de la oligarquía, a la que sirvieron 
  las dictaduras militares. Con los Bussi se impuso el terror a sangre y fuego. 
  Hay otro Tucumán, popular, el de la FOTIA combativa, la de los socialistas 
  Octaviano Taire y Mario Bravo, de la Universidad de Rizieri y Silvio Frondizi, 
  de Rodolfo Mondolfo, del democrático gobernador radical Lázaro 
  Barbieri, de Monteros, comuna varias veces gobernada por los socialistas. Como 
  actuaron los 'barones del azúcar' amigos del nazismo en los años 
  treinta. Protagonismo de elementos del Opus Dei franquista. 
  
  
  El señor Peyceré y la cleptocracia 
  
  ¿Cómo fue posible que un funcionario de segundo rango del PEN, así 
  como su subordinado en la Dirección Nacional de Azúcar, dispusieran 
  de tanto poder, que llegaba hasta la capacidad de voltear 'gobernadores' impuestos 
  por el propio régimen? ¿Quién era el señor Peyceré? 
  La biografía del individuo responde a un molde y nos proporciona ciertas 
  pistas acerca de la conformación de la casta cleptocrática a la 
  que pertenecía. Digamos para comenzar que la cleptocracia no debe confundirse 
  con la burocracia porque, pese al matiz peyorativo que siempre acompaña 
  a este último término, un 'burócrata' no es necesariamente 
  un cleptócrata. Un burócrata es un técnico de oficina, 
  un empleado, un profesional graduado o no, pero siempre un individuo que hace 
  de su vida una larga rutina de escritorio, una tarea reiterada, día a 
  día y a lo largo de décadas, en una rama de la administración 
  pública. Un hombre, en una palabra, siempre atado a su escritorio, que 
  vive de su empleo y para su empleo. No es infrecuente que se construya, a partir 
  de esa pequeña porción del mundo, una vocación, una pasión, 
  casi un ideal de vida. Más de una generación de argentinos, ya 
  fuesen empleados en los ferrocarriles, en Gas del Estado, en YPF, en tantas 
  empresas del estado u oficinas de gobierno, gastaron sus vidas en esa consagración 
  sencilla, callada, honesta y cabal, a sus funciones y responsabilidades. ¿Hace 
  falta decirlo? Sí, porque décadas de falsa propaganda los han 
  sepultado en la iniquidad y en el olvido. 
  
  Un auténtico cleptócrata-tecnócrata integra una categoría 
  y una figura social muy distinta. Es todo lo opuesto: no ata su vida a un escritorio, 
  pero lleva un escritorio público atado a sí mismo durante toda 
  su vida, a lo largo de todos sus desplazamientos. Estos se producen con fluidez, 
  recorriendo los rincones más inesperados del aparato burocrático 
  del Estado. No hay rutina alguna en esa trayectoria, que es muy variada, múltiple, 
  flexible: salta de una función directiva a otra y de un gobierno a otro, 
  por muy distintos que sean sus colores políticos. Parece encontrarse 
  dotado de aptitudes que lo habilitan para desempeñarse en muy variadas 
  funciones directivas, es un 'experto' en múltiples cosas y en ciencias 
  muy variadas: economía, política, 'gestión del estado', 
  educación, seguridad, inversiones, etc. El tecnócrata-cleptócrata 
  argentino combate contra un enemigo perpetuo: aquél al que llama 'burócrata', 
  el empleado de carrera, la administración pública entera, el Estado 
  mismo. Eso no impide que el tecnócrata figure siempre, y en un lugar 
  privilegiado, en las planillas de sueldos de la administración pública 
  que declara combatir. El tecnócrata-cleptócrata vende un servicio: 
  su supuesta experiencia, su sabiduría y su competencia para trazar reglas 
  y prescripciones acerca de cómo triunfar en el reino de la empresa privada, 
  es decir, de la vida civil y de los negocios, lejos de la holgazanería 
  y de la corrupción estatal. Su cliente y empleador principal, sin embargo, 
  es el propio Estado, que compra sus habilidades y las paga a precio de oro. 
  
  
  Jorge Raúl Peyceré constituía un ejemplar típico. 
  Egresado como piloto de la Escuela Nacional de Náutica en 1954, graduado 
  posteriormente de abogado en la Universidad de Buenos Aires, se inició 
  en la actividad pública en 1956, a los 24 años, nombrado por el 
  PEN como interventor de la federación de los telefónicos, y luego 
  del sindicato del vidrio; de inmediato le sucedió otra intervención, 
  esta vez en la Dirección Nacional de Promoción Industrial. En 
  1963 aparece ya como 'asesor de gabinete' del Secretario de Industria y Minería, 
  en virtud de 'sus conocimientos sobre investigaciones de mercado y política 
  comercial'. Allí estaba cuando el golpe militar de Onganía lo 
  preserva en sus funciones, a pesar de que Mario Galimberti había sucedido 
  a Luis Gottheil como su jefe directo. En 1967 Krieger Vasena lo contrató 
  como asesor del Ministerio de Economía por el término de dos años, 
  con un sueldo mensual de 132.000 pesos, y pronto pasaría a ser subsecretario 
  a cargo del 'Servicio de Promociones de Inversiones Externas', creado por Krieger 
  Vasena especialmente para su amigo Peyceré el 31 de julio, otorgándole 
  el rango de subsecretario de Estado y dotándolo con presupuesto propio. 
  Se trataba de una repartición completamente nueva, con diez técnicos 
  y cinco empleados administrativos, destinada a intervenir en operaciones 'trianguladas' 
  entre las grandes terminales automotrices: ventas y fusiones entre Renault, 
  Kaiser y la Ford. Allí estaba cuando en mayo de 1968 se convirtió 
  en Secretario de Industria y Comercio Interior de la Nación. La revista 
  Confirmado, oficialista del régimen en esos tiempos, le llamaba 'El otro 
  Krieger': 'una versión suele atribuir a Raúl Jorge Peyceré 
  el muy espiritual papel de reencarnación de Krieger Vasena (....). Con 
  36 años, es uno de los innumerables abogados que en la Argentina son, 
  pero no ejercen'. El Secretario de Industria y Comercio poseía un firme 
  diagnóstico de lo que consideraba la causa del 'estancamiento argentino': 
  consistía en que la industria nacional padecía de severas 'distorsiones', 
  de 'baja eficiencia y altos costos', originadas en 'la protección eliminadora 
  de la competencia externa'. ¿Qué soluciones proponía? Sencillo: 
  desgravar las importaciones y reducir los costos por medio del congelamiento 
  de los salarios. En consecuencia, sus decretos favorecían sistemáticamente 
  la importación de bienes que se producían en el país. Cuando 
  el periodista lo apremió en esa ocasión con el 'problema' tucumano, 
  Peyceré respondió: 
  
  '-Tucumán necesita un cambio estructural... 
  
  '-Pero, ¿y el problema social? ¿Y los 53.000 desocupados que censó la 
  Universidad de Tucumán? 
  
