EL 'AFFAIRE DEL AZUCAR': CUANDO EL REGIMEN DE ONGANIA TOMO POR ASALTO LA PROVINCIA DE TUCUMAN (1966-1970) (PARTE I)
LOS EMPRESARIOS NACIONALES EN EL TUCUMAN ANTISEMITA, ANTICOMUNISTA Y OLIGARQUICO
Por: Roberto Pucci
ARGENPRESS.info)*
Roberto Pucci, investigador de la Universidad de Tucumán, descorre el velo del Tucumán reaccionario, antisemita, anticomunista y fascista de los 'barones del azúcar', de la oligarquía, a la que sirvieron las dictaduras militares. Con los Bussi se impuso el terror a sangre y fuego. Hay otro Tucumán, popular, el de la FOTIA combativa, la de los socialistas Octaviano Taire y Mario Bravo, de la Universidad de Rizieri y Silvio Frondizi, de Rodolfo Mondolfo, del democrático gobernador radical Lázaro Barbieri, de Monteros, comuna varias veces gobernada por los socialistas. Como actuaron los 'barones del azúcar' amigos del nazismo en los años treinta. Protagonismo de elementos del Opus Dei franquista.
Presentación
El 28 de junio de 1966 los militares tomaron el poder en Buenos Aires y, menos de dos meses más tarde, enviaron quinientos gendarmes y policías federales a la provincia de Tucumán para ocupar y cerrar por la fuerza siete fábricas azucareras. En el curso de los años que siguieron, sucesivas medidas de aquel Poder Ejecutivo Nacional (PEN) condujeron a la clausura definitiva de 11 de los 27 ingenios que operaban en la provincia, desatando un auténtico cataclismo social y económico. Las medidas del régimen militar comprendieron, además, la eliminación de unos 10.000 pequeños productores cañeros y la reducción de 120.000 hectáreas de cultivos. La provincia se sumergió en el marasmo más completo a medida que su producción se contraía en un 40 por ciento y que la desocupación arrojaba al exilio interior a unos 200.000 tucumanos. Los cierres, la parálisis económica y las quiebras se extendieron por toda la provincia, afectando a la actividad manufacturera, artesanal y mercantil que se vinculaba estrechamente con el ciclo anual de la zafra y la molienda: grandes y pequeños comerciantes, proveedores de máquinas y herramientas para los ingenios y las fincas cañeras, carpinteros y herreros, tenderos, almaceneros e infinidad de pequeños comerciantes. Varios miles de zafreros santiagueños y catamarqueños, que arribaban cada año para las cosechas, perdieron a su vez lo que representaba su fuente de trabajo principal en una lenta agonía que puso fin, con el tiempo (porque a ello contribuiría, también, la creciente tecnificación del agro tucumano), a esa migración estacional que poblaba periódicamente los campos tucumanos. Al finalizar la década, el territorio de Tucumán se asemejaba a un 'paisaje después de la batalla', sembrado de pueblos fantasma, en los que sólo quedaban niños, mujeres y ancianos. Buenos Aires y las ciudades del Litoral argentino tendrían que experimentar la década menemista para conocer, recién, una situación parecida.
En aquel escenario dantesco, la dictadura militar escogió como uno de sus blancos principales a la Compañía Azucarera Tucumana (CAT), cuatro de cuyos cinco ingenios fueron clausurados por el 'plan' de Salimei para Tucumán, anunciado el 21 de agosto de 1966. De las fábricas que conformaban el grupo CAT, que representaba un 20 por ciento de la producción azucarera tucumana, al menos tres se contaban entre las más eficientes de la actividad. La misma enormidad del despropósito, que amenazó con provocar una guerra social (que nunca llegó, sin embargo, como no fuese bajo la forma de desesperadas e ineficaces rebeldías, pero que alimentaría poco después los brotes de terrorismo y de contraterror criminal del Estado) obligó a Onganía a permitir que la CAT reabriera, en 1967, dos de los ingenios que le habían clausurado. A los pocos años, sin embargo, los funcionarios del PEN militar tramaron un complot para presentar a los directivos de la firma como los autores de un escandaloso negociado, que la prensa de todo el país calificó como el 'affaire del azúcar', una especie de supremo negociado del siglo. Los empresarios de la CAT fueron perseguidos, apresados, procesados y, cuando todo eso no resultó suficiente, los militares los convirtieron en prisioneros 'a disposición del PEN', sin necesidad de acusación alguna, invocando el estado de sitio que habían impuesto. La CAT fue intervenida, confiscada y obligada a una quiebra forzosa, y sus bienes y fábricas fueron traspasados a una empresa estatal creada para tal fin, la Compañía Nacional Azucarera S.A. (CONASA), administrada por coroneles, cuya existencia se prolongó hasta que una nueva dictadura militar, la del 'Proceso', reprivatizó los ingenios, rematándolos a precio vil.
