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Argentina: La lucha continúa

Opinión

EL 'AFFAIRE DEL AZUCAR': CUANDO EL REGIMEN DE ONGANIA TOMO POR ASALTO LA PROVINCIA DE TUCUMAN (1966-1970) (PARTE II)

LOS EMPRESARIOS NACIONALES EN EL TUCUMAN ANTISEMITA, ANTICOMUNISTA Y OLIGARQUICO
Por: Roberto Pucci

ARGENPRESS.info*

Roberto Pucci, investigador de la Universidad de Tucumán, descorre el velo del Tucumán reaccionario, antisemita, anticomunista y fascista de los 'barones del azúcar', de la oligarquía, a la que sirvieron las dictaduras militares. Con los Bussi se impuso el terror a sangre y fuego. Hay otro Tucumán, popular, el de la FOTIA combativa, la de los socialistas Octaviano Taire y Mario Bravo, de la Universidad de Rizieri y Silvio Frondizi, de Rodolfo Mondolfo, del democrático gobernador radical Lázaro Barbieri, de Monteros, comuna varias veces gobernada por los socialistas. Como actuaron los 'barones del azúcar' amigos del nazismo en los años treinta. Protagonismo de elementos del Opus Dei franquista.


El motivo anticomunista

Luego debe contarse el argumento del comunismo como uno de los móviles que desataron el ataque contra la CAT. Los militares vivían obsesionados por la 'alarmante infiltración comunista', y particularmente por las actividades económicas y los recursos financieros del PC; algunos medios de prensa adictos a la dictadura aseguraban que el PC manejaba mayor cantidad de dinero que los partidos políticos mayoritarios y tradicionales. La 'ideología de extrema izquierda' de los directivos de la CAT era un motivo que desvelaba a Onganía y sus agentes, que se susurraba en forma semipública en la prensa y en los informes de los servicios. ¡Los ingenios de la CAT eran 'los ingenios de los comunistas'!, se decía. En 1966 circuló profusamente un informe de la SIDE que aseveraba que la compra de 1962 había sido efectuada con un millón de dólares financiados por la URSS: en tiempos de la guerra fría, la intriga del comunismo internacional obsesionaba a los militares y fue una de las razones fundamentales del golpe militar. La provincia de Tucumán era 'El caldero del diablo', según titulaba una nota de Primera Plana a fines del año 1965, una provincia donde el comunismo había infectado la sociedad hasta su cúspide, estimulando la fantasmagoría anticomunista de los militares y la derecha argentina: 'En algunos círculos golpistas -afirmaba- se rumorea que si alguien se toma el trabajo de reflotar los antecedentes marxistas del Gobernador, la Intervención Federal es el camino ineludible que espera a una provincia en bancarrota'. . El gobernador aludido era el profesor Lázaro Barbieri, miembro del partido radical, quien en su juventud había pertenecido al socialismo argentino; la revista, lanzada en su campaña golpista, lo presentaba como una especie de 'Lenin del trópico' o, peor aún, de un Kerenski. Porque el argumento clásico, desde los monárquicos hasta los fascistas, para repudiar y resistir la democracia es que los liberales y los socialistas democráticos, y con ellos la democracia misma, no constituyen más que la antesala de la dictadura bolchevique. Lo que repudian, por lo demás, no es la dictadura, sino la dictadura cuando la ejerce otro partido que no sea el suyo.

De manera que la CAT fue un objetivo político, no sólo económico, cuya aniquilación se había convertido en una prioridad para la mente febril de los militares golpistas. El mismo día en que Salimei propaló su tronante discurso anunciando el asalto sobre Tucumán, el diario La Nación, bien enterado de los entresijos del poder, anticipaba que 'en cuanto a los ingenios afectados, serían Florida, Lastenia, Nueva Baviera y Trinidad, de la CAT, un grupo financiero en el que se creyó reconocer tiempo atrás una influencia 'frigerista' y al que actualmente se sindica como izquierdizante...'. La CAT anunció entonces, por medio de una solicitada en la prensa de Buenos Aires y de Tucumán, que iniciaría una querella criminal contra el diario de los Mitre, convocando como testigo a Nicanor Costa Méndez, ministro de Relaciones Exteriores de Onganía, en su calidad de asesor letrado interviniente en la operación de compra-venta de 1962 entre el grupo Tornquist y los nuevos dueños. Tal carta de 'presentabilidad', sin embargo, que comprometía legalmente a un notorio integrista y anticomunista, un miembro prominente del poder y de la 'alta sociedad' porteña -y una curiosa reliquia decimonónica en la Argentina de 1960, dicho sea de paso, con su levita, su galera y su bastón- no sería suficiente, como no lo era que un Figueroa Alcorta fuera su presidente, para levantar la condena ya secretamente dictada.