  '-¿53.000? No, hay un problema, verdad. Pero si Ud. se fija en los diarios de 
  los últimos días de mayo, el subsecretario de Trabajo provincial 
  informaba que de 800 hombres que la industria pedía, se presentaron sólo 
  50.' 
  
  Acerca de la provincia decía: 'Yo estuve allá, vi lo que esas 
  tierras pudieron haber dado, hace ya mucho tiempo, si se hubiesen cultivado 
  con la mitad del esfuerzo y la eficiencia usados en Córdoba, Mendoza 
  o San Juan. ¡Cuántos años desperdiciados!'. Sostenía ante 
  quien quisiese oírlo que en Tucumán no debían quedar más 
  de diez ingenios y, si fuese posible, nueve. Solía también filosofar 
  que la 'Revolución Argentina deseaba en sus comienzos, como aún 
  hoy', que se eliminasen los establecimientos menos aptos 'por selección 
  empresaria natural'. Peyceré, por supuesto, se mostraba sumamente deseoso 
  por apurar el trabajo de la naturaleza: en 1969 amplió por decreto el 
  cupo del ingenio Ledesma, mientras mantenía compulsivamente reducido 
  el de los ingenios tucumanos. Para poder cumplir con la cuota que Peyceré 
  le regalaba, el ingenio Ledesma tuvo que importar melaza boliviana para procesarla 
  en su fábrica, mientras que en Tucumán quedaban 300.000 toneladas 
  de caña sin cosechar. 
  
  Cuando un grupo de cañeros tucumanos presentó un recurso de amparo 
  ante la justicia federal en contra de sus medidas, por considerarlas violatorias 
  de la equidad al privilegiar a los industriales del norte, Peyceré contestaría 
  al exhorto del juez, en tono amenazador, que 'pronunciarse en contra del régimen 
  para la zafra 1970 es quebrantar el Estatuto de la Revolución Argentina'. 
  Nanclares, coronel e interventor de Tucumán, denunció su arbitrariedad 
  e intentó ponerle freno, pero acabó 'renunciado'. El juez federal, 
  a su vez, desestimaría el amparo de los cañeros. En 1968 el gobierno 
  de la provincia de Tucumán ensayó una iniciativa para defender 
  el precio del azúcar, permanentemente retrasado en relación con 
  la evolución de todos los demás bienes, y entonces Peyceré 
  ordenó a su subsecretario el dictado de una resolución que impuso 
  por decreto un precio máximo irrisorio. Los precios del azúcar 
  en el mercado argentino se mantuvieron por debajo de los costos reales de producción 
  a lo largo de las zafras de 1965, 1966 y 1967. Con este tipo de medidas, Peyceré 
  y los militares continuaban, en realidad, una larga tradición de la política 
  azucarera argentina dictada desde Buenos Aires, que se había inaugurado 
  con la Ley Azucarera de 1904, prosiguió con la Ley Saavedra Lamas de 
  1912 y no sería abandonada jamás a lo largo del siglo, ni siquiera 
  con la 'desregulación' de 1991, que desprotegió por entero a la 
  industria azucarera argentina y pretendió entregarla, maniatada, a la 
  codicia brasilera por capturar el mercado nacional. Desreguló todo, sí, 
  menos el precio del azúcar en el mercado interno, porque a la menor insinuación 
  de tonificación del mismo, el tandem Cavallo-Menem amenazaban con la 
  importación de azúcares de dumping. Tal política secular 
  del PEN consistió en un recurso sencillo, un cepo a la industria por 
  el cual, a cambio del mínimo de protección aduanera frente a la 
  competencia de azúcares subsidiados del extranjero, chantajeó 
  y asfixió a la industria local con un precio tope para el producto, tope 
  que siempre tomó como parámetro los precios de dumping del mercado 
  libre mundial, un mercado residual como es sabido. Tal era el estado de cosas 
  en el país, y tal el PEN que nos supimos dar: un tecnócrata-cleptócrata, 
  desde su escritorio en la Capital Federal, posee más poder que el ejecutivo 
  de una provincia. 
  
  Se comprende que la CAT fuese derrotada y aniquilada, porque representaba un 
  estorbo para un vasto plan en marcha, que consistía en eliminar de una 
  buena vez todo ese ruidoso y peligroso mundo de cañeros, obreros sindicalizados, 
  pequeños y medianos industriales, que conformaba el mundo azucarero de 
  Tucumán: un 'chicaje' alborotador, en el cual hasta los empresarios parecían 
  comunistas. Eliminar, en suma, una variante local de 'capitalismo realmente 
  existente', una estructura productiva con un relativamente importante grado 
  de distribución de las riquezas, no monopolizada, para sustituirlo con 
  otro 'modelo', el de Arrieta-Blaquier y Patrón Costas, así como 
  de los Paz de Tucumán. El 'Plan Salimei', en suma, impuso una transferencia 
  forzada de la producción azucarera argentina de Tucumán a las 
  provincias de Salta y Jujuy (en rigor, a favor del ingenio Ledesma) mediante 
  el cierre militar de los ingenios tucumanos y una rígida legislación 
  que consagró de inmediato tales medidas, al mismo tiempo que pretendía 
  legitimar el despojo mediante una abrumadora guerra propagandística sostenida 
  en la retórica de la modernización y de la eficiencia. El descalabro 
  de la industria tucumana fue agudizado por la recesión compulsiva impuesta 
  por la cupificación trazada a continuación por Krieger Vasena 
  (que venía siendo planeada desde los tiempos de Alvaro Alsogaray, en 
  la segunda mitad de la década de 1950), que elevó artificialmente 
  sus costos al generar una capacidad ociosa equivalente a 120..000 hectáreas 
  de cañaverales por año, y que aún luego del cierre de 11 
  de sus ingenios obligó a los restantes a trabajar al 70 por ciento de 
  su capacidad instalada. 
  
  A todo ello debe agregarse el permanente sabotaje administrativo y financiero 
  practicado contra la industria tucumana por el llamado 'Poder Ejecutivo Nacional' 
  (PEN), y la discrecionalidad política con la que actuaba hasta el menor 
  de sus empleados, dotados con un poder que en los hechos resultaba superior 
  (como ocurre hasta el presente) al que poseen los poderes legislativo, ejecutivo 
  y judicial de cualquier provincia. Finalmente, cuando todo eso no bastó 
  para sus fines, el Estado nacional se lanzó al complot político 
  más desembozado para imponer su 'modelo' de nueva economía. Un 
  modelo que se impuso por la fuerza, en el terreno político-militar, según 
  hemos podido apreciar. Detrás del telón, por supuesto, movían 
  los hilos Arrieta y su yerno Blaquier. Los elementos de ese plan de asalto contra 
  Tucumán no constituyeron, por lo demás, una creación original 
  de Blaquier, puesto que provenían de los tiempos en que Alsogaray se 
  desempeñó como ministro de la Revolución Libertadora, y 
  luego de la presidencia de Arturo Frondizi, cuando el Banco Mundial puso en 
  manos de Federico Pinedo, su ministro, un diseño completo de lo que ejecutarían 
  al fin, bajo la dictadura de Onganía, Salimei, Krieger y Peyceré. 
  El señor José Alfredo Martínez de Hoz (h) habría 
  de desempeñar, también, un papel crucial en todo el asunto puesto 
  que, sin poseer ni una hectárea de caña de azúcar, presidía 
  por esos años el CARNA (Centro Azucarero Regional del Norte Argentino, 
  apenas un nombre de fantasía para representar en Buenos Aires, locus 
  del poder, a los dos grupos industriales de Salta y Jujuy). Martínez 
  de Hoz (h) se había vinculado con Arrieta y Patrón Costas cuando 
  arribó a Salta como Ministro de Economía de la intervención 
  federal en 1956. Fue entonces cuando se vinculó al CARNA, entidad que 
  habría de presidir hasta mediados de la década de 1960. 
  