¿Qué significado debemos darle a esos acontecimientos, en particular a la persecución encarnizada contra la CAT? ¿Tienen alguno? Para comenzar, digamos que gran parte del país se tragó la fábula, creada por aquellos gobernantes, de que habrían actuado para 'racionalizar' la actividad, para castigar la delincuencia económica y 'moralizar' su industria azucarera, y para promover al fin el desarrollo de la provincia de Tucumán. Semejante credulidad puede comprenderse porque la mayoría de la gente que compone nuestra sociedad estaba preparada para creerlo y, sobre todo, porque quería creerlo; y porque a ciertos industriales azucareros rivales, tanto de Tucumán como a los de afuera, en particular los grupos de Arrieta-Blaquier y Patrón Costas (propietarios de los ingenios Ledesma y San Martín de Tabacal en Salta y Jujuy), les convenía propagandizar la impostura, debido a que fueron cómplices y beneficiarios de la intriga. La demolición de la CAT fue sólo una parte de la brutal amputación practicada en la economía tucumana, pero lo curioso, y en cierta medida trágico, es que ese feroz ataque contra la provincia nunca fue considerado como tal ni siquiera en la propia provincia, sino como una crisis natural e inevitable de su enferma economía.
La abrumadora mayoría de las descripciones históricas usuales contienen esta narrativa, que denominé en otro trabajo como la sacarofobia de la cultura argentina , con lo que aludo a un componente cristalizado como el azúcar, pero cristalizado en el cerebro de los argentinos, y especialmente en el de los porteños. La sacarofobia es un ideologema, una falacia, un argumento que no es verdadero, aunque presente la apariencia de tal; se funda en una petición de principio que integra la mentalidad promedio del país, y no tan promedio, porque la sacarofobia es cultivada y argumentada por historiadores, sociólogos y economistas de todas las escuelas y todas las ideologías, desde la izquierda a la derecha del espectro político e intelectual argentino. En pocas palabras, la sacarofobia es la representación de todo lo que tiene que ver con el mundo azucarero de Tucumán (¿quién sabe qué es Ledesma, o Tabacal, cuando se habla del atraso tucumano?) como el compendio del mal encarnado en la historia: el mal en un sentido moral, porque sus propietarios habrían sido -hasta hoy- unos malvados explotadores, ricos ausentistas y ladrones del fisco; el mal en un sentido físico o material, porque los sacarófobos imaginan que los ingenios tucumanos no son más que chatarra obsoleta; el mal en un sentido histórico, en fin, porque la sola palabra azúcar evoca a unos industriales presuntamente incompetentes que impusieron un modelo de sociedad retrógrada, edificado sobre la injusticia social. Como todo mal verdadero, metafísico y absoluto, el mundo azucarero tiene la propiedad de ser una pesadilla recurrente para el sacarófobo, un mal de nunca acabar. ¿Cuándo terminará la pesadilla del azúcar, cuándo dejaremos de oír reclamos provenientes de esa provincia?', se pregunta el sacarófobo, y sueña con el fin de la historia azucarera de Tucumán.
Ahora bien, un motivo universalmente aceptado del credo sacarófobo consiste en la referencia a 'los ladrones de la CAT': este motivo es uno de los dogmas del credo y constituye un rasgo casi idiosincrásico de todo argentino (como de la mayoría de los tucumanos) de aquella generación que conserva alguna memoria histórica de los años 1960' y 1970'. ¿Tiene algo que ver todo esto con el mundo real? En realidad carece de importancia, porque un ideologema no necesita de ninguna correspondencia con el mundo real, ya que se alimenta de otras fuentes, que no son sin duda las empíricas. Porque la sacarofobia es un cristal mental que, a diferencia del azúcar, no se disuelve con nada. Sin embargo, como no llevaré mi escepticismo al extremo, la anécdota contenida en este trabajo debe leerse como una invitación a reconsiderar la historia reciente del país.
Los protagonistas: historia y composición de la compañía azucarera tucumana
En 1962 el grupo Tornquist se desprendió de la Compañía Azucarera Tucumana, un conglomerado azucarero que contaba con cuatro ingenios en Tucumán. La CAT había sido fundada en 1895 por Ernesto Tornquist, uno de los políticos y hombres de negocios más dinámico, audaz e innovador de la llamada 'generación del '80', en sociedad con dos empresarios tucumanos, Diego y Pedro G. Méndez, y comprendía en sus orígenes los ingenios La Florida, Nueva Baviera y La Trinidad, a los que se agregaron el Lastenia y el San Andrés en 1901. La CAT, que fue durante décadas el principal grupo industrial azucarero del país, hacia mediados del siglo se componía de cuatro ingenios (el San Andrés había dejado de moler en los años 1930), dos destilerías de alcohol y 57.000 hectáreas de tierras en la provincia, además de la finca citrícola y hortícola de Urundel, en Salta: un conjunto productivo que daba trabajo a unas 10.000 personas en sus diversas fábricas y en los surcos. Por esos años la CAT comenzó a desprenderse de todas sus tierras y, debido a la crisis interna entre los herederos de Tornquist, pero especialmente por el sombrío horizonte que se cernía sobre la actividad tucumana debido a la hostil política azucarera del gobierno nacional, a fines de la década de 1950 el grupo Tornquist decidió retirarse de los negocios azucareros, lo que concretaría en 1962.