La CAT y el antisemitismo

A juicio de aquel régimen militar, el grupo CAT no se componía tan sólo de comunistas, sino también de judíos: Goransky, Duschatzky, Gelbard, etc. Conviene recordar a este respecto un episodio sumamente significativo. A fines del conflictivo año 1965, sembrado de huelgas azucareras y de duros enfrentamientos entre sindicatos y patrones, sumergida la industria en una severa crisis por producir mucho -no por improductiva, precisamente-, en un contexto en el cual el PEN (todavía un PEN constitucional, o al menos semi-constitucional, como el de Illia) se negaba tenazmente a trazar ninguna política azucarera nacional, estableciendo reglas de juego equitativas para todas las zonas productoras, la ofensiva de los sindicatos contra la dirección de la CAT presentó unas connotaciones particularmente violentas y muy llamativas. A principios de diciembre de ese año, en el curso de un paro general, los sindicatos de la CAT, pertenecientes a FOTIA (la Federación de los sindicatos de obreros azucareros), proclamaron que 'no se responsabilizaban por la vida de los administradores de los ingenios' de la compañía, en una apenas velada amenaza de muerte.

El viernes 17 de diciembre de 1965, finalmente, una partida de obreros y sindicalistas tomó por asalto y destrozó la sede de la CAT, en pleno centro de la ciudad capital: al mediodía de aquella jornada arribó una columna de obreros del ingenio La Trinidad, montados en tres camiones precedidos por un jeep, que ingresó a la Plaza Independencia por calle Congreso, para estacionarse en 25 de Mayo primera cuadra, frente a la sede de la CAT, a escasos metros de la Casa de Gobierno. El jeep que encabezaba la manifestación propalaba marchas militares, y los manifestantes portaban grandes carteles en los que podía leerse:

INGENIO LA TRINIDAD
HAMBRE
MUERAN LOS JUDÍOS

La leyenda contra los judíos se completaba al pie con un dibujo, de trazos casi infantiles, que representaba un patíbulo con un ahorcado. La columna de huelguistas trepó la explanada de la Casa de Gobierno profiriendo insultos contra el gobernador Lázaro Barbieri y luego se dirigió a la vieja casona de la esquina, antigua propiedad de los Méndez convertida en los escritorios centrales de la CAT. Violentaron las puertas e ingresaron tirando bombas de estruendo; munidos con las astas de banderas, destrozaron todos los cristales de puertas y ventanas y arrojaron desde los pisos superiores los escritorios, máquinas de escribir y todo género de papeles y documentos, saqueando a voluntad las oficinas para realizar al fin una gran fogata en la calzada, frente a la plaza. El asalto, cometido a 20 metros de la sede del gobierno, no fue molestado por fuerza policial alguna y concluyó cuando los dirigentes ordenaron terminar con el saqueo; luego subieron nuevamente en los vehículos y partieron, al son de los ritmos marciales del Jeep, en dirección a la Legislatura, donde los dirigentes entrevistaron al presidente de la Cámara de Diputados de la provincia: luego del vandalismo, la negociación entre políticos y sindicalistas proseguiría como si nada.

Los motivos del Señor Salimei

Los directivos de la CAT, en suma, eran sospechados como agentes del comunismo internacional y repudiados por su condición de judíos, y los sindicatos se habían sumado con entusiasmo a la caza de brujas. Cabría agregar que Salimei introdujo sus propios intereses en el asunto. El nombramiento de Néstor Jorge Salimei en el ministerio de Economía produjo no poca sorpresa en gran parte de los complotados en el golpe militar: esperaban ver a Martínez de Hoz o Juan Alemann en el cargo cuando apareció este joven de 40 años, educado en el Colegio La Salle, doctor en Ciencias Económicas, cabeza del conglomerado Sasetru. Los entendidos no sabían bien aún si se trataba de un 'nacionalista' o de un 'libreempresista', pero en realidad era las dos cosas al mismo tiempo, como en el caso de la mayoría de los cleptócratas del régimen. Arribó al poder apadrinado conjuntamente por el general Eduardo Señorans y por el 'capitán-ingeniero' Alvaro Alsogaray. Señorans era conmilitón suyo en los 'Cursillos de la Cristiandad', así como su empleado en Sasetru; y Salimei había sido discípulo de Alsogaray en los cursos del Instituto de Economía Social de Mercado. Un tercer padrino era el Coronel Juan Francisco Guevara, que comandaba la secta 'La Ciudad Católica', de corte integrista y fascista, a cuyas filas pertenecía Salimei. Al llegar al poder, el nuevo ministro pensó que tenía una excelente oportunidad para tender nuevas ramificaciones del grupo económico que comandaba, Sasetru, una vasta empresa económica del Opus Dei (secta a la cual pertenecían el ministro y numerosos miembros del elenco de Onganía, entre otros el señor Virginio Pinali, amigo y pariente de Salimei, a quien éste nombró Director Nacional de Azúcar), que comprendía al Banco de Boulogne, la institución que manejaba las finanzas de la Iglesia Católica argentina.