  El absoluto aislamiento en el que la CAT fue arrinconada y aniquilada, cuyas 
  razones socio-políticas y económicas hemos interpretado páginas 
  atrás, fue examinado del siguiente modo por Emile Nadra: 
  
  'En el mundo azucarero argentino hay empresas que consideran la actividad como 
  privativa de un grupo selecto, casi un título de nobleza, vedado a otras 
  personas. Empresarios, a veces candorosos y a veces sin prejuicios, para quienes 
  los principios de la libre empresa son útiles en tanto y en cuanto facilitan 
  el libre albedrío de sus actos y de sus intereses. Para ellos la libre 
  empresa no debe regir para algunos competidores. A éstos, parece lícito 
  desbaratarlos, intervenirlos y expropiarlos, e inclusive perseguirlos y encarcelarlos, 
  si la coyuntura política se presta para ello. Es ésta, realmente, 
  una interpretación muy original de la libre empresa. El Estado es llevado 
  al papel de un perro guardián, atado con cadenas, que se suelta sólo 
  para atacar a los supuestos intrusos'. 
  
  CODA: Justicia, impunidad y culpabilidad invertida en la agonía de 
  la Argentina 
  
  El cerco judicial y represivo 
  
  En cuanto el tandem Peyceré-Arechaga lanzó su operativo contra 
  la CAT, se estableció un vasto cerco policial y judicial para consumar 
  la aniquilación de la empresa en la figura de todos sus directores. El 
  Banco de la Provincia de Tucumán (BPT) instruyó a su representante 
  legal en Buenos Aires para iniciar querella criminal en los tribunales federales 
  contra Emile Nadra, el capitán Solá, Aldo Rodríguez y Jacob 
  Goransky, por 750 millones de pesos moneda nacional, y otro tanto hizo la Caja 
  Popular de Ahorros de la provincia, que ya había iniciado demanda en 
  abril, ahora retomada. El fiscal de la provincia de Tucumán, a su vez, 
  querellaba por defraudación ('desbaratamiento de derechos acordados') 
  a Emile Nadra, Aldo Rodríguez y Guillermo Kohan, directores de CAT, junto 
  con Rodolfo Terán, Hugo Terán Viaña, Hugo López 
  Alurralde y otros cañeros y ejecutivos de los ingenios de la CAT, quienes 
  habían sido incorporados a la gestión tras la reapertura de 1967. 
  Los directores cañeros del ingenio La Trinidad tuvieron también 
  su querella penal por la supuesta desaparición de 100.000 bolsas de azúcar. 
  En agosto, la DGI demandaba a Nadra y Rodríguez por otra supuesta defraudación, 
  esta vez por compra simulada de azúcar y venta ilegal de automóviles 
  de la firma. Todavía en noviembre de ese año, el diligente fiscal 
  Fidel I. Lazzo seguía acumulando demandas contra los altos y medios directivos 
  de la CAT, los empleados y decenas de cañeros de la provincia. En el 
  golpe final contra la CAT, el PEN y el gobierno provincial, decididos a aniquilarla, 
  arrojaban lodo por doquier y sin medida. Es de imaginar el azoro de aquellos 
  cañeros, quienes nunca habrían sospechado la virulencia que podía 
  alcanzar la ofensiva de los funcionarios del PEN, aplastados bajo una lluvia 
  de demandas penales, arrestados y enjuiciados. Otro juez de la provincia, Juan 
  Carlos Salas, ordenaba la captura de Nadra, Rodríguez, Solá y 
  otros empleados de la firma en Tucumán, por nuevos azúcares supuestamente 
  desaparecidos en el ingenio Santa Rosa y en Monteros. Fue una verdadera descarga 
  de fusilería jurídica, aplastante y torpe, por lo excesiva. El 
  inefable -e infaltable- Exequiel Avila Gallo prestaba su concurso al infame 
  complot, reclamando de la justicia la intervención contable de la CAT: 
  se puede pensar que aquella vez actuó desinteresadamente y por vocación, 
  dado el carácter de 'cruzada contra el comunismo' y el 'judeo-bolchevismo' 
  que presentaba la ofensiva contra la CAT. 
  
  En Buenos Aires, en la madrugada del 22 de mayo, al día siguiente de 
  su conferencia de prensa, Julio C. Cueto Rúa, el capitán Jaime 
  Solá, Virgilio Tedín Uriburu, Oscar Llobet y José Figueroa 
  Alcorta fueron sacados de sus domicilios y trasladados a las dependencias de 
  Defraudación y Estafas de la Policía Federal: Peyceré, 
  ex-militar devenido tecnócrata, no vacilaba cuando se trataba de pasar 
  a la acción. En la noche de ese día, Peyceré informó 
  ante Onganía y el gabinete en pleno que la expropiación había 
  sido decidida por 'la inexcusable obligación del Estado de proteger el 
  bien social', y que, en tal sentido, se había recurrido al 'principio 
  de subsidiariedad del Estado'. Un individuo interesante este Peyceré, 
  sin duda, y sumamente ocurrente: la 'subsidiariedad' significaba hacer del estado 
  una máquina de intriga y de legalidad invertida, a fin de engullir la 
  empresa privada para repartírsela entre tecnócratas y militares 
  en retiro. Emile Nadra, Aldo Rodríguez y Jacobo Goransky eran las presas 
  sobre las que los funcionarios del PEN ansiaban descargar su verdadero golpe. 
  No se presentaron de inmediato ante la justicia, presintiendo lo que les esperaba, 
  de manera que la prensa sacarófoba hacía circular la especie de 
  que Nadra y Goransky, 'verdaderos responsables del desfalco y prófugos 
  de la justicia', gozaban plácidamente de sus riquezas en Suiza. El 26 
  de mayo, los dos primeros, en su calidad de directores ejecutivos y apoderados 
  de la CAT, hicieron llegar un escrito a la justicia por el cual asumían 
  toda la responsabilidad por cualquier acción de la firma, con lo cual 
  abrieron el camino para que los restantes miembros del Directorio quedaran libres 
  de cualquier acusación. 
  