Cuando el nuevo grupo económico adquirió la CAT, ésta quedó conformada por las cuatro fábricas que pertenecían a la antigua empresa, más el ingenio Santa Rosa, que fue comprado a la firma Erwin Pallavicini S.A.-Staudt, que giraba bajo el nombre de Unitas, a fines de ese año. Emile Nadra, tucumano, asociado con Simón Duschatzky y José Ber Gelbard, constituían el nuevo grupo propietario. La relación de Gelbard con Nadra provenía de muchos años atrás en la provincia de Tucumán, y se había afianzado en los tiempos en que Gelbard militaba intensamente para organizar a los empresarios, industriales y comerciantes del interior del país en lo que terminaría siendo la Confederación General Económica (CGE), una alternativa 'federal' para hacer frente al poderoso lobby de los terratenientes y empresarios del litoral, agremiados en la Unión Industrial Argentina y en la Sociedad Rural. Nadra era hijo de inmigrantes sirios, como Gelbard de judíos polacos (él mismo había nacido en Polonia), y sus dos familias se habían afincado y prosperado en el Tucumán azucarero de la primera mitad del siglo. Nallib Nadra, padre de Emile, era un inmigrante sirio que prosperó en Tucumán como comerciante en telas, a quien la crisis del '30 lo arruinó. Un préstamo que le efectuó Juan B. Terán, consistente en 100 bolsas de azúcar para que las comerciase, le permitió comenzar a rehacerse y también iniciarse en el negocio del azúcar; en la década de 1940 Nallib se había convertido ya en un importante consignatario de varios ingenios tucumanos. Emile se integró a los negocios de su padre hacia 1950, radicándose al fin en Buenos Aires en 1959, para dirigir la firma Paladar S.A., distribuidora de azúcares y otros comestibles, en la cual ya aparece asociado con Gelbard.
En 1962 José Ber Gelbard se encontraba todavía condenado a una suerte de muerte civil, puesto que desde 1955 había sido despojado de su ciudadanía y se le había proscripto de toda actuación gremial, comercial y empresaria. Gelbard, Nadra y sus restantes socios efectuaron la compra de la CAT por cerca de un tercio del valor real de los ingenios y demás bienes de la firma, debido a que el grupo Tornquist ansiaba desprenderse de los mismos y se conformaba, a esa altura, con evitar una quiebra en la rama azucarera de sus negocios, lo que perjudicaría la imagen general de la firma. El nuevo grupo propietario de la CAT se formó como una sociedad con tres miembros igualitarios: Emile Nadra (aportando sus capitales y, quizá, los provenientes de la firma Paladar); más Simón Duschatzky y José Gelbard, cada uno con el 33 por ciento de las acciones. Duschatzky y Gelbard representaban, probablemente, tanto los capitales del 'Directorio' -al que habremos de referirnos en seguida- como el aporte de sus propias inversiones personales en el negocio, pero sobre esto no dispongo de las evidencias necesarias como para aseverar nada firme y definitivo.
Además de los nombrados, el nuevo directorio de la CAT quedó integrado por Orlando D'Adamo, un empresario forestal, antiguo militante socialista y amigo de Gelbard, cuyos capitales representaba; por Oscar Llobet y Carlos Garber, abogado este último, ligados ambos a Gelbard en otros negocios; y por Fernando Tornquist y Bogdan Konstantinoff, miembros de la antigua CAT. Presidía la firma José Figueroa Alcorta, un amigo personal de Emile Nadra, integrante de la firma Paladar S.A. Emile Nadra fue nombrado vicepresidente de la CAT, pero habría de abandonar la gestión activa en el directorio muy poco después, en diciembre de 1962, por desinteligencias con la gente que rodeaba a Gelbard y D'Adamo, para dedicarse a la conducción ejecutiva del ingenio Santa Rosa, en Tucumán. Nadra habría de recuperar sus funciones ejecutivas en el directorio y, en realidad, la conducción efectiva de la CAT como su principal propietario, en 1965, cuando Gelbard lo invitó a hacerse cargo de la conducción de la empresa, cosa que aquél aceptó con la condición de acceder a la mayoría del paquete accionario. Gelbard le vendió entonces un 22 por ciento de las acciones de su propiedad, apartándose de ese modo de la firma, quizás porque intuía (o conocía con cierta firmeza, dado que su éxito empresario residía, en gran medida, en estar siempre muy bien informado) que el negocio azucarero tucumano, especialmente el de la CAT, se encontraba ya condenado.
El 'Directorio' del PC y la CAT
María Seoane sostiene, en su valiosa y en tantos aspectos sumamente interesante biografía de Gelbard, que la compra de la CAT fue una operación de lo que se conocía como el 'Directorio' del Partido Comunista argentino. El 'Directorio', creado por Victorio Codovilla en los años 1940', era un grupo encargado de dirigir las finanzas del PC con la finalidad de sustraer los negocios del partido de las manos inexpertas -y peligrosas- de los militantes activos, para colocar su conducción en las de quienes verdaderamente saben del asunto: los empresarios y hombres de negocios, fuesen éstos afiliados, simpatizantes, simples amigos o socios de sus miembros. El 'Directorio' se habría integrado, según la autora mencionada, con Orestes Ghioldi, Gerónimo Arnedo Alvarez, Felipe Bedzrodnik y Fernando Nadra, hermano de Emile, entre otros. En cuanto a José Gelbard, se habría sumado al equipo en 1948, y pronto sería su figura más brillante, como un dinámico empresario cuyos negocios se extendían tanto dentro como fuera del mismo.