Creado en 1949 por Salimei, Juan Angel Seitun y Jorge Trucco Aguinaga, el holding Sasetru fabricaba por esos años el 20 por ciento del aceite de lino del país y poseía numerosos molinos harineros, empresas viales, compañías de seguros, el Banco de Boulogne y otras más. Con el favor del poder militar, Sasetru dio su gran salto y en los años '70 llegó a controlar el 5 por ciento de todas las exportaciones argentinas de alimentos, así como el 23 por ciento de las ventas externas de cereales. El holding creció hasta conformar un conglomerado de 36 empresas, pero el nuevo régimen militar decretó su ruina, hacia 1980, presionado por otros 'grandes' como Bunge y Born y Cargill. Para ese entonces, Salimei había pasado ya a mejor vida, en 1975. En el estilo de Salimei se advierte ya la modalidad de operación que habría de poner en práctica el Opus Dei en la política secreta y pública del país en las últimas décadas: el uso del poder para beneficiar sus negocios, la audacia sin escrúpulos, el libreempresismo asociado sin problemas al cooperativismo y al corporativismo antidemocrático. En suma, un programa de revolución 'cristiana', de filiación franquista o falangista, que contó con numerosos entusiastas en la provincia de Tucumán, rápidamente encaramados en la función pública local. Salimei pretendió fagocitarse alguno de los ingenios cerrados compulsivamente. Pero al caer destronado, en los últimos días de 1966, debido a la guerra interna desatada en las entrañas del régimen, sus propósitos se vieron al fin frustrados.

La CAT como el demonio del credo sacarófobo

El caso es que la mala fama de la CAT, continuamente trabajada por la prensa, se había convertido ya en algo proverbial, de manera que cualquier proximidad con ella era como el abrazo del oso. A pocos días de aquel feroz asalto de diciembre, perpetrado ante la más completa pasividad policial, el gobernador Lázaro Barbieri, reunido con todos los factores azucareros, diría: '-No defiendo, lógicamente, a la Compañía Azucarera Tucumana. Me disgusta que haya industriales así'.

La CAT simbolizaba en su composición empresaria el conjunto reunido de todas las fobias y de todos los intereses que la dictadura militar ansiaba destruir: se trataba de uno de los grupos azucareros productivamente más importantes de Tucumán, sus capitales pertenecían a empresarios locales y nacionales, muchos de los cuales eran judíos y de sospechadas simpatías con el comunismo. Era probable, por si faltase algo, que detrás de la CAT se ocultase, en realidad, el 'oro de Moscú': ¡Una especie de versión comarcana del 'judeobolchevismo', de la fantasmática 'Sinarquía', encarnada en la no menos odiada clase azucarera tucumana! Para aquellos militares de inclinaciones fascistas, como para los sindicalistas, los católicos de sectas integristas y los tecnócratas neoliberales, semejante trinidad de judíos, comunistas y dueños de ingenios de Tucumán era mucho más de lo que se podía tolerar. El motivo del comunismo y el judaísmo de los empresarios azucareros de la CAT, sin embargo, debía permanecer semivelado, era un 'motivo impúdico', algo que se decía en privado pero que sólo brotaba a la luz en momentos de exaltación nacionalista. El régimen militar había dictado su 'ley anticomunista', pero no le resultaba fácil aplicar ese instrumento seudolegal, porque la simple y alegada simpatía de convicciones no era suficiente, todavía, para colocar a los miembros de la CAT tras las rejas.

