EL 'AFFAIRE DEL AZUCAR': CUANDO EL REGIMEN
DE ONGANIA TOMO POR ASALTO LA PROVINCIA DE TUCUMAN (1966-1970) (PARTE IV -FINAL-)
LOS EMPRESARIOS NACIONALES EN EL TUCUMAN ANTISEMITA, ANTICOMUNISTA Y OLIGARQUICO
Por: Roberto Pucci (especial y exclusivo para ARGENPRESS.info)*
(Fecha publicación:07/11/2003)
Información Adicional
País/es: Argentina
Roberto Pucci, investigador de la Universidad de Tucumán, descorre el
velo del Tucumán reaccionario, antisemita, anticomunista y fascista de
los 'barones del azúcar', de la oligarquía, a la que sirvieron
las dictaduras militares. Con los Bussi se impuso el terror a sangre y fuego.
Hay otro Tucumán, popular, el de la FOTIA combativa, la de los socialistas
Octaviano Taire y Mario Bravo, de la Universidad de Rizieri y Silvio Frondizi,
de Rodolfo Mondolfo, del democrático gobernador radical Lázaro
Barbieri, de Monteros, comuna varias veces gobernada por los socialistas. Como
actuaron los 'barones del azúcar' amigos del nazismo en los años
treinta. Protagonismo de elementos del Opus Dei franquista.
El señor Peyceré y la cleptocracia
¿Cómo fue posible que un funcionario de segundo rango del PEN, así
como su subordinado en la Dirección Nacional de Azúcar, dispusieran
de tanto poder, que llegaba hasta la capacidad de voltear 'gobernadores' impuestos
por el propio régimen? ¿Quién era el señor Peyceré?
La biografía del individuo responde a un molde y nos proporciona ciertas
pistas acerca de la conformación de la casta cleptocrática a la
que pertenecía. Digamos para comenzar que la cleptocracia no debe confundirse
con la burocracia porque, pese al matiz peyorativo que siempre acompaña
a este último término, un 'burócrata' no es necesariamente
un cleptócrata. Un burócrata es un técnico de oficina,
un empleado, un profesional graduado o no, pero siempre un individuo que hace
de su vida una larga rutina de escritorio, una tarea reiterada, día a
día y a lo largo de décadas, en una rama de la administración
pública. Un hombre, en una palabra, siempre atado a su escritorio, que
vive de su empleo y para su empleo. No es infrecuente que se construya, a partir
de esa pequeña porción del mundo, una vocación, una pasión,
casi un ideal de vida. Más de una generación de argentinos, ya
fuesen empleados en los ferrocarriles, en Gas del Estado, en YPF, en tantas
empresas del estado u oficinas de gobierno, gastaron sus vidas en esa consagración
sencilla, callada, honesta y cabal, a sus funciones y responsabilidades. ¿Hace
falta decirlo? Sí, porque décadas de falsa propaganda los han
sepultado en la iniquidad y en el olvido.
Un auténtico cleptócrata-tecnócrata integra una categoría
y una figura social muy distinta. Es todo lo opuesto: no ata su vida a un escritorio,
pero lleva un escritorio público atado a sí mismo durante toda
su vida, a lo largo de todos sus desplazamientos. Estos se producen con fluidez,
recorriendo los rincones más inesperados del aparato burocrático
del Estado. No hay rutina alguna en esa trayectoria, que es muy variada, múltiple,
flexible: salta de una función directiva a otra y de un gobierno a otro,
por muy distintos que sean sus colores políticos. Parece encontrarse
dotado de aptitudes que lo habilitan para desempeñarse en muy variadas
funciones directivas, es un 'experto' en múltiples cosas y en ciencias
muy variadas: economía, política, 'gestión del estado',
educación, seguridad, inversiones, etc. El tecnócrata-cleptócrata
argentino combate contra un enemigo perpetuo: aquél al que llama 'burócrata',
el empleado de carrera, la administración pública entera, el Estado
mismo. Eso no impide que el tecnócrata figure siempre, y en un lugar
privilegiado, en las planillas de sueldos de la administración pública
que declara combatir. El tecnócrata-cleptócrata vende un servicio:
su supuesta experiencia, su sabiduría y su competencia para trazar reglas
y prescripciones acerca de cómo triunfar en el reino de la empresa privada,
es decir, de la vida civil y de los negocios, lejos de la holgazanería
y de la corrupción estatal. Su cliente y empleador principal, sin embargo,
es el propio Estado, que compra sus habilidades y las paga a precio de oro.
Jorge Raúl Peyceré constituía un ejemplar típico.
Egresado como piloto de la Escuela Nacional de Náutica en 1954, graduado
posteriormente de abogado en la Universidad de Buenos Aires, se inició
en la actividad pública en 1956, a los 24 años, nombrado por el
PEN como interventor de la federación de los telefónicos, y luego
del sindicato del vidrio; de inmediato le sucedió otra intervención,
esta vez en la Dirección Nacional de Promoción Industrial. En
1963 aparece ya como 'asesor de gabinete' del Secretario de Industria y Minería,
en virtud de 'sus conocimientos sobre investigaciones de mercado y política
comercial'. Allí estaba cuando el golpe militar de Onganía lo
preserva en sus funciones, a pesar de que Mario Galimberti había sucedido
a Luis Gottheil como su jefe directo. En 1967 Krieger Vasena lo contrató
como asesor del Ministerio de Economía por el término de dos años,
con un sueldo mensual de 132.000 pesos, y pronto pasaría a ser subsecretario
a cargo del 'Servicio de Promociones de Inversiones Externas', creado por Krieger
Vasena especialmente para su amigo Peyceré el 31 de julio, otorgándole
el rango de subsecretario de Estado y dotándolo con presupuesto propio.
Se trataba de una repartición completamente nueva, con diez técnicos
y cinco empleados administrativos, destinada a intervenir en operaciones 'trianguladas'
entre las grandes terminales automotrices: ventas y fusiones entre Renault,
Kaiser y la Ford. Allí estaba cuando en mayo de 1968 se convirtió
en Secretario de Industria y Comercio Interior de la Nación. La revista
Confirmado, oficialista del régimen en esos tiempos, le llamaba 'El otro
Krieger': 'una versión suele atribuir a Raúl Jorge Peyceré
el muy espiritual papel de reencarnación de Krieger Vasena (....). Con
36 años, es uno de los innumerables abogados que en la Argentina son,
pero no ejercen'. El Secretario de Industria y Comercio poseía un firme
diagnóstico de lo que consideraba la causa del 'estancamiento argentino':
consistía en que la industria nacional padecía de severas 'distorsiones',
de 'baja eficiencia y altos costos', originadas en 'la protección eliminadora
de la competencia externa'. ¿Qué soluciones proponía? Sencillo:
desgravar las importaciones y reducir los costos por medio del congelamiento
de los salarios. En consecuencia, sus decretos favorecían sistemáticamente
la importación de bienes que se producían en el país. Cuando
el periodista lo apremió en esa ocasión con el 'problema' tucumano,
Peyceré respondió:
'-Tucumán necesita un cambio estructural...