La afirmación de que por detrás del grupo Gelbard-Nadra se encontraban los dineros del PC y, según se decía, de la propia Unión Soviética, constituiría un rumor, una sospecha, un tema que cada tanto aparecía en la prensa diaria y en los libelos políticos; pero también fue una obsesión de los servicios de espionaje del Ejército y del Estado a lo largo de la década de 1960. Los integrantes del grupo CAT negaron siempre tal filiación y Emile, desde 1965 el principal propietario y director de la empresa, manifiesta que, luego de su desempeño como dirigente estudiantil, se consagró por completo a los negocios y nunca se afilió o militó en ningún partido político, a diferencia de su hermano Fernando, de notoria trayectoria en el comunismo. Lo cierto es que Seoane proporciona endebles pruebas para algunas de sus afirmaciones, y cabe decir que su relato es confuso y decididamente erróneo en muchos aspectos.
El denominado 'Directorio' fue planeado y organizado por Victorio Codovilla,''Presidente' y máximo conductor del PC desde su fundación hasta su muerte, en los años '70. Los principales integrantes del directorio, a diferencia de lo que sostiene María Seoane, fueron Ernesto Paenza, Simón Duschatzky y Roberto Gold. Duschatzky se desempeñaba como secretario del organismo y detentaba la suma del poder de decisión, actuando primero bajo las órdenes directas de Codovilla y, luego de su muerte, trabajando junto a Orestes Ghioldi. Fernando Nadra, a estar por las declaraciones de su hermano como de sus hijos, no participó en el directorio ni en las actividades financieras del partido. Fue uno de los dirigentes políticos más destacados del PC, así como uno de sus oradores y propagandistas más eficaces, a quien Codovilla siempre respetó por sus dotes y aptitudes, pero que nunca llegó a ser un hombre de su entera confianza. Relata Emile Nadra: 'Evidentemente, Fernando nunca perteneció al Directorio, ni siquiera conocía su existencia. Eso les estaba vedado a los 'idealistas' del PC. Tanto él como yo, tampoco conocíamos la 'creciente'relación de José Gelbard con el PC, casi siempre a través de Simón (Duschatzky). Cuando Gelbard me pidió que me asociara, era a raíz del amplio conocimiento que tenía conmigo, en sus orígenes. Parece mentira, yo lo conocí al poderoso Gelbard en Tucumán 'vendiendo corbatas por las calles y los cafetines'. Cuando Gelbard avizoró la posibilidad de que Tornquist abandonara sus ingenios, me buscó a mí por cuanto, con mi padre, éramos los distribuidores de azúcares más importantes de Tucumán. Años antes, a través de la firma Paladar S.A. y frente a la feroz escasez del producto, habíamos efectuado la más grande importación de azúcar del Brasil. Gelbard era una importante figura en el mundo político y económico. Recordemos que Kissinger lo recibía, sin aviso previo, y que luego Perón lo designó Ministro de Economía. Yo cuando lo consulté a mi hermano Fernando, fue para preguntarle quién era ese señor Simón, a quien Gelbard proponía otorgarle un tercio de la Sociedad. La tarea de Simón era oculta, Fernando no la conocía y finalmente me dijo que era 'un amigo' del PC y al parecer buena persona. Pero se arrepintió meses después, cuando en diciembre de 1962, Gelbard y Simón me desplazaron de la conducción de la CAT, porque no era 'funcional' a sus intereses. Chocaba continuamente con D'Adamo, quien actuaba con criterio 'institucional' y no 'empresario'. Fue en ese entonces que ingresó el Ing. Jacob Goransky, y como director de producción un señor Ranzini, un 'tecnócrata' incondicional de D'Adamo quien se reservó, con la anuencia de Gelbard, la conducción general'.
En cuanto a Emile Nadra, en su juventud se había destacado como dirigente estudiantil reformista, consagrado a un activismo que lo llevaría a la conducción de la Federación Universitaria de Tucumán y a desempeñar un rol de primera importancia en las campañas de la Unión Democrática en 1945 y 1946. Ese año abandonó Tucumán y prosiguió sus estudios de ingeniería en la Universidad de Córdoba, huyendo de la persecución política del peronismo. Cuando retornó a la provincia tras concluir su carrera universitaria en 1950, Emile Nadra ingresó en los negocios de su padre. Desde entonces, abandonó la política, aunque mantendría a lo largo de su vida una intensa amistad y una gran admiración por su hermano Fernando.