En cuanto al 'judaísmo' de la CAT, no podría ser entonces, como no lo es hasta hoy, una razón que tanto el poder militar como los restantes enemigos de la CAT se atreviesen a asumir abiertamente como un motivo para su persecución en un país como Argentina, cuyo profundo antisemitismo nunca quiso reconocerse como tal. En este país el antisemitismo genera crímenes cometidos desde el poder que el poder nunca reconoce; la derecha produce y reproduce grupos clandestinos de agresión criminal contra los judíos, y se permite expansiones antisemitas en su literatura panfletaria, pero sus agentes en el poder conservan una elegante y cínica 'imparcialidad'. El antisemitismo argentino se expresa, por lo general, bajo el ropaje del 'antisionismo'. De manera que la estrategia que quedaba al alcance de aquella dictadura para destruir a la CAT, una que contase con el apoyo de la opinión pública y con la consagración académica de los 'cientistas sociales', consistió en presentar a sus miembros como delincuentes económicos y como 'malos industriales'. Pero resulta obvio que no fueron las ideas, ni la fe religiosa, ni la condición étnica, ni la 'moral' de los directivos la CAT los que motivaron su condena a muerte. No constituían la razón, sino el pretexto, pero su utilidad residió en que convocaron a un inmenso espectro social, político y territorial para otorgarle legitimidad a ese acto de liquidación de un grupo empresario. En la agresión a la CAT y a la economía de Tucumán, según hemos intentado describir hasta aquí, confluyeron una multiplicidad de intereses: el PEN encontraba, en la CAT, un flanco débil para golpear, junto con ella, a la provincia entera; Herminio Arrieta realizaba sus fines económicos particulares, arrancando una enorme porción del negocio azucarero a su favor, en la medida en que la industria tucumana era asaltada y sumergida en el caos; sus socios menores en Tucumán fueron arrastrados detrás del 'ingeniero' porque daban un zarpazo inmediato con la aspiración de ocupar el lugar dejado por los ingenios caídos, incapaces como fueron de advertir que, en el mediano plazo, sus empresas carecían de futuro en una provincia para cuya ruina estaban colaborando. La regulación azucarera trazada a partir de 1966 implicó la reducción forzosa de alrededor de un 30 a un 40 por ciento de la producción tucumana sobre el promedio del quinquenio anterior, mientras que en el caso del llamado 'norte grande', los ingenios de Salta y Jujuy, la limitación sólo alcanzó al 7 por ciento, con lo cual daban en realidad un enorme paso adelante en la captura del mercado azucarero argentino. Tucumán, que producía el 62 por ciento del azúcar argentino en 1963, vio reducida su participación al 51 por ciento en 1967, mientras que el 'norte' saltó del 32 al 43 por ciento en esos mismos años. En cuanto a los políticos de todos los colores, enfeudados a sus conducciones 'nacionales' en Buenos Aires, raramente entendieron el verdadero significado anti-capitalista, por antinacional, de las políticas trazadas por el PEN, sea bajo administraciones radicales o peronistas, como por las dictaduras militares. Y la bandera 'antiindustrial azucarera' fue siempre el modo de apelar al 'pueblo' cuando se está en campaña.

Los convenios de 1967 y la imposición por el PEN de un extraño Presidente

El golpe asestado por Salimei pretendió ser mortal, pero no pudo serlo; en primer lugar, porque el PEN, en los primeros tiempos de Onganía, todavía pretendía actuar dentro de un cierto marco de semi-legalidad, y la querella judicial iniciada por la CAT amenazaba con volver en su contra las medidas brutales adoptadas; pero sobre todo porque el plan de Salimei había sembrado el caos en Tucumán, por lo que pendía siempre la amenaza de un estallido social. El gobierno de Onganía, en realidad, se preocupó por las consecuencias posibles de la querella judicial iniciada por Figueroa Alcorta, entonces presidente de la CAT, quien, junto con Fernando Tornquist (dos apellidos ilustres y poderosos de Buenos Aires) tenía algo que decir: que los ingenios La Florida y La Trinidad, clausurados a la fuerza, constituían plantas modelo en el ramo azucarero, por lo que su cierre resultaba absolutamente injustificable. Un militar del SIDE fue comisionado entonces por Onganía para examinar en el terreno, en los pueblos de Río Seco y La Florida, donde se localizaban esos ingenios, si la 'racionalización' de Salimei podía sostenerse de algún modo, y el espía le informó a su regreso que no había como sostenerla. De modo que el PEN se avino a un convenio con la CAT que permitió la reapertura de las dos fábricas, a cambio del desmantelamiento inmediato de las otras dos, así como una renegociación de las deudas de la firma, lo que se pactó con todos los ingenios del país, entre ellos el ingenio Mercedes de Tucumán, propiedad de Herminio Arrieta, quien, luego de obtener su reprogramación de deudas del interventor Aliaga García, cerró y desmanteló la fábrica. En el caso de la CAT, sus deudas se habían abultado debido a la paralización forzada de la molienda de 1966, interrumpida por los gendarmes apenas comenzada.