  Muy poco después de estos acontecimientos, el 8 de junio de 1970, la 
  dictadura de Onganía llegó a su fin, tras una segunda oleada de 
  rebelión popular que siguió al 'Cordobazo', en circunstancias 
  en que los funcionarios azucareros del PEN todavía no habían terminado 
  de deglutir los ingenios de la CAT. Tan desprolija fue la intriga fabricada 
  por Peyceré y Arechaga, que el militar que sucedió a Onganía, 
  el general Roberto M. Levingston, apenas asumido, ordenó que el estado 
  desistiese de la demanda judicial planteada contra el Directorio de la CAT. 
  Poco después, los jueces César Black y Leopoldo Isaurralde dictaminaban 
  que la Dirección Nacional de Azúcar había procedido con 
  'ligereza' en la verificación de los azúcares de la compañía, 
  arrojando una enorme sombra de duda sobre la legitimidad del proceder de los 
  funcionarios del PEN . Pero ¿quién le quitaría lo bailado a Peyceré 
  y Arechaga? Este último había sido ya transferido al directorio 
  de la flamante CONASA: la historia de esta corporación, constituida con 
  los bienes usurpados a la CAT, daría lugar a otra secuela de delitos 
  oficiales, pero no cabe contarlos aquí. 
  
  El 'affaire' en la justicia 
  
  Pero quizá el lector se pregunte a esta altura: ¿qué fue verdaderamente 
  aquel 'affaire del azúcar', esa gran estafa del siglo, aquel supremo 
  ejemplo de la maldad de los industriales tucumanos? Y también: ¿porqué 
  he calificado de 'complot' y de 'fabricación de un negociado' a las maquinaciones 
  de Onganía, Imaz, Peyceré y Arechaga contra la CAT? Bien, paso 
  a exponer mis razones. La metralla judicial lanzada por Peyceré y todos 
  sus agentes no pudo menos que producir una marea de expedientes, averiguaciones, 
  careos, testimonios, pesquisas, etc., y de todo ello hubo resultados. Porque 
  el juicio, aunque parezca sorprendente, llegó en esta ocasión 
  a su fin. El lector podrá preguntarse: ¿debemos otorgar algún 
  crédito a las conclusiones de la justicia? Un argentino de hoy se encuentra 
  predispuesto a no darle ningún crédito, y no sin razón. 
  Pero antes de cerrar esta crónica con la exposición abreviada 
  de los dictámenes judiciales, expongo dos consideraciones: (1) la justicia 
  de la época, como poder independiente, había comenzado a ser aplastada, 
  amansada y corrompida por la dictadura de Onganía: numerosas cortes y 
  jueces de provincia fueron apartados brutalmente, al menor gesto de independencia 
  y de rectitud moral y profesional. Pero la corrupción generalizada del 
  poder judicial sería una tarea de años, de más de una dictadura 
  y, particularmente, de la democracia dictatorial inaugurada por el señor 
  Menem. En resumen, existían aún jueces dignos de ese nombre; (2) 
  pero si el argumento expuesto no es suficiente ni probatorio, cabe razonar que 
  las pruebas emergentes de aquellos procesos fueron, como mínimo, más 
  sólidas que las acusaciones nunca probadas de los funcionarios de la 
  dictadura y de sus propagandistas en los medios de comunicación. Claro 
  que el lector está en libertad de escoger el fundamento de sus creencias, 
  o de tenerlas sin ninguno. 
  
  Antes de mediados de aquel año 1970, los jueces Black e Isaurralde dispusieron 
  la falta de méritos para procesar a los directores de la CAT, excluyendo 
  los casos de Nadra y Rodríguez, que no habían sido detenidos. 
  Conviene destacar que el fallo de Isaurralde, del 8 de julio de 1970, estableció 
  que la Policía Federal se había extralimitado en sus procedimientos 
  al remover cielo y tierra 'en busca de mercaderías cuya presentación 
  no era exigible hasta septiembre, o diciembre de 1970', aunque resultaba claro 
  que la Policía no había actuado 'motu propio', sino por iniciativa 
  de la Secretaría de Industria y Comercio Interior y su dependencia la 
  DNA, o sea los señores Peyceré y Arechaga, ya que las partes supuestamente 
  afectadas (los Bancos de la Nación y el Banco Mercantil, principal acreedor 
  de la CAT) no habían presentado ninguna demanda contra los acusados. 
  En la causa llevada por César Black, el fiscal D'Albero informó 
  al juez que el Banco Nación, como acreedor de CAT por los azúcares 
  prendados y supuestamente desaparecidos, 'declara no tener conocimiento de que 
  exista faltante de azúcar con prenda a su favor', por lo que -añadía 
  el fiscal- 'se desdibuja el ilícito penal', añadiendo que al no 
  encontrarse vencida la obligación, y dado que el acreedor no exigió 
  ninguna cancelación anticipada, 'resulta patente con diafanidad que las 
  aprehensiones realizadas han estado signadas por la precipitación'. Añadía 
  D'Albero que la actitud policial violaba las garantías constitucionales 
  de los acusados por cuanto no hubo in fraganti ni supuesta culpabilidad. Con 
  tales fundamentos, el juez César Black decidió dejar sin efecto 
  el procesamiento de los directivos de la CAT, al mismo tiempo que condenó 
  la 'censurable precipitación' de la repartición policial. La sentencia 
  de Black ponía fin a todo proceso contra el Directorio de la CAT, a excepción 
  de Nadra y Rodríguez, que no habían sido apresados. 
  
  No es preciso ser lego, sin embargo, para advertir que los considerandos de 
  Isaurralde y Black exculpaban a éstos últimos de hecho. No lo 
  entendieron de igual modo ciertos jueces, como que en la provincia de Tucumán, 
  el 24 de julio, cuando ya se habían producido las sentencias recién 
  extractadas, la justicia local dictaba orden de captura contra Nadra y Rodríguez, 
  a quienes se catalogaba como los 'principales responsables de la defraudación 
  que costó a la provincia más de mil millones de pesos'. Es decir 
  que el juez de esta causa declaraba culpables a los acusados antes de investigar 
  nada. El PEN actuaba de igual modo que estos jueces a su servicio: en agosto 
  de 1970, luego de la sentencia exculpatoria de Black, apresó nuevamente 
  a los directivos de la CAT y los colocó 'a disposición del PEN', 
  en virtud de su arbitrariedad dictatorial, haciendo pagar a Cueto Rúa 
  por sus atrevidas declaraciones de mayo con dos meses de cárcel. En cuanto 
  a José Figueroa Alcorta, ex presidente de la CAT y miembro de su directorio, 
  quien, como diría Emile Nadra en una de sus declaraciones, era el nieto 
  'del único ciudadano que ocupó la presidencia de los tres poderes 
  en la historia argentina', como no resistía la prisión prefirió 
  la opción del exilio. 
  