'-Pero, ¿y el problema social? ¿Y los 53.000 desocupados que censó la
Universidad de Tucumán?
'-¿53.000? No, hay un problema, verdad. Pero si Ud. se fija en los diarios de
los últimos días de mayo, el subsecretario de Trabajo provincial
informaba que de 800 hombres que la industria pedía, se presentaron sólo
50.'
Acerca de la provincia decía: 'Yo estuve allá, vi lo que esas
tierras pudieron haber dado, hace ya mucho tiempo, si se hubiesen cultivado
con la mitad del esfuerzo y la eficiencia usados en Córdoba, Mendoza
o San Juan. ¡Cuántos años desperdiciados!'. Sostenía ante
quien quisiese oírlo que en Tucumán no debían quedar más
de diez ingenios y, si fuese posible, nueve. Solía también filosofar
que la 'Revolución Argentina deseaba en sus comienzos, como aún
hoy', que se eliminasen los establecimientos menos aptos 'por selección
empresaria natural'. Peyceré, por supuesto, se mostraba sumamente deseoso
por apurar el trabajo de la naturaleza: en 1969 amplió por decreto el
cupo del ingenio Ledesma, mientras mantenía compulsivamente reducido
el de los ingenios tucumanos. Para poder cumplir con la cuota que Peyceré
le regalaba, el ingenio Ledesma tuvo que importar melaza boliviana para procesarla
en su fábrica, mientras que en Tucumán quedaban 300.000 toneladas
de caña sin cosechar.
Cuando un grupo de cañeros tucumanos presentó un recurso de amparo
ante la justicia federal en contra de sus medidas, por considerarlas violatorias
de la equidad al privilegiar a los industriales del norte, Peyceré contestaría
al exhorto del juez, en tono amenazador, que 'pronunciarse en contra del régimen
para la zafra 1970 es quebrantar el Estatuto de la Revolución Argentina'.
Nanclares, coronel e interventor de Tucumán, denunció su arbitrariedad
e intentó ponerle freno, pero acabó 'renunciado'. El juez federal,
a su vez, desestimaría el amparo de los cañeros. En 1968 el gobierno
de la provincia de Tucumán ensayó una iniciativa para defender
el precio del azúcar, permanentemente retrasado en relación con
la evolución de todos los demás bienes, y entonces Peyceré
ordenó a su subsecretario el dictado de una resolución que impuso
por decreto un precio máximo irrisorio. Los precios del azúcar
en el mercado argentino se mantuvieron por debajo de los costos reales de producción
a lo largo de las zafras de 1965, 1966 y 1967. Con este tipo de medidas, Peyceré
y los militares continuaban, en realidad, una larga tradición de la política
azucarera argentina dictada desde Buenos Aires, que se había inaugurado
con la Ley Azucarera de 1904, prosiguió con la Ley Saavedra Lamas de
1912 y no sería abandonada jamás a lo largo del siglo, ni siquiera
con la 'desregulación' de 1991, que desprotegió por entero a la
industria azucarera argentina y pretendió entregarla, maniatada, a la
codicia brasilera por capturar el mercado nacional. Desreguló todo, sí,
menos el precio del azúcar en el mercado interno, porque a la menor insinuación
de tonificación del mismo, el tandem Cavallo-Menem amenazaban con la
importación de azúcares de dumping. Tal política secular
del PEN consistió en un recurso sencillo, un cepo a la industria por
el cual, a cambio del mínimo de protección aduanera frente a la
competencia de azúcares subsidiados del extranjero, chantajeó
y asfixió a la industria local con un precio tope para el producto, tope
que siempre tomó como parámetro los precios de dumping del mercado
libre mundial, un mercado residual como es sabido. Tal era el estado de cosas
en el país, y tal el PEN que nos supimos dar: un tecnócrata-cleptócrata,
desde su escritorio en la Capital Federal, posee más poder que el ejecutivo
de una provincia.
Se comprende que la CAT fuese derrotada y aniquilada, porque representaba un
estorbo para un vasto plan en marcha, que consistía en eliminar de una
buena vez todo ese ruidoso y peligroso mundo de cañeros, obreros sindicalizados,
pequeños y medianos industriales, que conformaba el mundo azucarero de
Tucumán: un 'chicaje' alborotador, en el cual hasta los empresarios parecían
comunistas. Eliminar, en suma, una variante local de 'capitalismo realmente
existente', una estructura productiva con un relativamente importante grado
de distribución de las riquezas, no monopolizada, para sustituirlo con
otro 'modelo', el de Arrieta-Blaquier y Patrón Costas, así como
de los Paz de Tucumán. El 'Plan Salimei', en suma, impuso una transferencia
forzada de la producción azucarera argentina de Tucumán a las
provincias de Salta y Jujuy (en rigor, a favor del ingenio Ledesma) mediante
el cierre militar de los ingenios tucumanos y una rígida legislación
que consagró de inmediato tales medidas, al mismo tiempo que pretendía
legitimar el despojo mediante una abrumadora guerra propagandística sostenida
en la retórica de la modernización y de la eficiencia. El descalabro
de la industria tucumana fue agudizado por la recesión compulsiva impuesta
por la cupificación trazada a continuación por Krieger Vasena
(que venía siendo planeada desde los tiempos de Alvaro Alsogaray, en
la segunda mitad de la década de 1950), que elevó artificialmente
sus costos al generar una capacidad ociosa equivalente a 120..000 hectáreas
de cañaverales por año, y que aún luego del cierre de 11
de sus ingenios obligó a los restantes a trabajar al 70 por ciento de
su capacidad instalada.
A todo ello debe agregarse el permanente sabotaje administrativo y financiero
practicado contra la industria tucumana por el llamado 'Poder Ejecutivo Nacional'
(PEN), y la discrecionalidad política con la que actuaba hasta el menor
de sus empleados, dotados con un poder que en los hechos resultaba superior
(como ocurre hasta el presente) al que poseen los poderes legislativo, ejecutivo
y judicial de cualquier provincia. Finalmente, cuando todo eso no bastó
para sus fines, el Estado nacional se lanzó al complot político
más desembozado para imponer su 'modelo' de nueva economía. Un
modelo que se impuso por la fuerza, en el terreno político-militar, según
hemos podido apreciar. Detrás del telón, por supuesto, movían
los hilos Arrieta y su yerno Blaquier. Los elementos de ese plan de asalto contra
Tucumán no constituyeron, por lo demás, una creación original
de Blaquier, puesto que provenían de los tiempos en que Alsogaray se
desempeñó como ministro de la Revolución Libertadora, y
luego de la presidencia de Arturo Frondizi, cuando el Banco Mundial puso en
manos de Federico Pinedo, su ministro, un diseño completo de lo que ejecutarían
al fin, bajo la dictadura de Onganía, Salimei, Krieger y Peyceré.