El 'Directorio' constituyó un sistema de control de los negocios del partido con rasgos muy peculiares puesto que, con el correr del tiempo, sólo de un modo muy secundario habría de contribuir a financiar las actividades políticas del partido. Su verdadera función se revelaría, a la postre, como el camino para el enriquecimiento personal de sus miembros dirigentes, así como de aquellos que solían emplear como técnicos y financistas en los papeles directivos de las empresas controladas o asociadas con el partido. Se llegó de esta manera a conformar una casta de funcionarios apartados del frente político de acción del partido, quienes, en parte obligados por la legislación represiva de corte anticomunista, pero también obedeciendo a la estrategia deliberada de Codovilla y del comité central del PC, terminaron edificando una especie de imperio económico 'privatizado', cuyas empresas eran manejadas legalmente como propiedad personal de los directivos y de sus testaferros, sustraídas de todo control por parte de la masa de los afiliados. De modo que las propiedades y los negocios edificados en nombre del partido terminaron como bienes personales de los integrantes del 'Directorio' y de algunos de sus empleados, y pasaron de este modo, en calidad de herencia, a manos de sus esposas, hijos u otros herederos. Aquellos que medraron y prosperaron en el área del 'Directorio' y de los negocios del PC fueron los contadores y los técnicos necesarios para su desarrollo, así como algunos afiliados y simpatizantes que contaban con el capital necesario para asociarse en sus negocios.
Al organizar el 'Directorio', Codovilla se rodeó de tal modo de financistas y de fieles servidores que acabaron por amasar fortunas, cuyos beneficios sólo mezquinamente contribuían a la política del partido comunista, cuyos principales recursos, es de tener en cuenta, provenían de las cuotas y los diversos aportes de los militantes y simpatizantes. De manera que el PC se convirtió en un partido conducido por millonarios y una masa de militantes pobres y esforzados, los verdaderos 'creyentes', que aportaban continuamente con sus propios recursos para la acción política. El núcleo de las actividades del 'Directorio', el negocio más importante y su fuente de mayor riqueza fue la red bancaria de cooperativas (Credicoop). Su nexo más fuerte con el partido residía en que tal red se convirtió en una fuente de trabajo para millares de simpatizantes y militantes; pero el sistema funcionó siempre como una especie de 'capitalismo de izquierda', en el que el 'incentivo' para el esfuerzo de sus trabajadores y empleados provenía de la invocación constante a la 'causa del partido'. Vale decir que la política del 'Directorio' y del comité central consistía en democratizar el sacrificio, las exigencias y la austeridad, pero sin repartir los beneficios ni volcar los recursos generados en el sostenimiento de la causa de transformación social que se invocaba.
El caso es que cuando se presentó la oportunidad de adquirir la CAT al grupo Tornquist, y Emile recibió la invitación de Gelbard para asociarse en dicha operación, decidió consultarlo con su hermano Fernando, especialmente acerca de Simón Duschatzky, a quien Gelbard proponía integrar con un tercio de la sociedad. Fernando le respondió que se trataba de 'un amigo del PC y, al parecer, una buena persona'. Esto fue en abril de 1962, recordemos. Emile manifiesta que Fernando se arrepentiría de su consejo favorable a integrar la sociedad apenas unos pocos meses después, cuando, en diciembre de 1962, Emile fue desplazado de la conducción de la CAT a raíz de sus continuos roces con D'Adamo. Emile Nadra fue entonces obligado a un suave 'exilio' dentro la firma, destinado a la dirección del ingenio Santa Rosa, en el sur de la provincia de Tucumán, de manera que entre 1963 y 1964 la conducción de la CAT quedó en manos de D'Adamo, de Jacob Goransky, que ingresó entonces a la firma, y de un señor de apellido Ranzini, quien como director de producción e incondicional de D'Adamo, se encargó de la conducción general de la CAT, todo con la anuencia de Gelbard. Quizá Gelbard en persona atendió en parte los asuntos de la CAT durante esos años, ya que algún semanario de los tempranos años '60 informaba de sus frecuentes viajes a Tucumán en los Cessna de la compañía. Pero la empresa, que desde antes de su adquisición afrontaba serias dificultades financieras, fue muy pronto conducida al borde de la quiebra, según apreciación de Emile debido al manejo inexperto de D'Adamo y de Ranzini. En 1965 José Gelbard solicitó a Emile Nadra su regreso a la dirección de la CAT, pero éste exigió a cambio el control del paquete accionario y el retiro de la gente que lo rodeaba. Gelbard y Duschtazky aceptaron, lo que determinó el acceso de Emile Nadra a la propiedad mayoritaria y a la conducción de la CAT. La nueva composición de la firma quedó entonces integrada por tres socios: Emile Nadra con el 55% , Jacob Goransky el 25 % y Aldo Manuel Rodríguez el 20 % del paquete accionario. Esto consta en el libro de Inventarios de la Sociedad Colectiva, formada entre Nadra, Rodríguez y Goransky , que se retrotrajo hasta el año 1962, fecha de compra de la CAT.