  En cuanto a Emile Nadra y Aldo Rodríguez, su presentación en la 
  justicia tuvo lugar en 1971, cuando el segundo fue detenido por la Policía 
  Federal y Nadra consideró que contaba con las mínimas garantías, 
  una vez destronados Onganía, Peyceré y Arechaga (este último 
  habría de ser exonerado y procesado por su posterior desempeño 
  en CONASA). Los juzgó el juez Julio Mauro Sosa, en los Tribunales de 
  Tucumán. Su sentencia, con fecha del 11 de noviembre de 1972, sobreseyó 
  a Nadra y Rodríguez, asentando que había llegado a tal decisión 
  luego de dos años de actuación, en una causa que acumuló 
  catorce cuerpos de expedientes, con más de tres mil hojas que registraban 
  las actuaciones, testimonios, confrontaciones de pruebas, peritajes y cotejos 
  documentales. El juez Sosa estableció que: (1) la demanda no fue iniciada 
  por los acreedores, supuestos afectados, sino por la DNA, repartición 
  del PEN; (2) que al tiempo de inicio de la querella, las deudas de los acusados 
  con el BPT, la Caja Popular y el Gobierno de la Provincia no se encontraban 
  vencidas, así como que el Banco Nación y el Banco Mercantil, este 
  último el mayor acreedor de la empresa, no habían formulado demanda 
  alguna; (3) sobre el tema de fondo, de los supuestos 'azúcares faltantes', 
  el juez estableció que las fotos y secuencias televisivas presentadas 
  por Arechaga como prueba de la estafa, que mostraban las estibas en el depósito 
  de Puerto Madero con 'huecos' en su interior, habían sido tomadas el 
  día 15 de mayo, nueve días después de que tales depósitos 
  estuvieran bajo control absoluto de la DNA, repartición que Arechaga 
  dirigía, puesto que los había intervenido el día 6 de mayo, 
  y desde ese momento ningún directivo de la CAT pudo acceder a los mismos; 
  (4) que la DNA había efectuado inspecciones en dichos depósitos 
  en numerosas oportunidades a lo largo del mes de abril de 1970, siendo las últimas 
  los días 28, 29 y 30 de abril, y que en todas ellas no informó 
  de ninguna irregularidad ni faltante; (5) que, no obstante eso, Arechaga denunció 
  faltantes el día 13 de mayo, oportunidad en la que declaró que 
  sólo existían 278.000 bolsas de un total de más de 560.000, 
  y redujo la primera cifra, en declaraciones posteriores, a solamente 108.000 
  bolsas. 
  
  Dispongo hoy del testimonio de José Salomón, quien participó 
  en los episodios de inspección de los azúcares de la CAT, un testimonio 
  que concuerda con las conclusiones del juez y que revela, a treinta años 
  de distancia, la verdadera conducta de Guillermo Arechaga. Relata Salomón 
  que la verificación de los días 29 y 30 de abril fue realizada 
  en los depósitos de Puerto Madero por dos funcionarios designados por 
  Arechaga, los señores Dopico y Marafuschi (cuyos nombres no recuerda), 
  empleados con más de diez años en la repartición y especialistas 
  en conteo de estibas, acompañados por el Dr. Cattaneo, abogado jefe de 
  la DNA, 'y un señor llamado Ricardo Entrena de la SIDE'. La inspección 
  dio como resultado la verificación de existencias de 564.000 bolsas de 
  azúcar, de las cuales 360.000 se encontraban estibadas en la planta baja 
  y 204.000 en el primer piso, un stock levemente superior al registrado en los 
  libros de la compañía, lo que se registró en un acta firmada 
  por los dos funcionarios, el abogado y el propio Salomón. Frente a esta 
  situación, Arechaga quiso obligar a Dopico y Marafuschi a cambiar el 
  acta labrada por otra en la que debían declarar que la cantidad verificada 
  ascendía solamente a 258.000 bolsas. Debido a su negativa, los empleados 
  fueron encarcelados en Villa Devoto durante cinco días, y finalmente 
  despedidos de la DNA. El acta que habían labrado despareció. 
  
  Retornemos a las conclusiones a las que arribó el juez Sosa en el juicio. 
  Afirmó que 'aparece a todas luces una verdadera maniobra dolosa, que 
  consiste en haber hecho desaparecer más de 400.000 bolsas de azúcar 
  de los depósitos, maniobra que no puede imputarse en forma alguna a la 
  CAT, por lo que declaramos que una vez terminado este proceso se investigue 
  a los funcionarios de la DNA'. El 'affaire' del siglo, en suma, consistió 
  en que el PEN y los funcionarios encargados de la política azucarera 
  nacional sabotearon, querellaron, intervinieron y confiscaron a la empresa azucarera 
  tucumana más importante de la época y, de paso, se robaron cuatrocientas 
  mil bolsas de azúcar. Con los directivos de la ex-CAT en prisión, 
  enjuiciados u obligadamente prófugos, el interventor militar de la CAT 
  'residual' provocó luego su quiebra, con lo que el gobierno militar ensayó 
  un fraude jurídico para evitar que el Estado asumiese la responsabilidad 
  de la expropiación. Pero el mayor triunfo de la intriga consumada, sin 
  embargo, consiste en que esas acciones inicuas, que no sólo acabaron 
  con una empresa azucarera privada, sino que arruinaron la economía de 
  Tucumán, engendraron la leyenda de 'los ladrones de la CAT' que hegemoniza 
  hasta nuestros días la memoria histórica de los argentinos. 
  
  La liquidación de la CAT dio origen a un juicio contra el estado (PEN) 
  por parte de Emile Nadra y los restantes accionistas de la empresa, en una demanda 
  por expropiación inversa que ya dura 33 años y que hasta hoy no 
  ha concluido. Reclamaron el pago de la indemnización correspondiente 
  por la confiscación sufrida. Tras una prolongada lucha judicial que consumió 
  varios lustros, la Corte Suprema de Justicia de la Nación falló 
  a su favor en 1989, mediante una sentencia que estableció que el gobierno 
  militar había actuado con arbitrariedad y mala fe, que con su accionar 
  había provocado la quiebra de la empresa y que, tras confiscar los ingenios, 
  quiso evadir la obligación de indemnizar a quienes había despojado. 
  Como señalan Bidart Campos y Herrendorf, la sentencia de la Corte estableció 
  la 'verdad objetiva' de 'que el estado, a través de una serie de idas 
  y vueltas, empleando la facilísima legislación de facto, pero 
  dejando a las claras sus intenciones y propósitos hasta en muchos de 
  los mensajes que precedieron a muchas de sus leyes, buscó y logró 
  el desapoderamiento de los bienes que dieron origen al juicio de expropiación 
  inversa ...'. Sin embargo, y a pesar de que ya han transcurrido casi quince 
  años desde aquella histórica sentencia, el Estado argentino no 
  pagó lo que corresponde a los propietarios de la CAT, cuando la mayoría 
  de aquellos accionistas ya han muerto. Y cada vez que el tema sale a luz, una 
  'unión sagrada' de políticos, sindicalistas, periodistas y burócratas 
  del PEN condena su reclamo y se amagan 'comisiones especiales' en las cámaras, 
  que jamás investigaron nada en serio ni llegaron a conclusión 
  alguna. El diputado por Tucumán Juan Carlos Cárdenas, en la sesión 
  del 2 de septiembre de 1973, solicitó que se investiguen las causas por 
  las que el PEN había impuesto el cierre de las 11 fábricas azucareras 
  de Tucumán, lo que calificó de 'agresión sin precedentes 
  contra una provincia argentina', retomando en aquella oportunidad un término 
  que ya había circulado en toda la provincia, quizá lanzado por 
  los cañeros de UCIT: el 'genocidio' de Tucumán. Pero la comisión 
  conformada dilató su labor el doble del tiempo asignado, no produjo ningún 
  estudio y terminó disuelta por orden de Perón. 
  