A fines de 1966 aterrizó en Tucumán el Director Nacional de Azúcar, el Sr. Virginio Pinali, con los borradores de los 'convenios', los que no eran más que unos documentos seudo-jurídicos que presentaban como voluntaria un imposición dictatorial del PEN, que en algunos casos dictaban las condiciones bajo las cuales algunos ingenios podían seguir moliendo (tales los casos de La Trinidad, La Florida y Bella Vista, por ejemplo), en otros otorgaba préstamos millonarios a sus propietarios para que clausuraran 'voluntariamemente' sus fábricas: tal hicieron, en el curso de ese año y los siguientes, los dueños de los ingenios San José, Los Ralos, Santa Lucía, Mercedes y San Ramón, entre otros. Herminio Arrieta, propietario del ingenio Mercedes en Tucumán, embolsó la suma correspondiente y procedió a desmantelar de inmediato la fábrica que había adquirido años atrás en la provincia. El PEN pagó sumas fabulosas a los industriales, pero a cuenta de las arcas provinciales, por supuesto. Los decretos de Onganía que sancionaban tales 'acuerdos' fijaron una suma de 30 pesos por kilogramo de azúcar sobre los cupos autorizados para cada ingenio, con lo que los derechos de producción eran 'transferidos' al PEN, quien así pudo disponer de los mismos para trazar la 'zonificación' que se proponía a favor del llamado Norte grande. El valor fijado representaba unos 120.000 pesos por hectárea de caña, un precio que, según denunciaba el Colegio de Martilleros de Tucumán en esos días, ni la mejor tierra de la provincia lo valía. De manera que los industriales que aceptaron el cierre de sus fábricas obtuvieron el mejor dinero por sus tierras, pero sin venderlas, y todavía encima conservaron hasta los cañaverales, porque no se los obligó a decepar. Como sostenía el único órgano provincial que se atrevió a decir la verdad en aquella época, 'tal diferencia explica la callada aceptación de los 'libreempresistas tucumanos', de tal modo favorecidos por la intervención estatal'.

Los pagos a los industriales se efectuaron de inmediato y favorecieron a 19 grupos industriales. Por el contrario, cuando se trató de indemnizar a los miles de pequeños cañeros expulsados de la actividad, así como a los obreros cesanteados, a las cooperativas y las instituciones asistenciales, pasaron años hasta que cobraron, en cuentagotas, sus acreencias. El ingenio Ledesma también fue merecedor de su propio 'convenio' con el PEN: fue firmado en mayo de 1967, de manera tan secreta, que hasta el propio general Aliaga García, el procónsul de Onganía en Tucumán, lo declaró 'intempestivo'. Sigilosamente tramitado entre Arrieta, Solá y Virginio Pinali, el convenio fue ratificado por Krieger Vasena el 26 de mayo de aquel año, y concedía a la empresa de Arrieta-Blaquier un aumento de 15.000 tns de azúcar en sus derechos de producción, los que se quitaban simultáneamente a Tucumán. Esto representaba el tamaño de un ingenio mediano de la provincia.

A cambio del convenio de reapertura de sus ingenios, la CAT tuvo que aceptar la incorporación de Julio César Cueto Rúa como su nuevo Presidente: curiosa imposición de un directivo que no poseía ni una sola acción en la firma, y que jamás se había desempeñado como empresario en el mundo azucarero. El extraño desembarco de Cueto Rúa en la presidencia de la CAT sorprendió a ciertos sectores en Tucumán: UCIT, el gremio de los cañeros, decidió entonces 'arrancarle simbólicamente' la medalla que le había otorgado en 1957 como premio a su gestión en favor de los plantadores, cuando era Ministro de Industria de Aramburu. Tal repudio se debía a la pública complicidad de Cueto Rúa con el asalto contra la industria tucumana, por su condición de socio de Krieger y por su reconocible autoría de los artículos que, desde las páginas de la revista Análisis, predicaban desde mucho antes de 1966 el cerrojazo aplicado por Onganía y Salimei. De visita por la provincia a fines del año 1967, estrenando todavía su condición de 'empresario azucarero', Cueto Rúa declaraba, casi a título de vocero oficial del PEN: 'La política azucarera del gobierno nacional es irreversible. Considera que, para producir las 400.000 toneladas que Tucumán tendrá que elaborar (el cupo asignado per se por el PEN), bastan 14 fábricas'. En criollo, Cueto Rúa anunciaba el cierre de otros cinco ingenios. Se explica, porque Cueto Rúa era un adalid del neoliberalismo, muy próximo a Krieger y uno de sus más férreos propagandistas. El extraño pacto impuesto por el PEN fue como poner al zorro a cuidar las gallinas, pero sin duda Nadra y el directorio de CAT no tuvieron otra salida que aceptar. La compañía retornó entonces a la producción con sólo tres ingenios: Santa Rosa, La Florida y La Trinidad.