La cuestión de la CAT y de sus relaciones con el PC, en todo caso, no dejaría de ser uno de los motivos que la llevaron a su perdición. Por un lado, porque cualquiera fuese la participación real del 'Directorio' antes y después de 1965, la militancia de Fernando Nadra y su condición de destacado dirigente público de esa agrupación resultaban funcionales a los servicios de inteligencia, quienes cultivaron la confusión deliberada entre los hermanos Emile y Fernando para identificar al grupo empresario como 'los ingenios de los comunistas'. Al mismo tiempo, la conducción del PC tampoco habría de mover ni un dedo para defenderla, manteniéndose en silencio frente al asedio y la liquidación de la firma que hubo de sobrevenir. Esta extraña circunstancia se explica porque la CAT no era, al fin y al cabo, una firma que perteneciera propiamente al 'Directorio', sino un negocio en el cual poseían, en todo caso, tan sólo una parte. Y porque la CAT representaba, además, un campo de actividad económica y empresarial que se desenvolvía permanentemente envuelto en extremadas complicaciones políticas, sobre el que caía un aguacero de fábulas y la mala propaganda de que era objeto la actividad azucarera en su conjunto, tanto por parte de la gran prensa porteña como de la mayoría de las provincias (incluida la de Tucumán). Finalmente, no sería tan sólo la conducción burocrática del PC la que habría de abandonar a la CAT a su suerte, porque los militantes de la 'base' de esa agrupación tuvieron un comportamiento similar, ya que consideraban al asunto de la CAT como un negocio más del 'Directorio', contra el cual habían acumulado sus agravios y un creciente rencor debido a sus turbios manejos. Para el afiliado tipo del PC, que constituía una presa característica del odio sacarófobo contra la industria azucarera, el caso de la CAT representaba una actividad repudiable de la burocracia del partido, que había cometido un serio error al ingresar en el condenable terreno de los negocios del azúcar. Suprema ironía por la cual tirios y troyanos, militares y 'comunistas', agentes de los servicios y activistas populares, todos por igual, habrían de celebrar al fin la liquidación de la CAT consumada por los militares en mayo de 1970. Pero vayamos ahora a la descripción de los acontecimientos.
Desarrollo: la CAT y la ofensiva militar de 1966-1967
El 'plan Salimei' y la CAT
Cuando Salimei anunció el cierre compulsivo de los ingenios tucumanos, el diario La Nación de Buenos Aires informaba, casi lacónicamente: 'Extínguense 8 ingenios en Tucumán', como si se tratase de la serie natural de las muertes cronicadas en sus avisos fúnebres. Una auténtica delicadeza estilística del diario de los Mitre, porque como dice el diccionario de la Real Academia, extinguir es 'hacer que cesen o se acaben del todo ciertas cosas que desaparecen gradualmente'. La nota decía: 'La extinción de 8 ingenios tucumanos, siete de los cuales fueron intervenidos ayer y el San Antonio, clausurado la antevíspera por orden judicial, por encontrarse en estado de falencia, es la contribución que la provincia donde el presbítero José Eusebio Colombres instaló el primer trapiche rinde a la regularización de la actividad azucarera del país y al saneamiento de la economía local y del ámbito nacional, perturbados por las condiciones anómalas en que por décadas vino desenvolviéndose el cultivo e industrialización de ese producto'. Las medidas eran presentadas por el venerable periódico como 'encaminadas a garantizar a la población fuentes de trabajo compatibles con un régimen de salud económica'. La 'salud' prometida consistía en una partida de cincuenta gendarmes con destino a cada una de las plantas condenadas a muerte, porque los militares no eran en verdad 'gradualistas', sino revolucionarios. 'Las ocupaciones fueron rápidas, silenciosas y pacíficas. En ningún caso se produjeron incidentes contra los federales, equipados con todos los elementos necesarios para reprimir cualquier intento de alteración del orden', cerraba con satisfacción su crónica el periodista, una especie de 'corresponsal de guerra' que La Nación envió para cronicar las operaciones de la dictadura militar en la lejana provincia. Dos días después, el diario celebraba en su editorial 'la decisión y arrojo imaginativo' del PEN para poner fin a 'la demagogia' practicada con los tucumanos.
Según hemos apuntado, cuatro de las siete fábricas que cayeron bajo la 'espada de la revolución' evocada por Salimei en su tronante discurso del 21 de agosto de 1966 pertenecían a la CAT: todos los ingenios pertenecientes a la empresa, excepto el Santa Rosa. José Figueroa Alcorta, presidente de la firma, denunciaría de inmediato: 'Si es por las deudas que acumulamos, hay ingenios que deben cinco veces más que nosotros y no los van a cerrar; eso, al margen de que el pago de tales deudas estaba ya previsto.. Si es por nuestros rendimientos, Florida tiene 9.31 (como algunos ingenios de Salta y Jujuy); Trinidad, 8.34, y Lastenia acusa un buen nivel, 8.84, superior al promedio de la provincia, que es de 8.82. En cambio, San José, Los Ralos y San Ramón están por debajo del 8 por ciento'. En una solicitada publicada apenas conocidas las medidas de Salimei, el Directorio de la CAT informaba que antes del golpe militar el Banco Nación había paralizado prácticamente sus líneas de créditos con la firma mediante maniobras administrativas, tratamiento que no se daba a los restantes ingenios. La prensa porteña daba como un hecho, desde tiempo atrás, que la CAT se encontraba al borde de la quiebra.