El señor José Alfredo Martínez de Hoz (h) habría
de desempeñar, también, un papel crucial en todo el asunto puesto
que, sin poseer ni una hectárea de caña de azúcar, presidía
por esos años el CARNA (Centro Azucarero Regional del Norte Argentino,
apenas un nombre de fantasía para representar en Buenos Aires, locus
del poder, a los dos grupos industriales de Salta y Jujuy). Martínez
de Hoz (h) se había vinculado con Arrieta y Patrón Costas cuando
arribó a Salta como Ministro de Economía de la intervención
federal en 1956. Fue entonces cuando se vinculó al CARNA, entidad que
habría de presidir hasta mediados de la década de 1960.
El absoluto aislamiento en el que la CAT fue arrinconada y aniquilada, cuyas
razones socio-políticas y económicas hemos interpretado páginas
atrás, fue examinado del siguiente modo por Emile Nadra:
'En el mundo azucarero argentino hay empresas que consideran la actividad como
privativa de un grupo selecto, casi un título de nobleza, vedado a otras
personas. Empresarios, a veces candorosos y a veces sin prejuicios, para quienes
los principios de la libre empresa son útiles en tanto y en cuanto facilitan
el libre albedrío de sus actos y de sus intereses. Para ellos la libre
empresa no debe regir para algunos competidores. A éstos, parece lícito
desbaratarlos, intervenirlos y expropiarlos, e inclusive perseguirlos y encarcelarlos,
si la coyuntura política se presta para ello. Es ésta, realmente,
una interpretación muy original de la libre empresa. El Estado es llevado
al papel de un perro guardián, atado con cadenas, que se suelta sólo
para atacar a los supuestos intrusos'.
CODA: Justicia, impunidad y culpabilidad invertida en la agonía de
la Argentina
El cerco judicial y represivo
En cuanto el tandem Peyceré-Arechaga lanzó su operativo contra
la CAT, se estableció un vasto cerco policial y judicial para consumar
la aniquilación de la empresa en la figura de todos sus directores. El
Banco de la Provincia de Tucumán (BPT) instruyó a su representante
legal en Buenos Aires para iniciar querella criminal en los tribunales federales
contra Emile Nadra, el capitán Solá, Aldo Rodríguez y Jacob
Goransky, por 750 millones de pesos moneda nacional, y otro tanto hizo la Caja
Popular de Ahorros de la provincia, que ya había iniciado demanda en
abril, ahora retomada. El fiscal de la provincia de Tucumán, a su vez,
querellaba por defraudación ('desbaratamiento de derechos acordados')
a Emile Nadra, Aldo Rodríguez y Guillermo Kohan, directores de CAT, junto
con Rodolfo Terán, Hugo Terán Viaña, Hugo López
Alurralde y otros cañeros y ejecutivos de los ingenios de la CAT, quienes
habían sido incorporados a la gestión tras la reapertura de 1967.
Los directores cañeros del ingenio La Trinidad tuvieron también
su querella penal por la supuesta desaparición de 100.000 bolsas de azúcar.
En agosto, la DGI demandaba a Nadra y Rodríguez por otra supuesta defraudación,
esta vez por compra simulada de azúcar y venta ilegal de automóviles
de la firma. Todavía en noviembre de ese año, el diligente fiscal
Fidel I. Lazzo seguía acumulando demandas contra los altos y medios directivos
de la CAT, los empleados y decenas de cañeros de la provincia. En el
golpe final contra la CAT, el PEN y el gobierno provincial, decididos a aniquilarla,
arrojaban lodo por doquier y sin medida. Es de imaginar el azoro de aquellos
cañeros, quienes nunca habrían sospechado la virulencia que podía
alcanzar la ofensiva de los funcionarios del PEN, aplastados bajo una lluvia
de demandas penales, arrestados y enjuiciados. Otro juez de la provincia, Juan
Carlos Salas, ordenaba la captura de Nadra, Rodríguez, Solá y
otros empleados de la firma en Tucumán, por nuevos azúcares supuestamente
desaparecidos en el ingenio Santa Rosa y en Monteros. Fue una verdadera descarga
de fusilería jurídica, aplastante y torpe, por lo excesiva. El
inefable -e infaltable- Exequiel Avila Gallo prestaba su concurso al infame
complot, reclamando de la justicia la intervención contable de la CAT:
se puede pensar que aquella vez actuó desinteresadamente y por vocación,
dado el carácter de 'cruzada contra el comunismo' y el 'judeo-bolchevismo'
que presentaba la ofensiva contra la CAT.
En Buenos Aires, en la madrugada del 22 de mayo, al día siguiente de
su conferencia de prensa, Julio C. Cueto Rúa, el capitán Jaime
Solá, Virgilio Tedín Uriburu, Oscar Llobet y José Figueroa
Alcorta fueron sacados de sus domicilios y trasladados a las dependencias de
Defraudación y Estafas de la Policía Federal: Peyceré,
ex-militar devenido tecnócrata, no vacilaba cuando se trataba de pasar
a la acción. En la noche de ese día, Peyceré informó
ante Onganía y el gabinete en pleno que la expropiación había
sido decidida por 'la inexcusable obligación del Estado de proteger el
bien social', y que, en tal sentido, se había recurrido al 'principio
de subsidiariedad del Estado'. Un individuo interesante este Peyceré,
sin duda, y sumamente ocurrente: la 'subsidiariedad' significaba hacer del estado
una máquina de intriga y de legalidad invertida, a fin de engullir la
empresa privada para repartírsela entre tecnócratas y militares
en retiro. Emile Nadra, Aldo Rodríguez y Jacobo Goransky eran las presas
sobre las que los funcionarios del PEN ansiaban descargar su verdadero golpe.
No se presentaron de inmediato ante la justicia, presintiendo lo que les esperaba,
de manera que la prensa sacarófoba hacía circular la especie de
que Nadra y Goransky, 'verdaderos responsables del desfalco y prófugos
de la justicia', gozaban plácidamente de sus riquezas en Suiza. El 26
de mayo, los dos primeros, en su calidad de directores ejecutivos y apoderados
de la CAT, hicieron llegar un escrito a la justicia por el cual asumían
toda la responsabilidad por cualquier acción de la firma, con lo cual
abrieron el camino para que los restantes miembros del Directorio quedaran libres
de cualquier acusación.