  En la noche del 24 de marzo de 1976, un comando del ejército ametralló 
  la casa de Emile Nadra en Tucumán. El episodio fue relatado en una carta 
  que le escribiera Elías Nadra, su primo, por cuyo valor testimonial merece 
  reproducirse: 'Eran aproximadamente las 5.50 de la madrugada del mismo día 
  de la toma del poder por la Junta Militar (...) Sentimos en la calle frente 
  a nuestra casa el tableteo de varias ametralladoras, pensamos que pudo haber 
  sido un encuentro entre dos grupos antagonistas (policías y delincuentes, 
  o policía y fuerzas extremistas). Un corto silencio y de nuevo el estampido 
  de numerosos tiros, pero ya despiertos comprobamos nítidamente que estaban 
  ametrallando la puerta de calle. Podrás imaginarte el terror que se apoderó 
  de todos nosotros, ya que en breves segundos todos estábamos en el patio: 
  Irma, yo, Afife, Raúl, Cuqui, Alfredito, Graciela, Alfredo Bernat. Por 
  suerte, Mamá, tía y Leopoldo dormían plácidamente, 
  ni tampoco se despertaron más tarde. Otra vez una breve pausa y de nuevo 
  el ruido ensordecedor de muchos balazos retumbaban a lo largo de toda la escalera, 
  y el miedo se hacía Incertidumbre. ¡Se convertía en angustia! 
  (...) En la tercera tentativa y en vista de que no podían abrir la puerta 
  (se lo impedía la tranca) rompieron la puerta de abajo, subieron, rompieron 
  el vidrio de la puerta cancel; ya Irma y Afife habían prendido las luces 
  y los esperaban en el hall..., y a un solo grito de exclamación las dos: 
  ¡Señor, qué pasa! ¡A qué se debe este atropello!, respondieron: 
  Señora, venimos a buscar a Emilio. Señor, esa persona no vive 
  acá, esta es la casa del Sr. Elías Nadra... Un breve silencio 
  y el que comandaba el grupo, un mayor del Ejército y cinco conscriptos, 
  dijo: Señora, le pido mil perdones, todo ha sido un gran error'. ¿Un 
  error? El mismo tipo de 'error' que produjo la 'desaparición', esa misma 
  noche, de tantos ciudadanos argentinos, empresarios, sindicalistas, profesionales, 
  estudiantes, dirigentes políticos. No puede menos que presentirse que, 
  de haber estado Emile Nadra aquella noche allí, habría sufrido 
  la misma suerte. Esa era la 'espada de Loyola' aludida por Blaquier, para acabar 
  con los 'pigmeos'. 
  
  En lo que se refiere a la sentencia de la Corte Suprema de 1989, que ordenaba 
  al PEN pagar por los daños cometidos a los damnificados, motivó 
  que el Sr. Carlos Menem, quien acababa de asumir la presidencia de la República, 
  la descalificase públicamente como un órgano del 'anterior gobierno', 
  por lo que muy poco después habría de modificar la composición 
  y el número de sus miembros. En nuestros días, catorce años 
  después, la sentencia no se ha cumplimentado. Los políticos, de 
  esta manera, consagran la iniquidad de los militares y de sus mandantes, en 
  su tarea de arruinar la República. Pagar a los damnificados, le dicen 
  al país, constituiría 'una nueva estafa'. ¿No es esto un caso 
  de culpabilidad invertida, de memoria histórica vuelta del revés, 
  que hace de las víctimas los perpetradores del crimen? 
  
  Interpretación: La destrucción del 'Capitalismo realmente existente' 
  en la Argentina 
  
  Los componentes fundamentales de la crónica han sido narrados. A continuación 
  (y espero que el lector soporte el esfuerzo) desarrollaré las tesis que 
  subyacen a la reconstrucción de la crónica: 
  
  En primer lugar, la demolición de la economía azucarera de Tucumán 
  ejecutada a partir de 1966 constituyó una batalla importante, por su 
  carácter inicial y experimental, en la lucha por desbaratar el modelo 
  social y económico de la Argentina de posguerra e implantar uno nuevo, 
  el del capitalismo especulativo, de la Argentina des-industrializada y compradora, 
  altamente concentrada y absolutamente dependiente del capital y de la voluntad 
  política de los Estados Unidos. Los grupos sociales beneficiados, que 
  actúan apenas como mandantes de Washington, constituyen una especie de 
  cleptocracia conformada por la coalición de los grandes grupos económicos 
  con los militares, los sindicalistas, la clase política y las sectas 
  integristas de derecha que han colonizado crecientemente el aparato del Estado 
  desde los años '60 y no lo sueltan, porque se adaptan a las dictaduras, 
  las democracias y las semidemocracias. La cleptocracia es una casta dirigente 
  y, al mismo tiempo, un régimen de Estado y de gobierno que apela a estrategias 
  fraudulentas y desarrolla una práctica viciada del poder, el que no necesariamente 
  produce su propio marco institucional y jurídico: simplemente distorsiona 
  o viola el existente, creando una situación de a-juridicidad. 
  
  En segundo lugar, cabe apuntar que para lograr una comprensión cabal 
  del 'misterio' argentino, el misterio de un país que parece haber cometido 
  suicidio, es preciso abandonar lo que un autor denominó la impostura 
  economicista. Tal impostura forma el hard core de la ideología neoliberal, 
  propagandizada incansablemente desde el poder, la gran prensa, la academia, 
  los 'centros de estudio' y las grandes corporaciones empresarias, las que abrumaron 
  al país con su lenguaje marmóreo (wooden language, dicen los ingleses), 
  organizado en torno a tres o cuatro tópicos ideológicos, revestidos 
  con las galas de una pretendida seriedad científica: modernización, 
  eficientismo, desregulación supuesta y libre mercado. La sacarofobia, 
  como lo habrá advertido el lector, es una de las versiones más 
  antiguas y acabadas de esta impostura. Señala O'Donnell que el capitalismo 
  financiero que se impuso en nuestro país tiene sus gerentes, sus ideólogos 
  y sus propagandistas bien remunerados. Creo que existe una cuestión previa, 
  sin embargo, que consiste en que esos propagandistas trabajaron sobre un terreno 
  largamente abonado, y que tocaron una música que gran parte de los argentinos 
  estuvo casi siempre dispuesta a escuchar. Es la cuestión de cómo 
  logró semejante éxito la 'impostura economicista' en el país. 
  La anécdota de la CAT, creo, es un buen ejemplo de ello: el capitalismo 
  'pandillero' se impuso por la fuerza, y no precisamente por las 'impersonales' 
  fuerzas económicas, por el triunfo de 'lo desarrollado y moderno versus 
  el atraso', etc. Esto significa que no nos encontramos ante algún proceso 
  inevitable y fatal, ni ante la realización de la 'justicia' del mercado. 
  Todo lo contrario: las armas empleadas fueron el poder militar, la fuerza del 
  Estado, la máquina administrativa, policial, judicial y periodística, 
  y también la manipulación del mercado. La historia de empresas 
  no se puede narrar solamente a partir de sus libros contables: intervinieron 
  los decretos, seudo-leyes e infinitas resoluciones 'administrativas' del poder 
  central; intervinieron los generales, coroneles, gendarmes y policías 
  federales; y también aquellos jueces que aceptaron prestarle el manto 
  de una falsa legalidad a una estructura institucional violentada y corrompida. 
  De manera que, mientras la prédica de los tecnócratas y economistas, 
  de los propagandistas y la prensa y de todos los medios masivos de comunicación 
  ha machacado el cerebro de los argentinos, durante décadas, con el lenguaje 
  marmóreo del dogma neoliberal, su eficacia dependió del hecho 
  de que el aparato del Estado, sea éste militar o civil, se encargó 
  a su vez de machacar la economía y la vitalidad productiva de la sociedad 
  argentina. 
  