Desenlace: La fabricación de un 'Affaire' o el PEN como poder conspirativo, 1969-1970

Coordinación Federal invade el ingenio La Florida

El asedio contra la CAT, una vez recuperada la mitad de los ingenios que Salimei les clausurara en 1966, asumió la forma de una serie de maquinaciones y de conspiraciones administrativas, de acoso policial y de los servicios, de propaganda insidiosa y retaceo crediticio, hasta que el PEN pasó nuevamente a la conspiración política directa a partir de la segunda mitad del año 1969. Un día del mes de setiembre de aquel año desembarcó en Tucumán una extraña expedición proveniente de la Capital Federal: se trataba de un pelotón conformado por medio centenar de inspectores fiscales de la DGI y agentes de Coordinación Federal, portando una orden de un juez metropolitano que mandaba la realización de allanamientos en los ingenios de la CAT (junto con algún otro, para guardar las apariencias), con motivo de una causa originada dos años atrás, una defraudación contra CIFEN, el organismo estatal encargado de la comercialización exterior del azúcar argentino, en la cual se investigaba la desaparición de 5.600 tns de azúcar. La firma distribuidora 'Laguzzi' habría cometido la estafa. Los inspectores y agentes federales, fuertemente armados, se presentaron en las oficinas de los ingenios La Florida, Santa Rosa y Trinidad, secuestraron todo tipo de documentación y, en el último de los nombrados, lacraron la caja de caudales que contenía los haberes de los obreros y empleados del ingenio.

La indignación estalló entre los trabajadores y el pueblo de los ingenios. En La Florida fue el propio capitán (R) Jaime Solá -director del ingenio y miembro del directorio de la CAT, arribado allí de la mano de Cueto Rúa- quien, acompañado por los dirigentes sindicales, los obreros y los empleados de la fábrica, expulsó a los inspectores y policías del pueblo, tronando indignado ante la prensa por esa extraña investigación de un delito cometido en Buenos Aires años atrás, cuando el ingenio, por lo demás, se hallaba en manos de los interventores del PEN impuestos por Salimei. Solá no dudó ni un instante de que se trataba de 'provocar el cierre definitivo de la fábrica', según denunció por medio de la prensa provincial. En La Trinidad fue el sindicato quien se encargó de expulsar a la tropa de porteños. El día 15, el oficial jefe de Coordinación Federal realizaba un segundo intento de allanamiento en La Florida, que fue nuevamente impedido por los obreros, pero esta vez bajo un a pedrea general contra los intrusos. En Santa Rosa los incidentes fueron más serios, puesto que la gente expulsó a los 'inspectores' a puñetazos y puntapiés, algunos de los cuales alcanzaron, de paso, al propio abogado de la empresa y síndico del ingenio, herido en el rostro cuando quiso proteger a los agentes del ataque de la muchedumbre.

Este último denunció la provocación ante el juez federal de Tucumán y justificó la conducta de los obreros porque, según afirmaba, 'captaron el carácter de esta investigación, que por su falta de oportunidad y su intención conforma un cuadro similar al ocurrido en 1966, constituyendo una nueva agresión contra el fortalecimiento y la existencia de la industria tucumana'. Puso de relieve el hecho 'oscuro' de que un robo ocurrido en Buenos Aires, en el que estaba implicado el ex-Director Nacional de Azúcar Virginio Pinali, pariente de Salimei, y por el cual había sido finalmente exonerado, encontrándose prófugo en el exterior, condujera a este operativo en los ingenios tucumanos. A todo esto, los federales ingresaban fuertemente armados en todas las oficinas y fincas cañeras de la CAT, en franca actitud intimidatoria, saqueando papeles y perturbando el normal funcionamiento de la empresa, a punto tal que hasta el juez federal de Tucumán se vió obligado a intervenir (exigido por el abogado de la CAT), librando un oficio que conminaba a esa extraña tropa a limitarse a su cometido. Pero ¿cuál era ese cometido? Un suelto periodístico en la Capital Federal anunciaba, el domingo anterior, que en Tucumán 'no pueden quedar más de seis ingenios', y mientras se sucedían los incidentes que acabamos de narrar, el ministro-Gral. Imaz tranquilizaba desde Buenos Aires a los obreros de la CAT, asegurándoles que sus 'fuentes de trabajo estaban garantizadas' y exhortándolos a que 'no se dejen engañar' por los directivos de la empresa, ya que era 'posible que se estuviese ante grandes irregularidades'. Se trataba de un verdadero mensaje 'en clave del jefe político de la dictadura militar que, emitido en septiembre de 1969, constituía toda una confesión de lo que estaba por venir en mayo de 1970, puesto que decía dos cosas y tenía dos destinatarios: a los propietarios de la CAT les anunciaba, con más de seis meses de anticipación, el 'affaire' que se descubriría como cometido en mayo de 1970; y a los obreros, que esta vez la táctica del PEN había cambiado, porque no se cerrarían las fábricas de la CAT, sino que serían confiscadas en nombre de una gestión 'nacional y popular'. Imaz cerró sus declaraciones con pretendidas muestras de imparcialidad 'interprovincial', asegurando que las 'inspecciones' también tenían lugar en Salta y Jujuy. Es de imaginar la ancha y sibilina sonrisa de Herminio Arrieta al leer esto, si bien no podía saber que le quedaba muy poco tiempo de vida para gozarlo: moriría de un infarto en enero siguiente, en Mar del Plata.