Muy poco después de estos acontecimientos, el 8 de junio de 1970, la
dictadura de Onganía llegó a su fin, tras una segunda oleada de
rebelión popular que siguió al 'Cordobazo', en circunstancias
en que los funcionarios azucareros del PEN todavía no habían terminado
de deglutir los ingenios de la CAT. Tan desprolija fue la intriga fabricada
por Peyceré y Arechaga, que el militar que sucedió a Onganía,
el general Roberto M. Levingston, apenas asumido, ordenó que el estado
desistiese de la demanda judicial planteada contra el Directorio de la CAT.
Poco después, los jueces César Black y Leopoldo Isaurralde dictaminaban
que la Dirección Nacional de Azúcar había procedido con
'ligereza' en la verificación de los azúcares de la compañía,
arrojando una enorme sombra de duda sobre la legitimidad del proceder de los
funcionarios del PEN . Pero ¿quién le quitaría lo bailado a Peyceré
y Arechaga? Este último había sido ya transferido al directorio
de la flamante CONASA: la historia de esta corporación, constituida con
los bienes usurpados a la CAT, daría lugar a otra secuela de delitos
oficiales, pero no cabe contarlos aquí.
El 'affaire' en la justicia
Pero quizá el lector se pregunte a esta altura: ¿qué fue verdaderamente
aquel 'affaire del azúcar', esa gran estafa del siglo, aquel supremo
ejemplo de la maldad de los industriales tucumanos? Y también: ¿porqué
he calificado de 'complot' y de 'fabricación de un negociado' a las maquinaciones
de Onganía, Imaz, Peyceré y Arechaga contra la CAT? Bien, paso
a exponer mis razones. La metralla judicial lanzada por Peyceré y todos
sus agentes no pudo menos que producir una marea de expedientes, averiguaciones,
careos, testimonios, pesquisas, etc., y de todo ello hubo resultados. Porque
el juicio, aunque parezca sorprendente, llegó en esta ocasión
a su fin. El lector podrá preguntarse: ¿debemos otorgar algún
crédito a las conclusiones de la justicia? Un argentino de hoy se encuentra
predispuesto a no darle ningún crédito, y no sin razón.
Pero antes de cerrar esta crónica con la exposición abreviada
de los dictámenes judiciales, expongo dos consideraciones: (1) la justicia
de la época, como poder independiente, había comenzado a ser aplastada,
amansada y corrompida por la dictadura de Onganía: numerosas cortes y
jueces de provincia fueron apartados brutalmente, al menor gesto de independencia
y de rectitud moral y profesional. Pero la corrupción generalizada del
poder judicial sería una tarea de años, de más de una dictadura
y, particularmente, de la democracia dictatorial inaugurada por el señor
Menem. En resumen, existían aún jueces dignos de ese nombre; (2)
pero si el argumento expuesto no es suficiente ni probatorio, cabe razonar que
las pruebas emergentes de aquellos procesos fueron, como mínimo, más
sólidas que las acusaciones nunca probadas de los funcionarios de la
dictadura y de sus propagandistas en los medios de comunicación. Claro
que el lector está en libertad de escoger el fundamento de sus creencias,
o de tenerlas sin ninguno.
Antes de mediados de aquel año 1970, los jueces Black e Isaurralde dispusieron
la falta de méritos para procesar a los directores de la CAT, excluyendo
los casos de Nadra y Rodríguez, que no habían sido detenidos.
Conviene destacar que el fallo de Isaurralde, del 8 de julio de 1970, estableció
que la Policía Federal se había extralimitado en sus procedimientos
al remover cielo y tierra 'en busca de mercaderías cuya presentación
no era exigible hasta septiembre, o diciembre de 1970', aunque resultaba claro
que la Policía no había actuado 'motu propio', sino por iniciativa
de la Secretaría de Industria y Comercio Interior y su dependencia la
DNA, o sea los señores Peyceré y Arechaga, ya que las partes supuestamente
afectadas (los Bancos de la Nación y el Banco Mercantil, principal acreedor
de la CAT) no habían presentado ninguna demanda contra los acusados.
En la causa llevada por César Black, el fiscal D'Albero informó
al juez que el Banco Nación, como acreedor de CAT por los azúcares
prendados y supuestamente desaparecidos, 'declara no tener conocimiento de que
exista faltante de azúcar con prenda a su favor', por lo que -añadía
el fiscal- 'se desdibuja el ilícito penal', añadiendo que al no
encontrarse vencida la obligación, y dado que el acreedor no exigió
ninguna cancelación anticipada, 'resulta patente con diafanidad que las
aprehensiones realizadas han estado signadas por la precipitación'. Añadía
D'Albero que la actitud policial violaba las garantías constitucionales
de los acusados por cuanto no hubo in fraganti ni supuesta culpabilidad. Con
tales fundamentos, el juez César Black decidió dejar sin efecto
el procesamiento de los directivos de la CAT, al mismo tiempo que condenó
la 'censurable precipitación' de la repartición policial. La sentencia
de Black ponía fin a todo proceso contra el Directorio de la CAT, a excepción
de Nadra y Rodríguez, que no habían sido apresados.
No es preciso ser lego, sin embargo, para advertir que los considerandos de
Isaurralde y Black exculpaban a éstos últimos de hecho. No lo
entendieron de igual modo ciertos jueces, como que en la provincia de Tucumán,
el 24 de julio, cuando ya se habían producido las sentencias recién
extractadas, la justicia local dictaba orden de captura contra Nadra y Rodríguez,
a quienes se catalogaba como los 'principales responsables de la defraudación
que costó a la provincia más de mil millones de pesos'. Es decir
que el juez de esta causa declaraba culpables a los acusados antes de investigar
nada. El PEN actuaba de igual modo que estos jueces a su servicio: en agosto
de 1970, luego de la sentencia exculpatoria de Black, apresó nuevamente
a los directivos de la CAT y los colocó 'a disposición del PEN',
en virtud de su arbitrariedad dictatorial, haciendo pagar a Cueto Rúa
por sus atrevidas declaraciones de mayo con dos meses de cárcel. En cuanto
a José Figueroa Alcorta, ex presidente de la CAT y miembro de su directorio,
quien, como diría Emile Nadra en una de sus declaraciones, era el nieto
'del único ciudadano que ocupó la presidencia de los tres poderes
en la historia argentina', como no resistía la prisión prefirió
la opción del exilio.