  En tercer lugar, deseamos llamar la atención acerca de la urgencia de 
  una reflexión histórica, política y constitucional sobre 
  la naturaleza y las formas de construcción del poder en la Argentina. 
  Observemos que el hecho de que el Estado argentino, el PEN, cumpliese el papel 
  de aniquilador de una economía regional es lo notable del caso, porque 
  otorga a una anécdota apenas provinciana una significación algo 
  mayor, ya que nos habla acerca de la naturaleza real de este Estado argentino, 
  llamado Estado 'nacional', PEN. Nos obliga a reconsiderar seriamente su habitual 
  e irreflexiva caracterización como 'Estado nacional': es un poder central, 
  sin duda, pero ello no implica el sentido de 'estado nacional moderno'. La fuerza 
  centrípeta de ese estado adquirió precisamente dimensiones avasalladoras 
  a partir de la dictadura de Onganía: una fuerza centrípeta que 
  ejerció una función desintegradora, porque no fue solamente la 
  dictadura de una clase o de una coalición de grupos sociales sobre el 
  resto de la sociedad argentina; fue particularmente la dictadura de una parte 
  del país sobre el resto. El PEN, vértice superior y auténtico 
  lugar del poder en la Argentina, impuso su hegemonía mediante una sorda 
  guerra civil, semi-declarada y semi-encubierta, y lo hizo mediante la ocupación 
  militar de las provincias, en coalición con los grupos dirigentes locales, 
  allí donde encontró quienes se prestaran a actuar como sus agentes, 
  o anulando las hegemonías existentes y creando otras nuevas, cuando se 
  hizo necesario. Actuó como una verdadera máquina de guerra interior, 
  en tiempos de aparente paz. 
  
  Cabe decir que los horrores y los monstruosos excesos de la dictadura posterior 
  contribuyeron a que la mirada retrospectiva tendiese un manto de piedad sobre 
  aquella dictadura de Onganía, al punto que algunos la describen como 
  una 'dictablanda'. A nuestro juicio, esto constituye un serio error de perspectiva, 
  porque fue precisamente esa dictadura la que, en lo político e institucional, 
  consolidó definitivamente la estructura del PEN como poder hipercentralizado, 
  burocrático y autoritario; y, en lo económico, con Salimei y Krieger 
  Vasena inició la demolición del capitalismo nacional argentino 
  y el enfeudamiento del país a los capitales externos y al FMI. Esta reconsideración 
  del poder argentino, el PEN, constituye por lo tanto un prerrequisito para la 
  comprensión de la historia argentina reciente, a menos que nos satisfaga 
  declararla un 'misterio'. La condición del PEN como el nuevo tipo de 
  poder que hemos descripto aquí se afirmó mediante su victoria 
  en una guerra civil larvada, nunca declarada, y apenas percibida por sus víctimas 
  como tal, para emerger al final del proceso, tras cuarenta años de demolición 
  y disolución de la sociedad, como el único e hipostático 
  actor hegemónico, coaligando a los empresarios verdaderamente prebendarios, 
  a los tecnócratas y propagandistas con una casta política, sindical, 
  militar y eclesiástica. Su control territorial sobre todo el país 
  se ejerce mediante una cadena hegemónica que desciende desde la cúspide 
  del aparato burocrático hasta la base de la sociedad; el flujo en dirección 
  contraria, de abajo hacia arriba, desde el entramado social hacia el aparato 
  del poder, fue suprimido, des-institucionalizado. La 'representación' 
  fluye unidireccionalmente, desde arriba hacia abajo y desde el centro hacia 
  la periferia. El poder no representa, sino que crea sus propios representantes: 
  campeando soberano y desprendido por entero de la sociedad, a la que licuó 
  hasta disolver todos los canales de comunicación entre Estado y sociedad 
  civil, se erige como un poder casi de tipo asiático. 
  
  Por último, agreguemos una precisión acerca del término 
  capitalismo. Pese a su generalizado empleo en las narrativas de las llamadas 
  ciencias sociales del siglo XX, y a su vasta aceptación como un concepto 
  eficazmente descriptivo de la sociedad contemporánea, entiendo que se 
  trata de un concepto fundamentalmente ideológico y metafìsico, 
  cuyo contenido empírico es escaso o nulo, en la medida en que parece 
  aludir a un sinnúmero de entidades histórico-políticas 
  y económicas, tales como los Estados Unidos, España, Japón, 
  la Rusia postsoviética, los países latinoamericanos, etc., etc. 
  La lista abarcaría todo el registro de las Naciones Unidas menos un puñado 
  de países: China comunista, Corea del norte, Cuba y alguno más. 
  Dice tanto que no dice nada. Martín Malia apunta que apenas podemos discernir 
  tres componentes reales (empíricos), que son comunes a todas las entidades 
  históricas que se suelen clasificar bajo la palabra capitalismo: la propiedad 
  privada, el beneficio y el mercado. Pero no resulta claro que ninguno de los 
  tres posea esa condición. Un mercado, por ejemplo, resulta indefinible 
  si no se precisan las características de la estructura social sobre la 
  que se asienta, así como las instituciones políticas, jurídicas 
  y administrativas, además de las reglas específicamente económicas, 
  que lo delimitan; y por fin los hábitos, las creencias y los valores 
  (la cultura, en una palabra) de los agentes que actúan en él. 
  A poco que reflexionemos, se advierte que 'mercado' no es más que otra 
  palabra para designar a la sociedad, siempre que exista, en esa sociedad, un 
  mínimo nivel de libertades: una cierta libertad de circular, de producir, 
  de vender y de comprar, de obtener ganancias particulares y de acumular dinero. 
  Si aceptamos este sentido esencial, mercados hubo en la Grecia y la Roma antiguas, 
  en las ciudades medievales, en la América colonia de España. La 
  expansión del mercado en las sociedades que llamamos capitalistas, desde 
  el siglo XVI en adelante, fue un proceso co-extensivo, sino es que fue una sola 
  cosa, con la expansión de las libertades civiles. De manera que para 
  hablar de cualquier mercado debemos definir a la sociedad entera que lo constituye. 
  El 'mercado capitalista' norteamericano, por ejemplo, se rige por una serie 
  de reglas específicamente económicas, para no contar con el marco 
  constitucional que lo constriñe, que lo diferencian netamente del 'mercado 
  capitalista' argentino. Convendrá entonces el lector que resulta inadecuado 
  postular la premisa de que tanto en Argentina como en los Estados Unidos existe 
  el 'mercado', para deducir de allí que se trata de dos sociedades igualmente 
  capitalistas. El mismo razonamiento se debe aplicar a los restantes componentes 
  mencionados, la propiedad privada y la ganancia particular, motivo por el cual 
  resulta innecesario extenderse más. 
  