Ante el drástico golpe, la compañía inició una querella judicial contra el PEN por un monto de 2.200 millones de pesos, calificando a la acción oficial de ensañamiento en contra de una firma privada. En un informe reservado, sin firma, pero que pertenecía sin duda a fuentes oficiales del gobierno militar de la provincia, se caracterizaba la elección de los ingenios condenados a la 'extinción' como 'deficientemente realizada'. De manera que el temor a perder el juicio condujo entonces a un posterior retroceso del régimen, que autorizó la reapertura de dos de las fábricas de la CAT a cambio del cierre y desmantelamiento inmediato de las otras dos (Lastenia y Nueva Baviera). Mientras tanto, los gendarmes instalados como interventores de sus ingenios en agosto de 1966 no se ahorraban ningún atropello. En enero de 1967, Figueroa Alcorta denunciaba que no habían realizado ni el inventario de los bienes de los que se habían apoderado, actuando deliberadamente para provocar la 'ruina moral y material' de la empresa. Los gendarmes-interventores, en efecto, tomaron las empresas como su coto de caza y descalificaban impunemente, en la prensa local, a los propietarios de la CAT. Nombraron toda una colección de 'colaboradores', con generosos sueldos a cuenta de la empresa, muchos de los cuales apenas visitaban la provincia para retornar de inmediato a Buenos Aires, desde donde pretendían conducir las fábricas. La sucesión de irregularidades cometidas por esta administración que venía a 'moralizar' la industria fue tan aplastante, incluyendo manejos turbios con las planillas de sueldos de las fábricas, que el propio 'Coordinador General de Interventores de Ingenios Tucumanos' (curiosa función), un comandante de gendarmería, se vio obligado a reconocer la situación, afirmando a la prensa que, 'con respecto a una novedad surgida en los fondos propios del ingenio (La Florida), la Intervención radicó oportunamente la denuncia correspondiente ante la Justicia'. La verdadera 'novedad', estaban aprendiéndolo los tucumanos en carne propia, era que la CAT, y en gran medida la provincia tras ella, se habían convertido en una tierra de nadie.
¿Porqué la CAT?: el argumento moralista
Surge naturalmente la pregunta: ¿porqué, especialmente la CAT, habría de convertirse en el blanco predilecto de Onganía y Salimei, decididos a liquidarla en 1966, un objetivo logrado al fin en 1970 por Jorge Peyceré y su equipo? Desde 1962, cuando el grupo Nadra-Gelbard tomó el control de la firma, un motivo insistentemente alegado para atacar a la CAT fue el argumento de los delitos económicos del grupo. La CAT, se decía, fabricaba azúcar 'negro', violando los cupos asignados y evadiendo impuestos. El llamado azúcar 'negro' consistía en la producción de azúcares no declarados, ya sea porque el ingenio había sobrepasado el límite autorizado (un límite en ocasiones fijado por ley, en otras por los decretos 'leyes' de los militares), o porque buscaba evadir el pago de los impuestos sobre el producto, dado que las fábricas actuaban normalmente como agentes de retención. Resulta imposible establecer si algún ingenio, en toda la historia de la actividad, no incurrió alguna vez en este tipo de ilegalidad; resulta más verosímil suponer que todos lo hicieron. Pero lo que sí se puede afirmar rotundamente es que el ingenio Ledesma fue uno de los más grandes productores de azúcar 'negro', puesto que la empresa lo confesó abiertamente y se pavoneó de hacerlo, y a lo largo de la historia de su expansión y crecimiento practicó la violación más olímpica de este tipo de disposiciones, particularmente las que se proponían limitar la producción para evitar la saturación del mercado y el consecuente derrumbe de los precios. De igual modo, despreció siempre cualquier acuerdo empresario que buscase la regulación acordada y voluntaria del mercado azucarero argentino. Su conducta fue en esto sistemática y coherente: caotizar el mercado, actuando de tal modo como el principal responsable de la crisis de superproducción de 1965-1966. En la zafra de 1965 el ingenio Ledesma produjo 196.000 toneladas de azúcar, magnitud que presentaba triunfalmente como el récord de los ingenios de todo el mundo. Insatisfecho, Arrieta produjo al año siguiente 22.000 tns. de azúcar por encima del cupo asignado, y los militares incorporaron ese excedente en la cuota que le asignaron para la molienda de 1967. El objetivo del hábil empresario, respaldado por los tecnócratas e 'ingenieros sociales' del Banco Mundial, que habían escogido al Ledesma como ariete para la demolición de la estructura azucarera tucumana y su reemplazo por el modelo de una empresa altamente concentrada, 'eficiente' y, sobre todo, explotando una mano de obra primitiva, no sindicalizada y rígidamente disciplinada, consistía en no detener su expansión hasta llegar a la producción de 300.000 toneladas de azúcar por año: nada menos que un tercio del consumo argentino monopolizado en manos de una sola empresa. Para lograr su objetivo Arrieta-Blaquier contaban con la ventaja que le otorgaba la complicidad de la Corte Suprema (designada por los militares), la que sentenciaba la inconstitucionalidad de las leyes que el Ledesma violaba. De manera que la 'ley azucarera' de los militares resultaba buena, para Arrieta como para los jueces, en aquella parte que retaceaba los derechos de producción de los ingenios tucumanos, pero se declaraba atentatoria de la 'libre empresa' si impedía la producción indiscriminada por parte del ingenio Ledesma. En definitiva, una Corte en sí misma inconstitucional 'blanqueaba' los azúcares negros del ingeniero Arrieta.