En cuanto a Emile Nadra y Aldo Rodríguez, su presentación en la
justicia tuvo lugar en 1971, cuando el segundo fue detenido por la Policía
Federal y Nadra consideró que contaba con las mínimas garantías,
una vez destronados Onganía, Peyceré y Arechaga (este último
habría de ser exonerado y procesado por su posterior desempeño
en CONASA). Los juzgó el juez Julio Mauro Sosa, en los Tribunales de
Tucumán. Su sentencia, con fecha del 11 de noviembre de 1972, sobreseyó
a Nadra y Rodríguez, asentando que había llegado a tal decisión
luego de dos años de actuación, en una causa que acumuló
catorce cuerpos de expedientes, con más de tres mil hojas que registraban
las actuaciones, testimonios, confrontaciones de pruebas, peritajes y cotejos
documentales. El juez Sosa estableció que: (1) la demanda no fue iniciada
por los acreedores, supuestos afectados, sino por la DNA, repartición
del PEN; (2) que al tiempo de inicio de la querella, las deudas de los acusados
con el BPT, la Caja Popular y el Gobierno de la Provincia no se encontraban
vencidas, así como que el Banco Nación y el Banco Mercantil, este
último el mayor acreedor de la empresa, no habían formulado demanda
alguna; (3) sobre el tema de fondo, de los supuestos 'azúcares faltantes',
el juez estableció que las fotos y secuencias televisivas presentadas
por Arechaga como prueba de la estafa, que mostraban las estibas en el depósito
de Puerto Madero con 'huecos' en su interior, habían sido tomadas el
día 15 de mayo, nueve días después de que tales depósitos
estuvieran bajo control absoluto de la DNA, repartición que Arechaga
dirigía, puesto que los había intervenido el día 6 de mayo,
y desde ese momento ningún directivo de la CAT pudo acceder a los mismos;
(4) que la DNA había efectuado inspecciones en dichos depósitos
en numerosas oportunidades a lo largo del mes de abril de 1970, siendo las últimas
los días 28, 29 y 30 de abril, y que en todas ellas no informó
de ninguna irregularidad ni faltante; (5) que, no obstante eso, Arechaga denunció
faltantes el día 13 de mayo, oportunidad en la que declaró que
sólo existían 278.000 bolsas de un total de más de 560.000,
y redujo la primera cifra, en declaraciones posteriores, a solamente 108.000
bolsas.
Dispongo hoy del testimonio de José Salomón, quien participó
en los episodios de inspección de los azúcares de la CAT, un testimonio
que concuerda con las conclusiones del juez y que revela, a treinta años
de distancia, la verdadera conducta de Guillermo Arechaga. Relata Salomón
que la verificación de los días 29 y 30 de abril fue realizada
en los depósitos de Puerto Madero por dos funcionarios designados por
Arechaga, los señores Dopico y Marafuschi (cuyos nombres no recuerda),
empleados con más de diez años en la repartición y especialistas
en conteo de estibas, acompañados por el Dr. Cattaneo, abogado jefe de
la DNA, 'y un señor llamado Ricardo Entrena de la SIDE'. La inspección
dio como resultado la verificación de existencias de 564.000 bolsas de
azúcar, de las cuales 360.000 se encontraban estibadas en la planta baja
y 204.000 en el primer piso, un stock levemente superior al registrado en los
libros de la compañía, lo que se registró en un acta firmada
por los dos funcionarios, el abogado y el propio Salomón. Frente a esta
situación, Arechaga quiso obligar a Dopico y Marafuschi a cambiar el
acta labrada por otra en la que debían declarar que la cantidad verificada
ascendía solamente a 258.000 bolsas. Debido a su negativa, los empleados
fueron encarcelados en Villa Devoto durante cinco días, y finalmente
despedidos de la DNA. El acta que habían labrado despareció.
Retornemos a las conclusiones a las que arribó el juez Sosa en el juicio.
Afirmó que 'aparece a todas luces una verdadera maniobra dolosa, que
consiste en haber hecho desaparecer más de 400.000 bolsas de azúcar
de los depósitos, maniobra que no puede imputarse en forma alguna a la
CAT, por lo que declaramos que una vez terminado este proceso se investigue
a los funcionarios de la DNA'. El 'affaire' del siglo, en suma, consistió
en que el PEN y los funcionarios encargados de la política azucarera
nacional sabotearon, querellaron, intervinieron y confiscaron a la empresa azucarera
tucumana más importante de la época y, de paso, se robaron cuatrocientas
mil bolsas de azúcar. Con los directivos de la ex-CAT en prisión,
enjuiciados u obligadamente prófugos, el interventor militar de la CAT
'residual' provocó luego su quiebra, con lo que el gobierno militar ensayó
un fraude jurídico para evitar que el Estado asumiese la responsabilidad
de la expropiación. Pero el mayor triunfo de la intriga consumada, sin
embargo, consiste en que esas acciones inicuas, que no sólo acabaron
con una empresa azucarera privada, sino que arruinaron la economía de
Tucumán, engendraron la leyenda de 'los ladrones de la CAT' que hegemoniza
hasta nuestros días la memoria histórica de los argentinos.
La liquidación de la CAT dio origen a un juicio contra el estado (PEN)
por parte de Emile Nadra y los restantes accionistas de la empresa, en una demanda
por expropiación inversa que ya dura 33 años y que hasta hoy no
ha concluido. Reclamaron el pago de la indemnización correspondiente
por la confiscación sufrida. Tras una prolongada lucha judicial que consumió
varios lustros, la Corte Suprema de Justicia de la Nación falló
a su favor en 1989, mediante una sentencia que estableció que el gobierno
militar había actuado con arbitrariedad y mala fe, que con su accionar
había provocado la quiebra de la empresa y que, tras confiscar los ingenios,
quiso evadir la obligación de indemnizar a quienes había despojado.
Como señalan Bidart Campos y Herrendorf, la sentencia de la Corte estableció
la 'verdad objetiva' de 'que el estado, a través de una serie de idas
y vueltas, empleando la facilísima legislación de facto, pero
dejando a las claras sus intenciones y propósitos hasta en muchos de
los mensajes que precedieron a muchas de sus leyes, buscó y logró
el desapoderamiento de los bienes que dieron origen al juicio de expropiación
inversa ...'. Sin embargo, y a pesar de que ya han transcurrido casi quince
años desde aquella histórica sentencia, el Estado argentino no
pagó lo que corresponde a los propietarios de la CAT, cuando la mayoría
de aquellos accionistas ya han muerto. Y cada vez que el tema sale a luz, una
'unión sagrada' de políticos, sindicalistas, periodistas y burócratas
del PEN condena su reclamo y se amagan 'comisiones especiales' en las cámaras,
que jamás investigaron nada en serio ni llegaron a conclusión
alguna. El diputado por Tucumán Juan Carlos Cárdenas, en la sesión
del 2 de septiembre de 1973, solicitó que se investiguen las causas por
las que el PEN había impuesto el cierre de las 11 fábricas azucareras
de Tucumán, lo que calificó de 'agresión sin precedentes
contra una provincia argentina', retomando en aquella oportunidad un término
que ya había circulado en toda la provincia, quizá lanzado por
los cañeros de UCIT: el 'genocidio' de Tucumán. Pero la comisión
conformada dilató su labor el doble del tiempo asignado, no produjo ningún
estudio y terminó disuelta por orden de Perón.