El señor Virginio Pinali, Director Nacional del Azúcar

Como afirmara el General Imaz, se estaban cometiendo 'graves irregularidades', en efecto, pero las cometían los funcionarios del PEN, y el señor Pinali, director del azúcar nombrado por Salimei, su jefe en Sasetru y en el PEN, a quien sobrevivió en los primeros tiempos de Krieger, fue uno de los delincuentes más destacados de aquel período. Porque, ¿en qué había consistido aquel asunto de Laguzzi, que les sirvió de pretexto a los funcionarios del PEN para tomar por asalto los ingenios de la CAT en setiembre de 1969? Pues, sencillamente, en un robo de azúcares de ingenios tucumanos -entre otros, los de la CAT- cometido por...el propio señor Pinali. Ese robo, que no supo encubrir adecuadamente, ya le había valido, cuando los sucesos de setiembre en Tucumán tenían lugar, que Angel Solá, por entonces Secretario de Comercio e Industria de la Nación, lo suspendiese en sus funciones como jefe de la DNA en agosto de 1967 y, un año después, que el propio Onganía lo exonerase de sus funciones, con retroactividad al 7 de setiembre de 1967, por 'apresuramiento en la gestación' del contrato con la firma Laguzzi, según rezaba el texto del decreto de expulsión. Los términos empleados en el castigo, por supuesto, resultaban benignos y cómplices ya que, según lo establecería el Tribunal de Cuentas de la Nación en 1971, Pinali había arrendado unos depósitos para guardar azúcar tucumano a una firma inexistente, jurídicamente 'sin solvencia material', que no poseía galpones adecuados, por medio de un contrato que Pinali firmó desoyendo la advertencia en contrario de sus propios subordinados de la DNA, quienes le indicaron que resultaba mucho más conveniente emplear los depósitos oficiales, puesto que eran más seguros y se encontraban mejor ubicados, en la zona ferroportuaria.

Separado de su cargo por sus propios mandantes debido a las escandalosas 'irregularidades' que había cometido, Pinali se atrevió, sin embargo, a elevar su renuncia ante Onganía en diciembre de 1967 mediante un texto notable por su arrogancia y su cinismo, en el que resumía los 'logros' de su gestión en los siguientes términos: 'Cierre de ingenios antieconómicos, erradicación del parvifundio cañero, determinación de zonas azucareras, declaración de guerra al monocultivo, sometimiento de los poderosos (....), aplacamiento de tensiones sociales, real protección a los intereses de empleados, obreros y productores cañeros, apaciguamiento de rivalidades provinciales...'. Concluía quejándose por 'la absurda situación creada' en torno a su gestión y achacando el robo de las 5.600 tns. de azúcar a los empleados de la DNA y del CIFEN, quienes, en realidad, fueron los que denunciaron su conducta delictiva para terminar, de modo nada sorprendente, atacando a la CAT como empresa insolvente e irresponsable.

La resolución número 2584 del Tribunal de Cuentas de la Nación condenó a Pinali a pagar 205 millones de pesos como responsable por el perjuicio fiscal cometido en esa 'defraudación', que consistió en el vaciado y rellenado de 36.000 bolsas de azúcar, de cada una de las cuales sustrajeron 10 kilogramos del producto para colocar basura en su interior, con lo que robaron un total de 5.600 tns de azúcar. En su defensa Pinali sólo pudo alegar la prescripción de la causa, a lo que no se dio lugar, pero desconozco si finalmente cumplió con la pena impuesta. En cuanto a Laguzzi, su socio en el delito, el juez Luis María Rodríguez lo condenó a tres años de prisión. Un editorial del diario Noticias de Tucumán diría, con razón, que el fallo del Tribunal, si bien justo, no compensaba en absoluto los daños ocasionados por Pinali a la provincia de Tucumán y a su industria, en la cual dejó 'un recuerdo inolvidable por lo funesto y desaprensivo' de su gestión. Pinali ocupa un lugar destacado en la casta de los cleptócratas, a los que habremos de referirnos un poco más adelante.