El propósito del tándem Herminio Arrieta-Blaquier y de sus socios consistía en anegar el mercado del azúcar para derrumbar el precio y de esa manera, contando con un respaldo financiero que no estaba al alcance de los ingenios medianos y pequeños de Tucumán, provocar su ruina. Esto a pesar de que, junto con los restantes ingenios de Salta y Jujuy, el Ledesma resultaba ser el principal beneficiado por las cupificaciones establecidas por la política azucarera nacional, tanto bajo el gobierno de Illia como, mucho más decididamente, a partir de las regulaciones impuestas 'manu militari' por Salimei y su sucesor Krieger Vasena. El grupo Arrieta-Blaquier no habría de conformarse, sin embargo, con la lucha en el puro terreno del 'mercado', puesto que la simple competencia económica, por más sucia que fuese, no le había bastado para imponerse en la guerra económica a la que se había lanzado desde la década precedente. Fue en la casa de Carlos Pedro Blaquier, el ascendente yerno de Arrieta, donde se redactó un histórico memorando que el general Julio P. Alsogaray (hermano del más célebre Álvaro y por entonces comandante del III cuerpo de Ejército y protagonista principal del golpe de junio de 1966) se encargó de hacer llegar a Onganía, documento que se convertiría en el borrador del proyecto de gobierno de la llamada 'Revolución Argentina'. El documento proponía tomar a Tucumán como el campo escogido para llevar a cabo una 'transformación revolucionaria ejemplar', que debía servir de guía y de 'lección' para todo el país, y contenía lo esencial de las medidas que iban a adoptar Salimei y Krieger Vasena en los meses siguientes.
Lo interesante del caso es que esa política de exterminio de una vasta porción del parque industrial azucarero de Tucumán sería promovida y apoyada con entusiasmo por el Centro Azucarero Argentino (CAA), la corporación empresaria del sector, puesto que la misma se encontraba desde hacía años bajo el control de Arrieta, Blaquier y los Patrón Costas. El 29 de diciembre de 1965 una 'comisión especial' del CAA, comandada por Carlos Pedro Blaquier, presentó un proyecto de ley azucarera de idéntico tono al de los documentos 'revolucionarios' mencionados. Pero mucho más interesante aún es que esa salvaje agresión contra la provincia contó con el apoyo de un sector de los industriales azucareros de Tucumán, el que en agosto de 1965 había provocado la ruptura de la Cámara azucarera local con el fin de proporcionar una plataforma de apoyo interno para el ataque del PEN. Ese sector, aunque minoritario en cuanto al número de ingenios y el volumen de producción bajo su dominio, contaba con un gran poder debido a que estaba conformado por algunos de los tradicionales apellidos de la endogámica 'gente decente' local, y se integraba además con los dos o tres ingenios localizados en la provincia que pertenecían a empresarios de afuera de la misma: los Paz del Concepción, los Nougués del San Pablo, el grupo cordobés Minetti, propietario del Fronterita, los Frías Silva del San José, la banca Roberts, que controlaba el ingenio La Corona y, como es obvio, al propio Herminio Arrieta, quien pocos años antes había comprado el ingenio Mercedes, en Tucumán. En la presidencia de ese gremio empresario disidente colocaron a Juan Bautista Peña, que no era un industrial azucarero, sino un 'financista' muy amigo de Martínez de Hoz: toda una definición sobre el rol que desempeñaría esta porción de azucareros tucumanos en la hecatombe que se habría de desatar sobre la provincia.
La política promovida por el grupo Arrieta-Blaquier y sus asociados menores de Tucumán contaba, como es obvio, con la decisiva colaboración de los cleptócratas que habían comenzado a colonizar el PEN: Alsogaray, Martínez de Hoz, Krieger Vasena, Alemann, Peyceré, Klein, y tantos más. Pero el concurso de estos individuos no bastaba a los dueños del Ledesma, cuyo poder convertía en empleados suyos a los más altos mandos del Ejército argentino, entre ellos al brigadier general Teodoro Alvarez, quien había integrado, junto con el almirante Benigno Varela y el teniente general Pascual Pistarini, la Junta de Comndantes que derrocó al Presidente Arturo Illia el 28 de junio de 1966. Cuando en agosto de 1968 Onganía pasó a retiro al brigadier Alvarez, y el pobre militar se quedó sin trabajo, Blaquier lo contrató como jefe de 'relaciones públicas' de su ingenio en Jujuy. Carlos Pedro Blaquier, en rigor, no sólo contaba con influyentes amigos en el seno del poder militar, puesto que él mismo era el poder. En 1970, año en que falleció Herminio Arrieta, instalado por lo tanto como jefe supremo y único de Ledesma S.A., Blaquier integró el 'cabildo secreto' convocado por la Junta de Comandantes que derrocaría a Onganía, reunión que tuvo lugar pocos días antes del 8 de junio de 1970, cuando 'la Esfinge', el patético Sila de la Argentina, fue mandando a casa. El empresario-filósofo meditaba entonces: 'Creo que la revolución argentina debe cumplir su cometido para que podamos volver a vivir en democracia. Para que ella exista tiene que haber consenso sobre lo fundamental porque nadie está dispuesto a jugar al azar de una urna valores que considera primordiales'.