En la noche del 24 de marzo de 1976, un comando del ejército ametralló
la casa de Emile Nadra en Tucumán. El episodio fue relatado en una carta
que le escribiera Elías Nadra, su primo, por cuyo valor testimonial merece
reproducirse: 'Eran aproximadamente las 5.50 de la madrugada del mismo día
de la toma del poder por la Junta Militar (...) Sentimos en la calle frente
a nuestra casa el tableteo de varias ametralladoras, pensamos que pudo haber
sido un encuentro entre dos grupos antagonistas (policías y delincuentes,
o policía y fuerzas extremistas). Un corto silencio y de nuevo el estampido
de numerosos tiros, pero ya despiertos comprobamos nítidamente que estaban
ametrallando la puerta de calle. Podrás imaginarte el terror que se apoderó
de todos nosotros, ya que en breves segundos todos estábamos en el patio:
Irma, yo, Afife, Raúl, Cuqui, Alfredito, Graciela, Alfredo Bernat. Por
suerte, Mamá, tía y Leopoldo dormían plácidamente,
ni tampoco se despertaron más tarde. Otra vez una breve pausa y de nuevo
el ruido ensordecedor de muchos balazos retumbaban a lo largo de toda la escalera,
y el miedo se hacía Incertidumbre. ¡Se convertía en angustia!
(...) En la tercera tentativa y en vista de que no podían abrir la puerta
(se lo impedía la tranca) rompieron la puerta de abajo, subieron, rompieron
el vidrio de la puerta cancel; ya Irma y Afife habían prendido las luces
y los esperaban en el hall..., y a un solo grito de exclamación las dos:
¡Señor, qué pasa! ¡A qué se debe este atropello!, respondieron:
Señora, venimos a buscar a Emilio. Señor, esa persona no vive
acá, esta es la casa del Sr. Elías Nadra... Un breve silencio
y el que comandaba el grupo, un mayor del Ejército y cinco conscriptos,
dijo: Señora, le pido mil perdones, todo ha sido un gran error'. ¿Un
error? El mismo tipo de 'error' que produjo la 'desaparición', esa misma
noche, de tantos ciudadanos argentinos, empresarios, sindicalistas, profesionales,
estudiantes, dirigentes políticos. No puede menos que presentirse que,
de haber estado Emile Nadra aquella noche allí, habría sufrido
la misma suerte. Esa era la 'espada de Loyola' aludida por Blaquier, para acabar
con los 'pigmeos'.
En lo que se refiere a la sentencia de la Corte Suprema de 1989, que ordenaba
al PEN pagar por los daños cometidos a los damnificados, motivó
que el Sr. Carlos Menem, quien acababa de asumir la presidencia de la República,
la descalificase públicamente como un órgano del 'anterior gobierno',
por lo que muy poco después habría de modificar la composición
y el número de sus miembros. En nuestros días, catorce años
después, la sentencia no se ha cumplimentado. Los políticos, de
esta manera, consagran la iniquidad de los militares y de sus mandantes, en
su tarea de arruinar la República. Pagar a los damnificados, le dicen
al país, constituiría 'una nueva estafa'. ¿No es esto un caso
de culpabilidad invertida, de memoria histórica vuelta del revés,
que hace de las víctimas los perpetradores del crimen?
Interpretación: La destrucción del 'Capitalismo realmente existente'
en la Argentina
Los componentes fundamentales de la crónica han sido narrados. A continuación
(y espero que el lector soporte el esfuerzo) desarrollaré las tesis que
subyacen a la reconstrucción de la crónica:
En primer lugar, la demolición de la economía azucarera de Tucumán
ejecutada a partir de 1966 constituyó una batalla importante, por su
carácter inicial y experimental, en la lucha por desbaratar el modelo
social y económico de la Argentina de posguerra e implantar uno nuevo,
el del capitalismo especulativo, de la Argentina des-industrializada y compradora,
altamente concentrada y absolutamente dependiente del capital y de la voluntad
política de los Estados Unidos. Los grupos sociales beneficiados, que
actúan apenas como mandantes de Washington, constituyen una especie de
cleptocracia conformada por la coalición de los grandes grupos económicos
con los militares, los sindicalistas, la clase política y las sectas
integristas de derecha que han colonizado crecientemente el aparato del Estado
desde los años '60 y no lo sueltan, porque se adaptan a las dictaduras,
las democracias y las semidemocracias. La cleptocracia es una casta dirigente
y, al mismo tiempo, un régimen de Estado y de gobierno que apela a estrategias
fraudulentas y desarrolla una práctica viciada del poder, el que no necesariamente
produce su propio marco institucional y jurídico: simplemente distorsiona
o viola el existente, creando una situación de a-juridicidad.
En segundo lugar, cabe apuntar que para lograr una comprensión cabal
del 'misterio' argentino, el misterio de un país que parece haber cometido
suicidio, es preciso abandonar lo que un autor denominó la impostura
economicista. Tal impostura forma el hard core de la ideología neoliberal,
propagandizada incansablemente desde el poder, la gran prensa, la academia,
los 'centros de estudio' y las grandes corporaciones empresarias, las que abrumaron
al país con su lenguaje marmóreo (wooden language, dicen los ingleses),
organizado en torno a tres o cuatro tópicos ideológicos, revestidos
con las galas de una pretendida seriedad científica: modernización,
eficientismo, desregulación supuesta y libre mercado. La sacarofobia,
como lo habrá advertido el lector, es una de las versiones más
antiguas y acabadas de esta impostura. Señala O'Donnell que el capitalismo
financiero que se impuso en nuestro país tiene sus gerentes, sus ideólogos
y sus propagandistas bien remunerados. Creo que existe una cuestión previa,
sin embargo, que consiste en que esos propagandistas trabajaron sobre un terreno
largamente abonado, y que tocaron una música que gran parte de los argentinos
estuvo casi siempre dispuesta a escuchar. Es la cuestión de cómo
logró semejante éxito la 'impostura economicista' en el país.
La anécdota de la CAT, creo, es un buen ejemplo de ello: el capitalismo
'pandillero' se impuso por la fuerza, y no precisamente por las 'impersonales'
fuerzas económicas, por el triunfo de 'lo desarrollado y moderno versus
el atraso', etc. Esto significa que no nos encontramos ante algún proceso
inevitable y fatal, ni ante la realización de la 'justicia' del mercado.