Las denuncias del señor Medina

Pinali y sus jefes, Jorge Salimei y Mario Galimberti, habían sido objeto de un resonante denuncia tiempo atrás. El viernes 6 de octubre de 1967 el por entonces gobernador-interventor de Tucumán, Gral. (Auditor) Fernando Aliaga García hizo trasladar a su despacho, por la fuerza policial, al contador Humberto Medina, segundo jefe de la seccional local de la DGI: éste había acusado a los titulares de la política azucarera nacional, y al propio gobernador, de perseguir fines turbios mediante el cierre de los ingenios, en un informe que había elevado al jefe del CONASE, Gral. Osiris Villegas. Las denuncias de Medina se centraban en el trío Salimei-Galimberti-Pinali, y de éste último afirmaba que había obtenido su designación como jefe de la DNA pese a que no contaba con 'ningún antecedente y/o conocimiento de la Industria Azucarera en los aspectos técnicos, fabriles, agrícolas (...) Que desconoce las zonas azucareras del país, y su gente' (lo que era completamente cierto), y agregaba: 'Este Sr. llega al cargo -se supone- en virtud de ser compadre del entonces ministro de Economía Sr. Salimei', así como que le constaba, por vía de testigo directo, que el Jefe de la V Brigada, el Gral. Délfor Félix Otero, le habría manifestado al propio Pinali: 'El Sr. Salimei, Galimberti y Ud. son los responsables del desprestigio de la Revolución Argentina en Tucumán, en un 80 por ciento'.

Medina agregó en ese curioso 'memorando' algo más interesante: 'El grupo Salimei-Galimberti-Pinali que había puesto sus ojos en los ingenios de la Compañía Azucarera Tucumana, en forma especial en La Florida y La Trinidad, uno de los motivos principales que tuvo para fundamentar la necesidad de la intervención de los ingenios de la CAT había sido que los capitales y varios de sus principales dueños eran de origen comunista (...) y afectos a esta ideología subversiva. La aclaración tiene su sentido ya que se señala entre otras a la Compañía Azucarera Tucumana como financiando al partido comunista argentino anualmente en sumas que pasarían los cuarenta millones de pesos. Todo esto fue aprovechado por el grupo Salimei para concretar sus propósitos de intervensión (sic), quiebra y posterior adquisición de dichos establecimientos por los Sres. Salimei-Galimberti-Pinali y Cía'. La ortografía y la sintaxis de aquel informe dejaban mucho que desear, pero la violenta reacción de Aliaga no fue motivada por eso, ni siquiera por los asertos que acabamos de transcribir, sin embargo, sino porque Medina lo acusó de haberse beneficiado con una coima de 70 millones de pesos para gestionar el mantenimiento del ingenio Bella Vista, también amenazado por la furia modernizadora del equipo económico nacional, fábrica que, efectivamente, no sería clausurada al fin. El Gral. Villegas pasó el escrito de Medina al Secretario de Comercio e Industria, Angel Solá, éste lo giró a su vez al titular de la Fiscalía Nacional de Investigaciones Administrativas, Sadi Conrado Massué, quien desestimó los cargos efectuados por Medina. Pinali, recordemos, ya había sido suspendido por el asunto Laguzzi.

Las denuncias de Medina eran por cierto muy vagas, caían sobre medio mundo, y por añadidura atacaban especialmente a un funcionario de la DNA que había mantenido duros enfrentamientos con Pinali, los que contribuyeron a destapar la estafa Laguzzi, de manera que no resultaban en absoluto creíbles. Sobre todo, muy pocos en la provincia podían convencerse, en ese tiempo, de que el 'Poder Ejecutivo Nacional' hubiese estado tramando una 'confabulación nacional' contra Tucumán: el 'gobierno de la Nación' no podía comprometerse en tales ruindades, se pensaba en aquellos tiempos ingenuos. De modo que Medina era considerado como un individuo un poco lunático, y el corresponsal de Primera Plana en Tucumán desestimaría el 'libelo' por su 'prosa onírica, llena de vaguedades (...) algo así como los Protocolos de los Sabios de Sión extendidos a la industria azucarera'. La revista, según sabemos, se había alineado con el gobierno de la 'Revolución Argentina', como que las notas que venía publicando sobre la situación en la provincia desde antes de 1966 se encargaban de legitimar las medidas tomadas por Salimei y Krieger para aplastar a la industria azucarera tucumana. El informe de Medina, por cierto, no proporcionaba ninguna prueba, pero como era un hombre allegado al general Osiris Villegas, esto le habría facilitado un cierto acceso a la información manejada por los servicios de seguridad del Estado. Un hombre de confianza del equipo de Krieger confiaría a Última Línea: 'El contador Medina goza de muy alto prestigio en el Consejo Nacional de Seguridad, el organismo que conduce el Gral. Villegas'. No debe sorprendernos, entonces, que su 'memorando' describiese, al fin y al cabo, con casi tres años de anticipación, el destino exacto que le tocaría a la CAT en manos de los funcionarios del PEN. Medina fue trasladado de su oficina en Tucumán a la sucursal Bahía Blanca de la DGI, y poco después fue cesanteado por decreto de Onganía en 1968, 'por inconducta notoria'.