  Ahora bien, en Argentina, hasta los años 1970', aproximadamente, existía 
  un tipo de sociedad 'capitalista' que, muy sintéticamente, puede caracterizarse 
  como sigue: productora de bienes primarios, semi-industrializada, con una clase 
  empresaria muy fuerte en Buenos Aires y el Litoral, mucho más débil 
  en provincias; un reducido núcleo de grandes terratenientes, sobre todo 
  en las provincias del Litoral; y una vasta clase media de pequeños y 
  medianos empresarios, comerciantes, empleados y funcionarios, maestros y estudiantes, 
  y también pequeños y medianos intelectuales, y una clase trabajadora 
  fuertemente sindicalizada (en Tucumán, en particular en los años 
  '60, con mucho poder), con un elevado grado de participación en la distribución 
  del ingreso. La sociedad se fundaba, en términos genéricos, en 
  una cultura productiva, y su estructura social y política llegó 
  a organizarse como un remedo, muy incompleto si lo cotejamos con los modelos 
  centrales, del capitalismo del bienestar. La presencia del capital extranjero 
  en las finanzas, la industria y el comercio era importante, pero en absoluto 
  dominante. 
  
  Retomando el razonamiento ya expuesto, y dado que una entidad universal denominada 
  'capitalismo' no existe, sino como un modelo ideológico (para repudiar 
  o elogiar), denomino a lo que acabo de describir como el 'capitalismo argentino 
  realmente existente', efectuando una traslación de la operación 
  intelectual que se reveló como necesaria para la comprensión de 
  las sociedades que se autotitularon como 'socialistas' en la historia contemporánea. 
  Puesto que el término 'capitalismo' sólo adquiere un valor descriptivo 
  y analítico cuando alude a un lugar y un tiempo histórico determinados, 
  la aplicación que propongo puede considerarse, incluso, algo más 
  justificada que en el caso de los 'socialismos realmente existentes', que al 
  fin de cuentas constituyeron una familia casi única de sociedades, caracterizadas 
  por la propiedad universalmente estatizada, la rígida planificación 
  centralizada, la dictadura del partido único y, trágicamente, 
  por su carácter criminal (un rasgo que la conciencia humanista y 'progresista' 
  de la izquierda occidental se niega tercamente a reconocer). Las sociedades 
  que habitualmente llamamos capitalistas, por el contrario, no podrían 
  ser resumidas de igual modo, porque presentan una inmensa variedad en sus estructuras 
  sociales, políticas y económicas, en sus reglas jurídicas 
  y constitucionales y en su cultura. 
  
  Pues bien, el proceso iniciado hacia la década de 1960, del cual el caso 
  tucumano fue una especie de caso piloto, consistió en la destrucción 
  de lo que hemos denominado el capitalismo realmente existente en Argentina, 
  con su clase empresaria nacional fundada en la producción. Lo que le 
  sustituyó, o sea la agonía que vivimos, necesita un nombre para 
  nombrarlo. En la nueva sociedad argentina, la cúspide la ocupan un puñado 
  de grandes corporaciones económicas, cleptocráticas en sí, 
  más una cleptocracia específica originada en el aparato del Estado, 
  los partidos y los sindicatos, mientras que una parte inmensa de la sociedad 
  devino en una especie de clientela romana revivida. Cleptocracia o cronism (capitalismo 
  de pandillas) es quizá un concepto algo más empírico, de 
  mayor valor descriptivo, que el de 'capitalismo financiero': un sistema en el 
  cual el propio estado, vale decir quienes detentan el poder, apelan a estrategias 
  fraudulentas y a la creación de un marco seudo-legal para generalizar 
  el robo y la confiscación de ramas enteras del aparato productivo del 
  país, para proceder a su reparto entre los amigos y agentes del poder. 
  De un modo similar a lo que, según ciertas descripciones, fue el proceso 
  vivido en países como la India, la Argentina se mueve de la democracia 
  a la cleptocracia: los recursos institucionales de la primera son útiles 
  para tomar el poder y proporcionarle un fundamento; luego los políticos, 
  los jueces y los tecnócratas lo convierten en un máquina de saqueo. 
  Como quiera que sea, para determinar la dirección de la historia argentina 
  en el presente se requiere que asistamos todavía al completo despliegue 
  del proceso. ¿Hacia dónde va? ¿O vamos hacia la nada? Pero la historia 
  del futuro es un ejercicio para filósofos de la historia, no para historiadores. 
  
  
  Moraleja 
  
  Una anécdota suele ser aquello que consideramos como un suceso circunstancial 
  e irrelevante, un hecho quizá curioso, o divertido. La anécdota 
  que aquí se contó no tiene ninguno de esos rasgos. Pero tiene 
  una profunda significación vinculada con el país que acabamos 
  por construir o, mejor dicho, por destruir. ¿Es legítimo cerrar la crónica 
  con una moraleja? ¿Porqué no? La anécdota no enseña mucho 
  más que lo que los argentinos ya sabemos: que nada es más fácil 
  en este país que delinquir desde el poder. El abuso ilegítimo 
  del poder está consagrado por nuestra historia. Otorga riqueza, prestigio 
  y un seguro retiro a la vida privada. ¿Qué es hoy de Peyceré, 
  de Pinali, de Arechaga, de tantos otros? ¿Viven, han legado a sus hijos un buen 
  pasar, bienes, comodidad, lujos? 
  
  ¿Acaso hubo, al fin, un 'affaire del azúcar'? Sí lo hubo, al menos 
  uno cuyas pruebas quedaron registradas en los expedientes judiciales: fue un 
  'affaire' de los funcionarios del PEN, quienes hicieron desaparecer 400.000 
  bolsas de azúcar y presentaron como ladrones a quienes fueron, en realidad, 
  sus víctimas. ¿No es el crimen perfecto? Sospecho que la historia reciente 
  del país se encuentra regada de historias similares. Uno de los jueces 
  consideró que las pruebas eran tan concluyentes como para recomendar 
  el procesamiento de los funcionarios. Pero ese juicio nunca llegó. Dice 
  Eden Phillpotts, por medio del inspector Foster, que 'de nueve casos entre diez, 
  los hechos evidentes son los verdaderos, aunque ésta pueda parecerle 
  una observación trivial'. El precepto no rige con comodidad en nuestro 
  país, donde nada resulta 'patente con diafanidad', como quería 
  el fiscal, y donde la evidencia no es tenida en cuenta para establecer la verdad. 
  
  
  
  * Roberto Pucci, investigador de la Universidad de Tucumán.