Todo lo contrario: las armas empleadas fueron el poder militar, la fuerza del
Estado, la máquina administrativa, policial, judicial y periodística,
y también la manipulación del mercado. La historia de empresas
no se puede narrar solamente a partir de sus libros contables: intervinieron
los decretos, seudo-leyes e infinitas resoluciones 'administrativas' del poder
central; intervinieron los generales, coroneles, gendarmes y policías
federales; y también aquellos jueces que aceptaron prestarle el manto
de una falsa legalidad a una estructura institucional violentada y corrompida.
De manera que, mientras la prédica de los tecnócratas y economistas,
de los propagandistas y la prensa y de todos los medios masivos de comunicación
ha machacado el cerebro de los argentinos, durante décadas, con el lenguaje
marmóreo del dogma neoliberal, su eficacia dependió del hecho
de que el aparato del Estado, sea éste militar o civil, se encargó
a su vez de machacar la economía y la vitalidad productiva de la sociedad
argentina.
En tercer lugar, deseamos llamar la atención acerca de la urgencia de
una reflexión histórica, política y constitucional sobre
la naturaleza y las formas de construcción del poder en la Argentina.
Observemos que el hecho de que el Estado argentino, el PEN, cumpliese el papel
de aniquilador de una economía regional es lo notable del caso, porque
otorga a una anécdota apenas provinciana una significación algo
mayor, ya que nos habla acerca de la naturaleza real de este Estado argentino,
llamado Estado 'nacional', PEN. Nos obliga a reconsiderar seriamente su habitual
e irreflexiva caracterización como 'Estado nacional': es un poder central,
sin duda, pero ello no implica el sentido de 'estado nacional moderno'. La fuerza
centrípeta de ese estado adquirió precisamente dimensiones avasalladoras
a partir de la dictadura de Onganía: una fuerza centrípeta que
ejerció una función desintegradora, porque no fue solamente la
dictadura de una clase o de una coalición de grupos sociales sobre el
resto de la sociedad argentina; fue particularmente la dictadura de una parte
del país sobre el resto. El PEN, vértice superior y auténtico
lugar del poder en la Argentina, impuso su hegemonía mediante una sorda
guerra civil, semi-declarada y semi-encubierta, y lo hizo mediante la ocupación
militar de las provincias, en coalición con los grupos dirigentes locales,
allí donde encontró quienes se prestaran a actuar como sus agentes,
o anulando las hegemonías existentes y creando otras nuevas, cuando se
hizo necesario. Actuó como una verdadera máquina de guerra interior,
en tiempos de aparente paz.
Cabe decir que los horrores y los monstruosos excesos de la dictadura posterior
contribuyeron a que la mirada retrospectiva tendiese un manto de piedad sobre
aquella dictadura de Onganía, al punto que algunos la describen como
una 'dictablanda'. A nuestro juicio, esto constituye un serio error de perspectiva,
porque fue precisamente esa dictadura la que, en lo político e institucional,
consolidó definitivamente la estructura del PEN como poder hipercentralizado,
burocrático y autoritario; y, en lo económico, con Salimei y Krieger
Vasena inició la demolición del capitalismo nacional argentino
y el enfeudamiento del país a los capitales externos y al FMI. Esta reconsideración
del poder argentino, el PEN, constituye por lo tanto un prerrequisito para la
comprensión de la historia argentina reciente, a menos que nos satisfaga
declararla un 'misterio'. La condición del PEN como el nuevo tipo de
poder que hemos descripto aquí se afirmó mediante su victoria
en una guerra civil larvada, nunca declarada, y apenas percibida por sus víctimas
como tal, para emerger al final del proceso, tras cuarenta años de demolición
y disolución de la sociedad, como el único e hipostático
actor hegemónico, coaligando a los empresarios verdaderamente prebendarios,
a los tecnócratas y propagandistas con una casta política, sindical,
militar y eclesiástica. Su control territorial sobre todo el país
se ejerce mediante una cadena hegemónica que desciende desde la cúspide
del aparato burocrático hasta la base de la sociedad; el flujo en dirección
contraria, de abajo hacia arriba, desde el entramado social hacia el aparato
del poder, fue suprimido, des-institucionalizado. La 'representación'
fluye unidireccionalmente, desde arriba hacia abajo y desde el centro hacia
la periferia. El poder no representa, sino que crea sus propios representantes:
campeando soberano y desprendido por entero de la sociedad, a la que licuó
hasta disolver todos los canales de comunicación entre Estado y sociedad
civil, se erige como un poder casi de tipo asiático.
Por último, agreguemos una precisión acerca del término
capitalismo. Pese a su generalizado empleo en las narrativas de las llamadas
ciencias sociales del siglo XX, y a su vasta aceptación como un concepto
eficazmente descriptivo de la sociedad contemporánea, entiendo que se
trata de un concepto fundamentalmente ideológico y metafìsico,
cuyo contenido empírico es escaso o nulo, en la medida en que parece
aludir a un sinnúmero de entidades histórico-políticas
y económicas, tales como los Estados Unidos, España, Japón,
la Rusia postsoviética, los países latinoamericanos, etc., etc.
La lista abarcaría todo el registro de las Naciones Unidas menos un puñado
de países: China comunista, Corea del norte, Cuba y alguno más.
Dice tanto que no dice nada. Martín Malia apunta que apenas podemos discernir
tres componentes reales (empíricos), que son comunes a todas las entidades
históricas que se suelen clasificar bajo la palabra capitalismo: la propiedad
privada, el beneficio y el mercado. Pero no resulta claro que ninguno de los
tres posea esa condición. Un mercado, por ejemplo, resulta indefinible
si no se precisan las características de la estructura social sobre la
que se asienta, así como las instituciones políticas, jurídicas
y administrativas, además de las reglas específicamente económicas,
que lo delimitan; y por fin los hábitos, las creencias y los valores
(la cultura, en una palabra) de los agentes que actúan en él.
A poco que reflexionemos, se advierte que 'mercado' no es más que otra
palabra para designar a la sociedad, siempre que exista, en esa sociedad, un
mínimo nivel de libertades: una cierta libertad de circular, de producir,
de vender y de comprar, de obtener ganancias particulares y de acumular dinero.
Si aceptamos este sentido esencial, mercados hubo en la Grecia y la Roma antiguas,
en las ciudades medievales, en la América colonia de España. La
expansión del mercado en las sociedades que llamamos capitalistas, desde
el siglo XVI en adelante, fue un proceso co-extensivo, sino es que fue una sola
cosa, con la expansión de las libertades civiles. De manera que para
hablar de cualquier mercado debemos definir a la sociedad entera que lo constituye.
El 'mercado capitalista' norteamericano, por ejemplo, se rige por una serie
de reglas específicamente económicas, para no contar con el marco
constitucional que lo constriñe, que lo diferencian netamente del 'mercado
capitalista' argentino. Convendrá entonces el lector que resulta inadecuado
postular la premisa de que tanto en Argentina como en los Estados Unidos existe
el 'mercado', para deducir de allí que se trata de dos sociedades igualmente
capitalistas. El mismo razonamiento se debe aplicar a los restantes componentes
mencionados, la propiedad privada y la ganancia particular, motivo por el cual
resulta innecesario extenderse más.
Ahora bien, en Argentina, hasta los años 1970', aproximadamente, existía
un tipo de sociedad 'capitalista' que, muy sintéticamente, puede caracterizarse
como sigue: productora de bienes primarios, semi-industrializada, con una clase
empresaria muy fuerte en Buenos Aires y el Litoral, mucho más débil
en provincias; un reducido núcleo de grandes terratenientes, sobre todo
en las provincias del Litoral; y una vasta clase media de pequeños y
medianos empresarios, comerciantes, empleados y funcionarios, maestros y estudiantes,
y también pequeños y medianos intelectuales, y una clase trabajadora
fuertemente sindicalizada (en Tucumán, en particular en los años
'60, con mucho poder), con un elevado grado de participación en la distribución
del ingreso. La sociedad se fundaba, en términos genéricos, en
una cultura productiva, y su estructura social y política llegó
a organizarse como un remedo, muy incompleto si lo cotejamos con los modelos
centrales, del capitalismo del bienestar. La presencia del capital extranjero
en las finanzas, la industria y el comercio era importante, pero en absoluto
dominante.
Retomando el razonamiento ya expuesto, y dado que una entidad universal denominada
'capitalismo' no existe, sino como un modelo ideológico (para repudiar
o elogiar), denomino a lo que acabo de describir como el 'capitalismo argentino
realmente existente', efectuando una traslación de la operación
intelectual que se reveló como necesaria para la comprensión de
las sociedades que se autotitularon como 'socialistas' en la historia contemporánea.
Puesto que el término 'capitalismo' sólo adquiere un valor descriptivo
y analítico cuando alude a un lugar y un tiempo histórico determinados,
la aplicación que propongo puede considerarse, incluso, algo más
justificada que en el caso de los 'socialismos realmente existentes', que al
fin de cuentas constituyeron una familia casi única de sociedades, caracterizadas
por la propiedad universalmente estatizada, la rígida planificación
centralizada, la dictadura del partido único y, trágicamente,
por su carácter criminal (un rasgo que la conciencia humanista y 'progresista'
de la izquierda occidental se niega tercamente a reconocer). Las sociedades
que habitualmente llamamos capitalistas, por el contrario, no podrían
ser resumidas de igual modo, porque presentan una inmensa variedad en sus estructuras
sociales, políticas y económicas, en sus reglas jurídicas
y constitucionales y en su cultura.
Pues bien, el proceso iniciado hacia la década de 1960, del cual el caso
tucumano fue una especie de caso piloto, consistió en la destrucción
de lo que hemos denominado el capitalismo realmente existente en Argentina,
con su clase empresaria nacional fundada en la producción. Lo que le
sustituyó, o sea la agonía que vivimos, necesita un nombre para
nombrarlo. En la nueva sociedad argentina, la cúspide la ocupan un puñado
de grandes corporaciones económicas, cleptocráticas en sí,
más una cleptocracia específica originada en el aparato del Estado,
los partidos y los sindicatos, mientras que una parte inmensa de la sociedad
devino en una especie de clientela romana revivida. Cleptocracia o cronism (capitalismo
de pandillas) es quizá un concepto algo más empírico, de
mayor valor descriptivo, que el de 'capitalismo financiero': un sistema en el
cual el propio estado, vale decir quienes detentan el poder, apelan a estrategias
fraudulentas y a la creación de un marco seudo-legal para generalizar
el robo y la confiscación de ramas enteras del aparato productivo del
país, para proceder a su reparto entre los amigos y agentes del poder.
De un modo similar a lo que, según ciertas descripciones, fue el proceso
vivido en países como la India, la Argentina se mueve de la democracia
a la cleptocracia: los recursos institucionales de la primera son útiles
para tomar el poder y proporcionarle un fundamento; luego los políticos,
los jueces y los tecnócratas lo convierten en un máquina de saqueo.
Como quiera que sea, para determinar la dirección de la historia argentina
en el presente se requiere que asistamos todavía al completo despliegue
del proceso. ¿Hacia dónde va? ¿O vamos hacia la nada? Pero la historia
del futuro es un ejercicio para filósofos de la historia, no para historiadores.
Moraleja
Una anécdota suele ser aquello que consideramos como un suceso circunstancial
e irrelevante, un hecho quizá curioso, o divertido. La anécdota
que aquí se contó no tiene ninguno de esos rasgos. Pero tiene
una profunda significación vinculada con el país que acabamos
por construir o, mejor dicho, por destruir. ¿Es legítimo cerrar la crónica
con una moraleja? ¿Porqué no? La anécdota no enseña mucho
más que lo que los argentinos ya sabemos: que nada es más fácil
en este país que delinquir desde el poder. El abuso ilegítimo
del poder está consagrado por nuestra historia. Otorga riqueza, prestigio
y un seguro retiro a la vida privada. ¿Qué es hoy de Peyceré,
de Pinali, de Arechaga, de tantos otros? ¿Viven, han legado a sus hijos un buen
pasar, bienes, comodidad, lujos?
¿Acaso hubo, al fin, un 'affaire del azúcar'? Sí lo hubo, al menos
uno cuyas pruebas quedaron registradas en los expedientes judiciales: fue un
'affaire' de los funcionarios del PEN, quienes hicieron desaparecer 400.000
bolsas de azúcar y presentaron como ladrones a quienes fueron, en realidad,
sus víctimas. ¿No es el crimen perfecto? Sospecho que la historia reciente
del país se encuentra regada de historias similares. Uno de los jueces
consideró que las pruebas eran tan concluyentes como para recomendar
el procesamiento de los funcionarios. Pero ese juicio nunca llegó. Dice
Eden Phillpotts, por medio del inspector Foster, que 'de nueve casos entre diez,
los hechos evidentes son los verdaderos, aunque ésta pueda parecerle
una observación trivial'. El precepto no rige con comodidad en nuestro
país, donde nada resulta 'patente con diafanidad', como quería
el fiscal, y donde la evidencia no es tenida en cuenta para establecer la verdad.
* Roberto Pucci, investigador de la Universidad de Tucumán.